La política como única culpable
Unos y otros olvidamos que la actual clase política surge casi 'ex novo' de la indignación y del clima populista creado a raíz la crisis neoliberal.
Algunos acusan a la política actual y a la denominada clase política de ser la causante de la división y la polarización de la sociedad española. Olvidan con ello que la representación política y los dirigentes políticos en democracia surgen de la elección de los ciudadanos y no por generación espontánea. No es posible tan mala política con tan buenos ciudadanos. Algo falla en el argumento. Se trataría de la misma teoría conspiratoria que en las epidemias ha venido atribuyendo la generación o extensión de las plagas a los hechiceros o a los sanitarios, a los cristianos o bien a los judíos, a los extranjeros y a los pobres de solemnidad, buscando entre ellos un chivo expiatorio de la culpa.
Gracias a la educación y el desarrollo social hemos garantizado que hayan sido minoritarios en España los que han cuestionado la ciencia, a los técnicos y a las organizaciones internacionales como la OMS. Porque minoritarios siguen siendo los que, siempre desde el sectarismo, descalifican aún hoy a Fernando Simón. Sin embargo, no se puede decir lo mismo con respecto a la política o al Gobierno como eternos culpables, con aquello tan manido de piove, porco goberno.
Es verdad que la lógica de la confrontación de la oposición frente al Gobierno, y no el Gobierno de la mayoría, forma parte esencial de la legitimidad de la democracia, como la legitimidad dinástica ha sido el núcleo del antiguo régimen.
También que la polarización del modelo bipartidista se ha constituido en la lógica de la normalidad democrática en España desde la Transición, en una evolución tardía pero casi mimética de la representación política europea de postguerra.
El problema pues no es la norma de la oposición política, sino el exceso y el contexto. El problema que hoy se denuncia desde la buena voluntad o desde el interés antipolítico, y que es particularmente preocupante, es la degradación de la oposición en un antagonismo cainita y en la crispación política.
Se hace además en medio de una crisis sin precedentes como es la pandemia del covid-19 que justificaría, por el contrario, la atenuación de los conflictos partidistas y una colaboración y una unidad imprescindibles, que serían sin embargo anómalas en condiciones de normalidad democrática.
Una polarización y el partidismo trasciende la política a los medios de comunicación y a la sociedad española. Por eso se argumenta que son los políticos los que trasladan peligrosamente sus querellas a la sociedad civil. Con ello se continua en una de visión y oposición falsas, entre una ciudadanía predispuesta a entenderse pero contaminada por la crispación, la polarización y la división partidista, de la que las tribunas de los medios de comunicación se verían obligadas a hacerse eco por mor del pluralismo y el bien común.
Con ello, de nuevo el prejuicio antipolítico que separa artificial e interesadamente al representante de los electores. Sin embargo, si algo es evidente en la España de los últimos años, es la íntima relación entre la crisis económica y social y la crisis de la hasta entonces representación política bipartidista y del modelo de Gobierno monocolor.
Porque el motor de esta última crisis han sido el malestar social provocado por los recortes y privatizaciones, y la crisis de confianza en la política, derivada de la impotencia de las instituciones democráticas frente a la crisis y la complicidad con la extensión de la desigualdad, la pobreza y la corrupción. En resumen, la indignación.
Es entonces el populismo, como expresión política de la indignación, el que ha volatilizado la representación bipartidista y su denominada casta política, tornada ahora en representación multipartidista, y la que ha ampliado la antes llamada geometría variable parlamentaria en una nueva e inédita gobernanza de la complejidad.
Su culminación necesaria ha sido la mayoría de investidura y la coalición progresista de Gobierno. Como también lo ha sido el salto en el vacío del nacionalismo, primero del independentista y últimamente del españolista de la extrema derecha.
