La privatización del buen vivir
O cómo el tiempo y la felicidad, elementos vertebradores del ser humano, deberían ser arrancados de las manos del mercado para convertirse en derechos universales
El otro día quedé con un amigo al que no veía desde mi etapa universitaria y me fui bastante revuelto; de hecho, no creo que volvamos a vernos. Es una pena porque fue una persona muy afín y a la que llegué a querer con locura. Sin embargo, después de graduarse empezó a trabajar en el sector financiero y desde entonces bebe una dosis diaria de café con clasismo.
Me contó que tras independizarse con su pareja habían empezado a tener un montón de discusiones, por ejemplo, sobre quién debía hacer las tareas domésticas y cómo lo que venía a continuación eran excusas de ambas partes: utilizaban como arma arrojadiza el poco tiempo disponible y las horas trabajadas de uno contra el otro. Y finalizó diciendo: de modo que para no discutir hemos optado por contratar a una persona para que nos haga todo “eso”, ha sido una decisión liberadora.
No critico el hecho en sí, sino la actitud y el desprecio con el que lo contaba. Con “eso” se refería a todo lo que implica gastar tiempo en lo cotidiano: una carga para la mayoría y el deshacerse de ello, un lujo al alcance de unos pocos. Los ricos lo saben, por eso lo subcontratan. Y de ahí el título de este artículo y la afirmación de que estamos sumidos en la más profunda privatización del buen vivir.
Me dio algo en lo que pensar: la correlación tiempo-capital disponible. Los grandes empresarios, los rentistas, los tenedores de vivienda y las Casas Reales ─por poner algún ejemplo─ no esperan, tienen recursos para evitarlo; por el contrario, las clases populares esperamos para todo: para ir al trabajo y volver a casa, en el transporte público, al pedir una cita médica que nos dan para el mes siguiente, para independizarnos, para poder formar una familia... Esperamos, esperamos todos y cada uno de los días de nuestra vida. De hecho, creo que se nos va la vida en ello; es el precio que nos obligan a pagar. Decía Mujica “no compras con dinero, compras con el tiempo de tu vida que gastaste para tener ese dinero”.
Todo lo que es realmente importante e imprescindible para el ser humano requiere tiempo: por un lado, los afectos (hacia fuera y hacia dentro); por otro lado, la felicidad, porque sí, ser feliz también requiere tiempo. Tiempo para conocerse, para reflexionar, para participar en la vida pública, para desempeñarlo en lo que más nos guste, para disfrutar de los pequeños placeres de la vida y dar rienda suelta a nuestras películas personales.
La sociedad empieza a mostrar los síntomas de la enfermedad que sufrimos desde hace décadas: no tenemos tiempo y eso acaba pasándonos factura. Lejos de los típicos eslóganes trabajólicos que enarbolan el camino al éxito mediante el trabajo duro, la realidad es que no podemos más. Un dato curioso, ¿sabíais que solo un 55% de los españoles dice ser feliz o muy feliz? Esto implica que casi la mitad de nuestro país declara sufrir una cronificación de la tristeza, repito: la mitad de nuestro país. Además, si tomamos los datos del Índice Mundial de la Felicidad, podemos observar cómo en una escala del 1 al 10, España se sitúa en un mediocre 6,4.
Por eso, las próximas batallas ─cultural y políticamente hablando─ deberían ser por la conquista del tiempo y el goce como derechos universales. Los de arriba lo saben, es por eso por lo que su trinchera siempre ha sido mantener el privilegio no solo de la propiedad y el dinero, sino también del ocio y el disfrute. Una persona con tiempo es peligrosa, podría ponerse a reflexionar acerca de su situación personal y la de todo aquello que le rodea, podría organizarse y empezar a pensar que las cosas pueden ser de otra manera, que hay alternativa. Y es que la ilusión es revolucionaria, no hay revolución sin esperanza.
Por lo tanto, siendo conscientes de esta problemática creo que nos iría muchísimo mejor si tomamos como referencia a los grandes filósofos de la antigüedad: los griegos predicaban el desprecio al trabajo debido a su degradación para el hombre libre. Platón y Aristóteles querían que los ciudadanos de sus repúblicas vivieran en el ocio pleno, ya que el trabajo excluía el tiempo libre para la República, así como para velar por lo que verdaderamente importaba, es decir, los asuntos de Estado y los amigos; Cristo, en su sermón de la montaña aclamó “Contemplad cómo crecen los lirios del campo. No trabajan ni hilan”; o cómo Jehová, tras seis días de trabajo descansó para toda eternidad.
Paul Lafarge fue pionero a este respecto planteando el derecho a la pereza, defendiendo en su tesis que las personas deberíamos faenar no más de tres horas diarias, y el resto del día, dedicarlo a los placeres de la vida, pues ese es el fin del hombre y no el trabajo. Porque, ¿quién puede decir que vino a este mundo para ser una pieza, una máquina o aquel que la maneja? Es inmoral reducir al ser humano a un mero factor de la producción tal y como enseña la economía moderna. A este mundo hemos venido a ser felices, a crear cosas bonitas, arte y belleza.
Pues, Paul, tres horas no sé si llegaremos en algún momento a conseguirlo, pero no me parece nada descabellada la propuesta de 32 horas semanales que sobrevuela el panorama político español. Sé que a muchos de los que estáis leyendo esto os asombra y lo veis totalmente inviable, pero gracias a la historia económica puedo contar que en 1880 ya había certezas acerca de cómo la disminución de las horas de trabajo aumentaba más que proporcionalmente la productividad. En 1865 Inglaterra rebajó únicamente dos horas la jornada laboral y diez años después la riqueza nacional se había incrementado un 30%. Actualmente, los informes nos dicen que las empresas en las que se ha implantado esta nueva jornada son más productivas, con trabajadores más motivados, menos absentismo y un crecimiento de sus ingresos medios del 37’5%.
Así que, y con esto ya termino, creo que el mejor resumen de todo lo anterior podría ser la famosa frase “trabajar menos, trabajar todos, producir lo necesario, redistribuirlo todo”.