La perennidad del antisemitismo
El 28 de enero de 1944, en uno de sus diarios, George Orwell escribe lacónicamente lo siguiente a raíz de una reflexión que realiza a propósito de Ezra Pound, poeta estadounidense que se había decantado, ominosamente, por el bando fascista, antes y durante la Segunda Guerra Mundial (tras la guerra se le hizo pasar por loco para que evitara ser condenado a muerte, pero todo apunta a que en el fondo mantuvo sus enquistadas convicciones hasta el final): "el antisemitismo no es una doctrina sencillamente propia de una persona madura". La referencia de Orwell a la madurez resulta esencial, porque se refiere con ella, única y exclusivamente, a la madurez intelectiva, que es la que nos permite no caer en la comodidad de los prejuicios, que son lo contrario a un pensamiento fértil, lo contrario al respeto y la tolerancia.
Se suele considerar que el antisemitismo contemporáneo nace en el año 1879, cuando Wilhelm Marr, un resentido político prusiano, crea una liga antisemita. El término semita, asimismo, aparece como neologismo en 1781, en tanto forma de referir un conjunto de lenguas emparentadas entre sí; aunque no se tardará demasiado en dirigir el sentido de la palabra hacia la idea de raza, en tanto raza semítica, en clara contraposición a la raza aria. Por supuesto, la primera se considerará inferior a la segunda. ¿Esto significa que con anterioridad al siglo XIX el antisemitismo no existía? Se estima que las persecuciones y desprecios doctrinales y populares a los judíos tienen, al menos desde sus etapas más antiguas, una base eminentemente religiosa: la Iglesia, desde sus orígenes, culpó, por un lado, al pueblo judío de la muerte de Jesucristo y, por otro, consideraron también que con su llegada el judaísmo ya no tenía función ni sentido. De esto no se puede desprender que la Iglesia apoyase y desarrollase directamente el antisemitismo tal y como lo conocemos, sino que el discurso expresado por ella a lo largo de los siglos resultó un importante acicate a cuyas consecuencias no puede sentirse ajena.
La primera mitad del siglo XX fue la encargada de poner sobre la mesa, ante los ojos del mundo, las montañas de cadáveres producidas por el nazismo, amén de los otros muertos generados soberbiamente por otras ideologías no menos letales e incomprensibles. Una de las consecuencias de Auschwitz, pensó Theodor Adorno, fue que la poesía ya no era posible, a lo que Mark Strand añadió, más adelante, que tampoco se podría comer después de aquello. Por desgracia, a día de hoy, los campos de concentración y las cámaras de gas no parecen ser más que una nebulosa pretérita, un cliché vacío sobre la vileza humana, un acontecimiento considerado por la mayoría de la población como acabado. Y tenerlo en esta consideración supone que los miembros de las sociedades democráticas relajen sus posturas y atenciones ante el fenómeno por considerarlo casi extinto, marginal: nunca ha habido tanta poesía ni tantas ganas de comer.
Era Francia la que hace unos días advertía con preocupación del auge de los actos contra los miembros de la comunidad judía en su territorio, actos que van desde el insulto y la amenaza más elemental hasta la violencia y la profanación. En este clima de erupción racista, por ejemplo, el filósofo Alain Finkielkraut fue objeto, por parte de algunos miembros de los chalecos amarillos, de un despreciable granizo de ofensas por su condición de descendiente de judíos. El espectáculo es tan bochornoso que no lo sería tanto si fuésemos capaces de tener grabados en vídeo las acciones perpetradas contra judíos, personas negras o inmigrantes que carecen de la relevancia pública del filósofo francés: si vemos estas manifestaciones racistas en las esferas más altas y mediáticas, qué no habrá en los recovecos más inaccesibles de nuestras calles.
Nada hace prever que el problema del antisemitismo y del racismo se vaya a desinflar en los próximos años, porque se ve alentado por las crisis políticas y sociales que minan la moral de los ciudadanos de las democracias occidentales: el prejuicio es un sólido refugio para el odio y las frustraciones, y ofrece además el consuelo de crear un enemigo concreto al que hacer frente. Por este motivo hay que denunciar y escribir y hablar en público sobre esta desagradable deriva, que es un síntoma inequívoco de que las cosas se están poniendo peor de lo que esperábamos, porque la gente está mirando al pasado para tomar lo peor de él, y no al presente.
La falta de madurez que señalaba Orwell en Ezra Pound es la que da lustre y firmeza a las más aberrantes concepciones del ser humano. Porque enjuiciar a una persona por el color de su piel o por su credo, así como por su sexo u orientación sexual, solo demuestra una pasmosa falta de educación y una desmesurada soberbia. Es decir, dos cosas que el mundo no necesita.