La sociedad del concentrado de pollo
Nos comportamos como si la vida se basara en comprar en un supermercado los rasgos que nos definen.
En 1950 dos americanos escribieron The Lonely Crowd, un libro que explicaba que las personas tenemos tres maneras básicas de conducirnos por la vida: o dependemos de la tradición, o buscamos en nosotros mismos la inspiración para pensar y actuar, o bien acatamos las consignas del exterior.
En su análisis indicaban que, tras el advenimiento de la sociedad de consumo, los estadounidenses comenzaron a gravitar cada vez más hacia una manera de vivir que se apoya largamente en el contexto, en lugar de en la brújula interior de cada uno. Pues bien, no solo es muy evidente que esto es una tendencia global sino que, además, y de manera creciente, nos comportamos como si la vida se basara en comprar en un supermercado los rasgos que nos definen, en ese otro signo de nuestro tiempo que es la construcción del yo a través del consumo. Es decir, no solo nos dejamos influir por el contexto en la elaboración de nuestra identidad sino que, en buena medida, somos lo que compramos.
Lo que es igualmente llamativo es que en esa adquisición de rasgos nos conducimos, de manera creciente, de una forma intensa, ansiosa y obsesiva, secuestrándonos a nosotros mismos dentro de los mundos que adquirimos, esos extensos territorios en los que entramos para no regresar jamás.
Quizá el ejemplo más claro es el de la afición a las grandes series de televisión, lo que sin duda constituye la nueva militancia identitaria. El espectador de Juego de Tronos, por ejemplo, no solo tiene a su disposición todos los rosarios de temporadas, enhebrados cada uno con sus correspondientes capítulos, sino que además existen videojuegos, libros, viajes organizados, todo tipo de merchandising y, por supuesto, un Monopoly específico. El cuestionamiento no está en la devoción, que es consustancial al ser humano, ni obviamente en el eterno muestrario de opciones, pues los creadores de universos han existido siempre. El asunto está en la rueda de hámster que es el visionado compulsivo, en la monopolización de las conversaciones —en el trabajo, en la casa propia y en la casa ajena— y, por descontado, en esa forma de proselitismo activista e impertinente que considera que cualquiera que no sea adicto a una determinada serie no merece ser llamado persona.
Esta tendencia es prácticamente extrapolable a cualquier afición, en la cual la lista de accesorios, adminículos y aditamentos hace irresistible la tentación de poseer, también, la camiseta, la pegatina y el llavero de todo aquello que llena nuestros ratos de ocio. Tanto como la de divulgar machaconamente a propios y a ajenos nuestros logros y conquistas, ya se trate de cocina, de running o de reciclaje.
Con algunas profesiones pasa algo parecido. Escribía John Crace que los científicos ya no hacen ciencia, sino cientifismo. Y que los economistas igualmente se dedican al economismo. Es decir, unos y otros se limitan a presentar una serie de ideas con las que todos están de acuerdo para así poder mantener sus puestos de trabajo. Quizá esto es más notorio en las profesiones emergentes, donde la lucha por la identidad implica señalar insistentemente lo que les es propio, al tiempo que reclaman una y otra vez competencias exclusivas. Hoy día muchas de estas profesiones no representan solamente vocaciones o medios de ganarse la vida, sino que se han convertido en doctrinas beligerantes que buscan cualquier excusa para guerrear contra la profesión vecina, o bien para reclamar atención, recursos o atribuciones. A veces se olvida que la práctica totalidad de los desempeños no se basan sino en el servicio al prójimo y que, por tanto, sus actitudes más señaladas deberían ser la tolerancia y el diálogo.
Y, en fin, es un hecho sin necesidad de demostración que nuestras ideologías, ya se llamen feminismo, neoliberalismo o veganismo tienden cada vez más a la intolerancia y a la radicalización, situándose muchas de ellas como auténticos paradigmas, a la luz de los cuales se pretende interpretar prácticamente cualquier asunto. Una centración excesiva y perturbadora en la que corren el riesgo de quedarse atrás reivindicaciones quizá más urgentes. Llama la atención, por ejemplo, que jóvenes de todo el mundo se hayan movilizado masivamente contra el cambio climático, pero no lo hayan hecho a favor del pleno empleo o de una vivienda digna para todos. Llama la atención aún más, que la mayoría de ellos parezcan preferir la muerte del torero antes que la del toro.
Lo que todas estas situaciones muestran es que, en primer lugar, hoy día seguimos mucho más el dictado de las influencias externas que nunca. Y que, por tanto, basamos nuestra identidad y comportamiento en rasgos inspirados o comprados en distintos proveedores de bienes, servicios o ideologías, prescindiendo cada vez más de la tradición y, por descontado, de nuestra vida interior. Además, no es solo que vivamos pendientes del exterior, sino que lo llevamos hasta el límite. Es como si estuviéramos más reconcentrados que nunca, como las pastillas de caldo de pollo.
No se sabe a qué obedece esta tendencia a autoconfinarnos dentro de nuestras propias fronteras y a profundizar en nuestros territorios identitarios. Como si tuviéramos miedo a permanecer en la superficie, mezclándonos con gente que piensa, opina y se conduce de manera diferente. Tampoco es fácil averiguar por qué la construcción de la identidad es hoy un proceso de consumo, en lugar de serlo de indagación y autoexpresión.
Quizá no tenemos claro quienes somos y, cuando encontramos algo que nos completa, queremos incorporárnoslo de la manera más intensa posible por miedo a diluirnos, como hace el concentrado de pollo en contacto con el agua caliente. Acaso tampoco sabemos cómo encontrar nuestra verdadera identidad y hacemos con ella lo que hacemos con todo: comprarla.
Resulta sugerente pensar cómo apoyaban sus identidades nuestros ilustres antepasados, en ausencia de unas zapatillas de deporte, de un teléfono móvil o de una mascarilla que le gritaran al mundo quienes eran. Vemos imágenes de Lorca y de Nightingale, de Kerouac y de Curie, de Dickinson y de Ramón y Cajal, y nos cuesta imaginarlos vistiendo una camiseta de su lugar favorito de vacaciones, llevando un llavero de su actor preferido o poniendo una pegatina con la marca de su estilográfica en la ventana de su despacho. También resulta difícil pensarlos exhibiendo los niveles de fanatismo e intransigencia que observamos hoy en las redes sociales. Tal vez la sustancia que impregnaba sus almas era de por sí tan diáfana y singular que no necesitaban añadir pastillas de concentrado a su vida.