La prueba del pañuelo
El feminismo hegemónico parece centrado en erradicar los micromachismos y los espatarres en el metro, pero ni una palabra sobre pañuelos.
La abogada Paula Fraga ha recibido todo tipo de insultos y amenazas por un tuit en el que comenta un vídeo donde una mujer gitana muestra ufana un pañuelo lleno de volantes y lazos rosas, mientras vocea que esa es la prueba de que la novia ha honrado “a su padre, a su madre, a su suegro, a su suegra y a toda la familia entera”. Mientras suelta su perorata, agarra del brazo a una adolescente que, por su cara, no parece estar disfrutando de la situación, como señala la jurista que, además, se atreve a criticar la prueba del pañuelo en las bodas gitanas.
Para quien no lo sepa, esta prueba consiste en que una mujer, la ajuntadora, introduce con su dedo un pañuelo en la vagina de la novia bajo la mirada de otras mujeres casadas. Si el pañuelo aparece teñido con “rosas”, quedará confirmada la virginidad de la joven y salvada la honorabilidad de las dos familias, la biológica y la política. Paula Fraga concluye que se trata de “una práctica patriarcal que atenta contra la integridad moral y que debería estar ya prohibida” y eso le ha valido para que le caigan en cascada amenazas de violación y de muerte.
Más allá del anacronismo que supone que la honra de tantas personas dependa del himen de una muchacha, lo que me resulta realmente estremecedor es que una persona con la que la joven no mantiene ningún tipo de relación sentimental le introduzca un pañuelo en la vagina. Cabe recordar que el artículo 179 del Código Penal considera violación la introducción de objetos por vía vaginal y está castigado con penas de entre seis y 12 años de cárcel. En estos casos se suele tratar de chicas muy jóvenes, muchas veces adolescentes, y dudo mucho que su consentimiento pese más que la presión del entorno.
Recuerdo que la primera vez que caí en que esto suponía una auténtica atrocidad fue en una entrevista de Jesús Quintero a las Azúcar Moreno. En ella, las hermanas Salazar explicaban que se habían negado a que les hicieran la prueba del pañuelo porque no estaban dispuesta a que una señora les hurgara en una zona tan íntima. Bueno, Toñi lo explicaba con bastante más desparpajo: “perdona, pero hay muchos hombres guapos por ahí como para hacer esa bobada”.
Al parecer, cada vez hay más mujeres gitanas que toman esa decisión y, de hecho, dicen que la prueba empieza a tener más de paripé que de acto real. Pero, aun si esto es cierto, lo que sí que se mantiene es que la honorabilidad de la mujer no le viene dada por sí misma, sino por lo que haya podido hacer —o más bien dejado de hacer— en su vida íntima. Y es que sus actos no solo ponen en juego su honor sino el de dos familias al completo porque de eso precisamente se trata: de una herramienta de control mediante la presión social.
Llama la atención que en los últimos tiempos se hable constantemente de feminismo, pero no se trate este tema. El feminismo hegemónico parece centrado en erradicar los micromachismos y los espatarres en el metro así como en reivindicar el “todos, todas y todes”, declinando los pronombres y los determinantes hasta el absurdo, pero ni una palabra sobre pañuelos.
Ni los que se introducen en las vaginas de las jóvenes ni los que muchas niñas y mujeres son obligadas a llevar sobre sus cabezas. Supongo que hay mujeres que lo llevan por voluntad propia y ante eso no hay mucho que decir, pero mientras que haya la sospecha de que algunas —muchas o pocas, me da igual— lo llevan por imposición, se tendría que luchar contra ello.
El hiyab no es un ingenuo elemento cultural, como se suele defender con cierta condescendencia: el hiyab significa que el cuerpo de la mujer es pecaminoso y que por ese motivo se tiene que cubrir para evitar tentar a los hombres. Y no solo la cabeza, claro, porque el pecado no se detiene en el cabello: las mujeres que llevan hiyab también llevan manga larga y pantalón o falta hasta los tobillos aunque el termómetro marque 40 grados a la sombra. El pañuelo es solo la punta del iceberg de toda la ropa y todas las imposiciones que caen sobre ellas.
A finales de los 90 di clases de español para marroquíes en Rubí. En aquel momento, solo algunas mujeres casadas se cubrían la cabeza con pañuelo, pero ninguna chica soltera ni, por supuesto, ninguna niña. Ahora, en cualquier instituto, la mayoría de crías musulmanas lo llevan. ¿Todas han decidido libremente reivindicar su cultura con el hiyab? Permítanme que lo dude.
Llevamos toda la legislatura dándole vueltas a la llamada ley del solo sí es sí. ¿Dónde está el consentimiento de esas jóvenes, muchas veces menores de edad, para que les introduzcan nada en la vagina? ¿Y el de las jóvenes y niñas obligadas a llevar hiyab? ¿Realmente pueden elegir? ¿Hay mujeres de primera y de segundo y por eso permitimos que se produzcan prácticas aberrantes en nuestro país? En un momento de Carmen y Lola, la fantástica película de Arantxa Echevarría sobre dos gitanas lesbianas, una de las protagonistas estalla: “y es que las gitanas, por no tener, no tenemos ni sueños”. Y yo quiero vivir en un país donde todas las mujeres puedan soñar y hacer lo posible por conseguir eso que desean. Y todas es todas.