La risa de la muerte
Sabemos que va a ser ella la que se lleve el gato al hoyo, pero tenemos el deber social, político y estético de ponerle cuantas zancadillas podamos.
Hay rituales que la razón de cada cual desecha por obscenos; en mi caso, casi todos los que rodean a la muerte, a la que negamos constantemente, como los niños que cierran los ojos esperando volverse invisibles al dejar de ver, pero a la que ofrendamos, cuando se asoma con la crueldad y la indiferencia con que actúa la biología, un sinfín de representaciones morbosas y amedrentadas.
Por mucho que insista la mística, no hay manera de borrarse la fecha de caducidad que a cada uno le cae en suerte.
Dijo Cela (y en su voz era un pensamiento aún más fiero) que nadie se muere un minuto antes. Sin embargo, hemos decidido que tenemos derecho a un itinerario largo, tedioso en su último tramo, y para cuya estación final exigimos que el andén quede oculto por la inconsciencia. Alguno, yo no, encontrará su bálsamo en el maldito alzhéimer.
Hasta tal punto tenemos por injusta y cruel a la Parca (sin darnos cuenta de que, de toda la naturaleza, tan solo los humanos somos capaces de discernir lo injusto y juguetear con el mal gratuito y caprichoso), que, según me contaron, hasta los años sesenta, en el sur de Italia (quizás Sicilia, quizás Nápoles; mi memoria se cuartea como una ajada cartera sin billetes) a los cadáveres de los más pequeños se les ponía una barba postiza tras posarlos en el ataúd para que la Muerte no se riera al comprobar que había segado un brote apenas germinado.
A mí también me estremece la muerte de un niño, pero me repugna especialmente el sufrimiento de alguien desvalido, que no alcanza a entender lo que le ocurre. Si terrible se me hace que quien debiera estar jugando y recibiendo mimos, incluso en exceso, se vea sometido a la enfermedad, al dolor y a la agonía más severa, el que la infancia no sea para muchos, (incluso uno me parecería demasiado), sino calamidad, desnutrición, explotación y miedo (al padre guarnecido de cinturón, al cura cariñoso, al compañero chivato, al bombardeo estratégico, a la sequía interminable, a la nevera vacía…) me lleva a blasfemar con hondura, en voz muy alta y muy despacio, casi deletreando la infamia que con tanto esmero hemos fabricado…
El eufemismo “pasar a mejor vida” a veces muestra una precisión sangrante. No debería abolirse la frase. Debería prohibirse que demasiado a menudo resulte exacta.
En el Barrio Húmedo de León, mientras le dábamos con ganas al tinto berciano (quizás en Infierno, quizás en La Bicha), Antonio Gamoneda me dio noticia del descubrimiento que había hecho al hurgar en los empolvados legajos que guarda la catedral de Astorga (ocioso recordar que estos majestuosos templos fueron antaño hospedaje y hospital para peregrinos): últimas voluntades, disposiciones, donativos y testamentos, en los que encontró, no sin asombro, una cláusula que asignaba taxativamente “un real para el agonizante”.
- No me jodas. ¿Me estás diciendo que pagaban por morir, Antonio?
- No, hombre, no. El “agonizante” era el que tenía por oficio acompañar a los peregrinos y mendigos moribundos en sus últimos momentos.
Ante el conocimiento de tan macabra ocupación, sentí todo el frío que el gran Antonio Gamoneda cifró en uno de sus inexcusables (lo son todos) libros.
“Vivimos como soñamos: solos”, escribió desoladoramente Conrad. En esa vida, sin más compañía que el espejo, bien cabe, seguro que el polaco la incluyó, la muerte.
No me resigno a la Llorona por más que la sepa inevitable y acepte que obedece a una necesidad ecológica. Descreído como soy, me aferro a cada segundo de vida sabiendo que no lo recuperaré ni en este ni en ningún mundo de fantasía.
Tan solo en el caso de que la vigilia estuviera ocupada por la tortura sin remisión (permitan que Eutanasia sea mi novia), me plantearía acortar el número de resacas que me quedan por pasar.
Y ni siquiera entonces consentiría en hacer fácil el trance a los que me rodean. Desde ya les garantizo que podrán decir de mí tantas verdades inventadas o tantas ficciones reales como gusten, pero nadie testificará que me fui tranquilo, resignado, con placidez.
Agonizaba mi madre, ralentizado su generoso corazón, muda por el infarto, y en aquella agonía, se obstinaba en levantar incesantemente un brazo. Jamás supimos (no hay piedra de Rosetta para el lenguaje de los muertos), qué quiso decirnos, qué significaba su incansable ademán, pero resignación no era la palabra.
Los bueyes de Miguel Hernández mueren “vestidos de humildad y olor de cuadra”. Yo, para la Segadora, me reservo unos espolones de gallo de pelea que me regaló un “manito”, una botella de vinagre pedorrero para escupírselo a la cara, y una maldición del Arcipreste de Hita:
¡Ay Muerte! muerta seas, muerta, e mal andante,
…
enemiga del mundo, que non as semejante,
de tu memoria amarga non es que non se espante.
Quién si no el bueno de Juan Ruiz, cofrade mayor de todos los folladores, lanzaría tan hermosa imprecación: “¡muérete, muerte!”.
El mismo conjuro mascullado entre dientes por los celadores que no daban abasto con los cadáveres que salían de las UCI como de una cadena de montaje; también por los funerarios que, olvidado su negocio, (tan lucrativo siempre), se desesperaban por no perder las bolsas con los pocos objetos que recibirían los familiares.
En el Palacio de Hielo, los soldados encargados de depositar ataúdes sobre el rastro de las últimas piruetas ejecutadas por los adolescentes, golpearon las paredes, los marcos de las puertas, sus propias costillas, ante tantas y tan dolorosas notas colocadas en un pentagrama bailarín e inconsciente.
La risa de la muerte, aguda y cortante como el gemido de una trompeta aplastada, salió de aquel recinto, de las morgues improvisadas, de las agrietadas residencias y de muchas viviendas en las que el difunto estuvo durante horas (más de un día en algunos casos) hasta que el funesto orden de recepción de los certificados se cumplió. “Una espuerta de cal ya prevenida”.
Esa es la risa que hay que acallar.
Su rostro (su desconocido rostro; ya Quevedo dejó dicho que un esqueleto no es la muerte, sino lo que queda de los vivos) es el que debe ser golpeado, atravesado por mil imprecaciones y enterrado en sal.
Sabemos que va a ser ella la que se lleve el gato al hoyo, pero tenemos el deber social, político y estético de ponerle cuantas zancadillas podamos. Quien haya salvado una vida, quien haya apretado la tuerca que permitió el funcionamiento de un mecanismo necesario, quien haya puesto una taza de café en la mano que desmayaba, y quien cerró esos ojos que ya no verían el amanecer, todos ellos, le han devuelto a la Bicha su risa de hiena.
No podemos olvidar que la muy puta nos encerró y nos encogió. Ante ella, como Miguel Hernández siempre, tendremos “apretados los dientes y decidida la barba”.
La nuestra, no la postiza del disfraz y la congoja. La barba de las noches en blanco y los días vividos y vueltos a vivir.
Esos que a la muerte le joden tanto.