La paradoja de las clases sociales (2)
Elecciones, protestas y la ecuación narrativa en el Cono Sur.
En sus discursos, los políticos progresistas asumen que la igualdad es siempre un factor deseado por la mayoría de los pueblos. Se equivocan (vamos a repetir algo en lo que venimos insistiendo hace muchos años): lo es cuando los países están en crisis económica. Entonces, el deseo social predomina sobre los instintos más primitivos del individuo. Cuando los países han logrado alguna estabilidad y crecimiento en base a la igualdad y a la moderación social, el individuo va detrás de su mayor deseo: el éxito individual. Toda idea de éxito se define en términos sociales, y el más común de los éxitos concebibles en las últimas generaciones se mide y se experimenta en relación a la posición relativa que ocupa un individuo en la pirámide socioeconómica: es decir, dinero y notoriedad, es decir, desigualdad. Pero como no todos son Einstein o Bill Gates, es necesario echar mano a recursos de fe en ciertos grupos con delirios de superioridad: la raza, la clase social, la nación, la bandera, la tribu, la empresa, etcétera.
Entonces, empiezan las explicaciones de mi fracaso: “la culpa es de los inmigrantes pobres”, “el gobierno me roba redistribuyendo mis impuestos”, “todo lo que he logrado lo he hecho yo solo”. Obviamente, existen los trabajadores sacrificados y los holgazanes, pero ese es un factor universal que no cambia la ecuación narrativa que intentamos entender ahora. Empecemos por entender que todo sistema económico es un sistema de redistribución de riqueza. Unos redistribuyen para beneficiar a unos pocos y otros a unos muchos.
El equilibrio en la distribución de parte del producto social es una política conveniente por muchas razones. Según varios estudios, las desigualdades causan depresión en sociedades desarrolladas, como Europa, cuando el individuo se percibe (en términos económicos y de prestigio) muy por debajo de la media. Por otro lado, otros estudios cuantitativos demuestran que a mayor desigualdad mayor criminalidad (dejemos de lado que las desigualdades son violencia per se). En Estados Unidos existe una proporción directa entre desigualdad de ingresos y los homicidios cuando se compara las estadísticas de cada uno de los cincuenta Estados. Más allá de los factores culturales que importan, lo mismo ocurre en Europa y en otros continentes. América latina es la región mundial más desigual del mundo y es, también, la que sufre los índices de homicidios más altos. Esto es una constante histórica, aunque en la primera década del siglo XXI la desigualdad disminuyó para volver a incrementarse recientemente. Incluso dentro de esta región, los países más desiguales (América Central, Caribe) son los más violentos, más que los países menos desiguales (Cono Sur, Cuba).
Pero en América latina también hay dos notables excepciones: Chile, un país rico y con notorias desigualdades, no tanto en los ingresos de la clase media sino en los servicios básicos en general (sólo el índice GINI no es suficiente para explicar estos fenómenos; otros como el índice Atkinson, explican mejor el problema), tiene una tasa de criminalidad baja, mientras que el país más equilibrado de América Latina, Uruguay, ha experimentado un ascenso en la criminalidad. Estas excepciones a la regla mundial se pueden explicar de muchas formas como, por ejemplo, el aislamiento geográfico de Chile y la fuerte influencia del crimen organizado regional por una frontera permeable (gran parte de los homicidios son entre los mismos miembros del crimen organizado) en Uruguay.
El equilibrio social y la redistribución de los beneficios previene, además, de estallidos sociales, desde la Revolución francesa hasta los más reciente de Chile y Ecuador. Pero no previene de la inconformidad. Los progresistas uruguayos cometen un error cuando confían en que un discurso en favor de la igualdad y la redistribución de los ingresos es suficiente para ganar elecciones. Por el contrario, en este momento tiene un efecto opuesto para muchos.
Luego de la masiva crisis producida por la ola neoliberal de los 90, las políticas progresistas en Uruguay han logrado reducir la pobreza y la indigencia a mínimos históricos en todo el continente. Incluso en un contexto regional negativo de recesiones y brutales conflictos sociales (Brasil, Argentina, ahora Chile), ha logrado mantener una economía en permanente crecimiento (con un 4% de promedio anual) durante quince años y pese a una población estable y envejecida (Australia supera este período sin recesión debido a su permanente flujo de inmigrantes en edad productiva); ha logrado universalizar el acceso a internet y desde 2006 ha sido capaz de proveer a todos sus estudiantes en edad escolar de una laptop, extendiendo más tarde ese beneficio a los jubilados. El ingreso per cápita se ha ubicado en el punto más alto de toda América Latina, al tiempo que es el país con la clase media más grande del continente; ha logrado (o está en el proceso de) descentralizar su universidad gratuita, proeza ya centenaria que iguala las oportunidades de desarrollo de sus ciudadanos jóvenes, sean ricos o pobres.
Ha fallado en reformas más radicales en educación y no ha logrado resolver el problema de la criminalidad la que, pese a todo, es la misma que tiene hoy Miami y está muy por debajo de muchas ciudades que algunos de sus visitantes admiran de Estados Unidos como país “seguro”. Ha fracasado en su intento de cambiar el carácter triste de los uruguayos, característica que se arrastra desde hace un siglo atrás, probablemente herencia de cierta inmigración.
En el caso chileno ya analizamos, un mes antes del estallido social, sus problemas de inestabilidad debido a las desigualdades promovidas por su modelo económico. Lo mismo en el caso de Argentina, solo que años antes: la clase media y asalariada busca “el éxito” (la desigualdad) cuando ha alcanzado cierta estabilidad y vota por la igualdad y el equilibrio cuando el país ya se encuentra en una nueva crisis, económica y social.
Cuando las sociedades se encuentran estabilizadas y hasta prosperas, los individuos comienzan a compararse con los demás. Y quieren más. Es humano y comprensible. El problema es cuando, desde un punto de vista meramente psicológico, el individuo cuyo país no se encuentra en crisis siente que él se merece una mejor suerte que la de su vecino. Entonces, el individuo no vota por la igualdad sino por la desigualdad, es decir, por ubicarse por encima del resto. Sin embargo (mucho menos en un país con una tradición como Uruguay) nadie reconoce que está contra la igualdad. Ni siquiera a sí mismos. En su lugar, procede con lo que en psicología se llamaría un “desplazamiento”: busca otras razones, sean reales (como el problema de la criminalidad) o sean ficticias (como el discurso de un candidato militar vinculado a torturadores de la pasada dictadura de “luchar contra la corrupción”, lo cual es una broma histórica de mal gusto).
La igualdad en los derechos es un principio casi universal desde hace un par de siglos, poco tiempo en términos históricos. Por su edad, y solo como concepto, es la hermana menor de la libertad, como deseo. Pero sin igual-libertad no existe la justicia social y sin justicia no hay libertad posible que se sostenga en el tiempo.