La prematura muerte de la filosofía
La filosofía atraviesa por una profunda crisis: se encuentra en peligro de extinción académica por su aparente inutilidad.
No es la primera vez que alguien trata de matarla. Desde su sistematización, hace más de dos mil quinientos años, ha sucedido esto. El último intento ocurrió el 7 de septiembre del 2010, cuando Hawking y Mlodinow proclamaron la muerte de la filosofía en El gran diseño. Pero esa afirmación, además de miope y necrofílica, es inconsistente porque la filosofía no ha muerto. En este tiempo se ha mostrado más viva que nunca. La participación de los filósofos en el debate público ha sido incesante y beneficiosa, pero también confusa y dubitativa en algunos casos.
Aunque la pandemia ha sido beneficiosa para la reflexión filosófica, somos conscientes de que la filosofía atraviesa por una profunda crisis y que se encuentra en peligro de extinción académica por su aparente inutilidad. Esta visión ha sido reforzada por la reducción simplista no solo de políticos alérgicos a las humanidades, sino también de un grupo de académicos que, irónicamente, vienen de las ciencias naturales como Weinberg, Krauss y Gell-Mann. Como si la filosofía no tuviera nada que ver ni con ellos ni con sus respectivos campos. Sin embargo, todo esto nos lleva a preguntarnos: si la filosofía se encuentra enferma, ¿cómo podemos revitalizarla?
Para conseguir el antídoto debemos saber cuáles son los males que padece la filosofía actual y esa no solo es una tarea compleja, sino que además tiene una amplia trayectoria que iremos discutiendo paulatinamente. Lo que podemos anticipar es que la filosofía no necesita apologetas ni mártires, pero sí de un trabajo conjunto y sistemático. Uno de esos males es la anemia interdisciplinaria. Hay filósofos que no son interdisciplinarios ni les interesa mezclarse con otras disciplinas, descubrir nuevos métodos o enfrascarse en un diálogo más activo con la biología, la física, la astronomía, etc. Tampoco les interesa relacionarse con las ciencias sociales, que le son más cercanas, por ejemplo, con la sociología o la ciencia política.
Este reducido grupo de filósofos no vive sino para peregrinar tras la obra de sus mártires, convirtiéndose en protectores de una pureza inexistente y en portaestandartes de corrientes filosóficas que más bien parecen sectas. Según Dennett, “se especializan en problemas contemporáneos que surgen en la obra de los filósofos que se especializan en los problemas contemporáneos que surgen en la obra de otros filósofos contemporáneos”. Pero, en realidad, el campo es más amplio de lo que Dennett se imagina porque, aunque cada filósofo tiene el derecho de recorrer y habitar en el mundo que quiera no es posible que todavía se insista, como si pertenecieran a un orden de filósofos secretos, en observar y pensar el mundo de hoy con antiguos enredos filosóficos.
Bunge es más incisivo con ese tipo de filósofos a quienes acusa de exclusivismo filosófico. Sujetos enclaustrados en sus habitaciones, escribiendo, citándose y leyéndose mutuamente, pero alejados del mundo que los cobija. Filósofos desinteresados por el debate y los avances que realizan sus colegas de las diferentes áreas afines. Auto-marginarse de estos debates es el mejor camino hacia la fantasía y anacronismo. En esto coinciden Bunge y Hawking al decir que los filósofos deberían estar mejor equipados teóricamente para ejercer una crítica más productiva y una actividad más fecunda. Conservar el equilibrio entre la seducción de los problemas teóricos y la realidad es vital porque cuando ésta se desborda no tiene contemplaciones ni con las pomposas presuposiciones ni con arrogantes filosofastros.
Tampoco queremos ser “desgraciados pensantes, esa especie que se queja y luego existe”. Aquí no hay melancolía ni pesimismo. Pero debemos considerar seriamente lo que dice Innerarity en Pandemocracia: “cuando se recurre a un filósofo para tratar de hacer inteligible una situación es porque han fracasado antes todos los que eran más competentes para ello”, lo que indica, por un lado, la gravedad de una situación que se ha venido acumulando durante años y el desconcierto actual, y por otro, la necesidad de filosofía en un momento en que el ser humano ha perdido la brújula del sentido común, de la verdad, de sí mismo y la realidad.
A pesar de las debilidades que surgen en torno a la disciplina y de quienes la practican de forma profesional, la filosofía no ha muerto. Bien utilizada es como una chispa en un campo social minado por la represión, el autoritarismo y la desesperanza social, cuya alternativa es libertad, democracia y mayor compromiso social. Hemos visto revitalizarse el debate entre filósofos y científicos sociales antes, durante y después del confinamiento y aunque ha tenido tonos que han ido desde lo lírico hasta lo apocalíptico ha servido para matizar, por lo menos, tres grandes problemas transversales sobre los cuales la rigurosa discusión filosófica es necesaria: la acelerada transformación social, el control y vigilancia, y la efectividad de la democracia y el autoritarismo para la resolución de problemas críticos.