La sociedad líquida, hoy en transición del modelo productivo al de consumo digital, ha servido de corriente de fondo para amplificar en las redes sociales la lógica binaria sobre la dialéctica, el relato frente a la historia, el personalismo frente al proyecto político y la imagen de marca y el gesto frente al contenido programático. En la hipérbole del confinamiento obligado por la pandemia, se han generalizado en la red las cuentas falsas, los bots, el troleo, la mentira, el insulto y el acoso al adversario, hasta un límite inadmisible.
En esta guerra de guerrillas de todos contra todos, deja también a una parte de los medios de comunicación y de la profesión periodística, víctimas de la polarización social y la guerra sucia en las redes, el menguante espacio del alineamiento político editorial clásico y al tiempo el mensaje de la denuncia de la crispación de las fuerzas políticas, de la que solo se salva in extremis Ciudadanos, atribuyendo por el contrario las virtudes políticas clásicas de la templanza y la prudencia casi en exclusiva a la ciudadanía.
Una simplificación que, sin embargo, no tiene en cuenta ni el origen profundo ni a los protagonistas concretos de la crispación política. Una comunicación para narcisos surgida de la crisis de los medios y la indignación que trata al ciudadano como al cliente que siempre tiene la razón, y que se configura una parte más del clima populista, en el que no hay espacio para distinguir la buena de la mala política.
Al parecer, unos y otros olvidamos que la actual clase política surge casi ex novo de la indignación ciudadana y del clima populista creado a raíz del malestar social y la crisis de confianza en la política tras la crisis neoliberal y la respuesta austericida. Y que por tanto, la nueva crisis de la pandemia, si bien de origen totalmente diferente, puede alimentar como consecuencia, además de la grave crisis socioeconómica que sufrimos, una crisis política añadida de la democracia con efectos multiplicadores de la crisis anterior y con un único beneficiario: la indignación capitalizado por la extrema derecha populista y su cada día mayor influencia en las áreas de Gobierno.
A lo largo de la pandemia, está lógica de la confrontación le ha permitido al bloque de las derechas, espoleadas por la extrema derecha populista, ensañarse con la gestión del Gobierno central, dejando con ello al margen los interrogantes globales del modelo de globalización industrial, turístico y de movilidad, las flaquezas del sistema sanitario como consecuencia de sus políticas de austeridad frente a la recesión y sus responsabilidades en gestión compartida de los servicios públicos por parte de los diferentes gobiernos de las comunidades autónomas.
Entre tanto, la izquierda sigue atenazada entre el pragmatismo y el populismo tanto en la mayoría de investidura como en su política de alianzas con Ciudadanos y en sus relaciones dentro de la coalición de Gobierno. De hecho, sus principales aciertos han estado en el carácter social de su respuesta a la crisis económica y social de la pandemia, como la generalización de los ERTEs o la renta mínima frente a la pobreza, mientras sus debilidades siguen estando en el flanco populista del relato bélico y la sobreactuación de la comunicación pública de la evolución de la pandemia.
Parecería que ahora, en la fase de desescalada, con el fin del Estado de Alarma, ya no habría siquiera excusas para agravios reales o imaginados. Se abriría con ella a una oportunidad de oro para la cooperación, el diálogo político, el Gobierno compartido y la responsabilidad en el fin de lo más duro de la pandemia, en la contención del virus y la recuperación de la economía.
Pero como era de esperar, el clima populista se sigue imponiendo y ha ocurrido lo contrario: la mayoría de investidura se ha mostrado inestable y su política de alianzas coyuntural, incapaz de conciliar el principio del deseo y la realidad. En la derecha la oposición de confrontación ha dado paso a la subordinación a la estrategia de desobediencia del estado de alarma, la desestabilización y la sustitución antidemocrática del Gobierno por parte de la ultraderecha.
La conclusión es que si unos y otros al calor de la indignación creamos el caldo de cultivo de la política populista, unos y otros podemos seguir culpando a la política o, como yo creo, podemos y debemos intentar mejorarla.