La realidad trans y el sexo de los ángeles: a propósito de la futura y necesaria “Ley Trans”
Bienvenida sea.
Aprobado el pasado martes 29 de junio de 2021 por el Consejo de Ministros el Informe del Anteproyecto de ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos LGTBI, y a la espera de ver cómo se desarrolla la larga tramitación que aún le queda por delante hasta convertirse definitivamente en ley, podemos hacer, con todas las cautelas precisas, una primera valoración general del mismo, que, matizaciones al margen, solo puede ser calificada de muy positiva, no tanto por los detalles concretos de los numerosos aspectos que en él son abordados, sobre los que seguramente, llegado el momento, haya que hacer alguna observación crítica, como por el “espíritu” que lo inspira y que ha sido, precisamente, lo que ha generado (sigue generando) más polémica.
A nadie se le oculta, en efecto, la viva disputa que este anteproyecto de ley ha provocado tanto entre los partidos políticos que sostienen al Gobierno (PSOE y Unidas Podemos), como dentro del propio PSOE, así como entre una parte destacada del movimiento feminista, contrario a esta normativa, y los colectivos de defensa de los derechos de las personas trans (o LGTBI, en términos más amplios).
Aunque se trata de un texto que recoge una panoplia de disposiciones que tratan de garantizar los derechos de las personas LGTBI en ámbitos tales como el laboral, el educativo o el sanitario, con una prohibición expresa, aparejada de sanción grave, de las llamadas “terapias de conversión” y el reconocimiento de la filiación de los hijos de parejas de hecho integradas por dos mujeres, entre otras muchas cosas, en el corazón de la controversia se encuentra el reconocimiento del derecho a que una persona pueda cambiar la inscripción relativa a su sexo en el Registro Civil y en el DNI mediante una simple manifestación de voluntad (que habrá de reiterarse en el plazo de tres meses). Es la denominada, de manera imprecisa, “autodeterminación de género” (o “libre determinación de la identidad de género”), que, en realidad, es una “autodeterminación de sexo”.
Quienes se muestran contrarios a esta posibilidad sostienen que el sexo es un hecho natural o biológico que viene definido por nuestros cromosomas, gónadas y genitales, y que, por tanto, no se puede “elegir”. Sucede, sin embargo, que hay personas que pese a ser portadoras de los cromosomas, gónadas y genitales característicos de un sexo, se sienten íntima y profundamente identificadas con el otro sexo (por lo general, desde muy temprana edad). Son las personas transexuales, consideradas hasta hace poco más de tres años por la Organización Mundial de la Salud como “enfermas mentales”.
Conscientes de la autenticidad de ese sentimiento (o autopercepción) y del inmenso sufrimiento que en la mayor parte de los casos les genera su condición, paulatinamente, relevantes instancias internacionales, que, por lo general, se encuentran a la vanguardia en la garantía de los derechos humanos (ONU, Consejo de Europa, Unión Europea, etc.), y, a nivel nacional, cada vez un mayor número de países (Dinamarca, Irlanda, Luxemburgo, Malta, Noruega o Portugal, por solo mencionar a algunos de nuestro entorno), han ido propugnando, o directamente reconociendo, ese derecho a la autodeterminación sexual de las personas trans sin necesidad de someterse a ningún tratamiento médico o quirúrgico. Para un mayor detalle, pinche aquí.
Pues bien, la práctica de estos países, aunque merezca un análisis detallado, a primera vista no parece que esté trayendo consigo un “borrado” de las mujeres, o un menoscabo de los derechos que han ido conquistando, tal y como se teme por parte de quien en nuestro país se opone al reconocimiento de este derecho.
Los debates, cuando se refieren a cuestiones que afectan a los fundamentos de nuestra organización social, política y jurídica, como es el caso que nos ocupa, han de enfocarse correctamente, atendiendo no solo a las muchas razones que desde un punto de vista teórico se puedan argüir, sino también teniendo muy presente el conocimiento de la realidad sobre la que se pronuncian, pues, de lo contrario, se corre el riesgo de acabar degenerando en discusiones de gran fuerza retórica, pero alejadas, por completo, de la experiencia, y, sobre todo, de las necesidades a las que se pretende ofrecer una respuesta.
Sin duda alguna, la discusión, que ya viene de lejos, sobre lo que es el sexo y el género de una persona, tiene un gran interés y se encuentra, además, en el trasfondo de los grandes avances que gracias, en buena medida, al movimiento feminista han ido consiguiendo las mujeres a lo largo y ancho del planeta (aunque quede aún mucho camino por recorrer). Con un alcance más limitado, también ha habido (hay) grandes debates sobre la orientación sexual de una persona, es decir, y dicho llanamente, sobre si se puede considerar “normal” que una persona sienta atracción sexual por otra de su mismo sexo, o si, por el contrario, eso ha de ser considerado algo patológico, que, como tal, merece ser tratado y corregido, y de ahí, por ejemplo, la defensa por parte de determinados sectores políticos y sociales de las terapias de conversión.
Salvando las distancias, que las hay y son muy profundas, esos debates, a su vez diferentes entre sí, comparten un elemento común con el que ahora ocupa estas reflexiones. Levantado el velo de las matizaciones, que, a veces, tanto confunden, de lo que estamos hablando, en esencia, es de aquello que tanto cuesta proteger, aunque a todos se nos llene la boca al pronunciarlo: de la dignidad humana. De esa cualidad intrínseca a la condición del ser humano, tantas veces pisoteada. Una dignidad que se manifiesta de múltiples maneras, pero también de esta: aceptando que las razones a las que hay que atender para decidir si una persona es hombre o mujer no son única y excluyentemente las biológicas (los cromosomas, las gónadas, los genitales), sino también las psicológicas, que, por cierto, no son antitéticas de aquellas, sino perfectamente complementarias.
Cuando una persona, a la que, por lo general, las demás reconocen como hombre o como mujer, manifiesta, con convicción, que no es una mujer, sino un hombre, o que no es un hombre, sino una mujer, no está expresando simplemente un sentimiento ligero o caprichoso, ni actúa por un espurio interés personal (excepciones al margen, que constituirían, por cierto, fraude de ley). Las personas trans son lo que se sienten, y no hace falta otra prueba más fidedigna para comprobarlo que constatar el alto precio que, por regla general y desgraciadamente, han tenido (tienen) que pagar por ello, en términos de vejaciones, agresiones físicas y verbales, desempleo, discriminaciones, en fin, de todo tipo. Si esta futura y necesaria ley, más allá de las mejoras que precise durante su tramitación, puede contribuir a hacer más fácil su vida, bienvenida sea. Porque cuando hablamos de personas transexuales, tal y como se viene poco a poco reconociendo a nivel jurídico internacional y en un número cada vez mayor de países, la realidad del sexo es esa: son lo que de verdad sienten que son. Lo demás puede tener mucho interés teórico, tanto como la discusión sobre el sexo de los ángeles.
¡Feliz Orgullo 2021!