La pacífica convivencia
Han pasado ya unos días desde la sobreactuación dominguera, teñida de rojo y gualda, en la madrileña plaza de Colón. Se templan los ánimos, algo muy conveniente para intentar llevar a cabo un análisis más sosegado.
Vaya por delante que la ocurrencia del non nato relator de marras me pareció no solo eso, una ocurrencia, sino algo mucho más serio y grave, en tanto que, como se ha dicho, suponía asumir por parte del Gobierno el marco político en el que los independentista quieren situar el debate, el de una España no democrática que necesita ser tutelada por algún mediador para resolver sus problemas territoriales internos. Lo dicho, un grave error que por venir de quien viene resulta injustificable.
Pero cuando un error de esas magnitudes provoca una reacción desmedida, carente de toda proporción, entonces esa equivocación empieza a parecer menos importante, porque toda la atención recae ahora en la desmesura de la reacción, que de tan desmesurada, asusta.
Por eso, Pedro Sánchez (no el Presidente del Gobierno de España, sino Pedro Sánchez) ha vuelto a dar muestras de manejar a la perfección su "manual de resistencia", al obtener, cuando parecía que todo estaba perdido, un gran triunfo, nada menos que en la Plaza de Colón de Madrid, el lugar en el que las derechas de este país celebran sus aquelarres.
La situación, con todo, no llama al optimismo, porque más allá de la partida partidista que unos y otros estén jugando, lo que verdaderamente está en juego, y lo que como ciudadanos nos debería preocupar, es el gobierno de este país, o, mejor dicho, el propio sistema democrático, que, para encontrarse sano, precisa que la escena política no esté protagonizada por irresponsables, ingenuos, populistas o nacionalistas rabiosos de uno u otro signo, incapaces de ver más allá de sus constipadas narices.
Un Estado democrático pleno, como lo es el nuestro, por más deficiencias o insuficiencias que tenga, como las tienen todos los que lo son, por cierto, para mantenerse en pie precisa que la centralidad política domine el escenario, porque en ella caben las discrepancias, las visiones diferentes, justo lo contrario de lo que caracteriza a la ceguera propia de los sectarios que ansían la aniquilación del contrario.
La España democrática que nace con la Constitución de 1978 ha demostrado en estos cuarenta años de vida que es fuerte, entre otras cosas porque ha sido capaz de construir un entramado institucional, a cuyo servicio se encuentran numerosos empleados públicos que, excepciones al margen, han demostrado un grado de profesionalidad e independencia encomiables. Ha resistido los terribles embates del terrorismo, las heridas de la depresión económica, del desempleo, de la corrupción, etc. Las instituciones, siempre necesitadas de mejora, resultan imprescindibles para hacer posible la realización (siempre imperfecta) del ideal democrático. Y aunque son necesarias en todo momento, resultan absolutamente insustituibles en momentos de zozobra, como los actuales.
Pero al frente de las instituciones se encuentran personas, algunas dotadas de un alto grado de responsabilidad. Y si esas personas no son capaces, porque solo pueden pensar en su partido o, peor aún, en ellas mismas, de asumir con responsabilidad el papel que les corresponde, entonces, inevitablemente, la institución sufre, y con ella, la propia democracia.
Sin juzgar sus intenciones, Pedro Sánchez, como Presidente del Gobierno, cometió un error grave al aceptar la figura del dichoso relator, porque no fue capaz de entender que el Gobierno de España, el legítimo (sí, legítimo) Gobierno de un Estado democrático, no puede arrojar ni una sola sombra de duda sobre este último hecho, es decir, que España es un Estado democrático, y que en un Estado democrático, con toda su dignidad, la solución de un problema interno no se somete a la mediación de ningún relator carente de toda legitimidad democrática, sino que, por el contrario, se afronta en el seno de las propias instituciones democráticas, y muy especialmente en el Parlamento. Por supuesto que hay que hablar, negociar y tratar de encontrar soluciones al problema catalán, pero sin poner ni un solo momento en cuestión que se está hablando, negociando y tratando de encontrar soluciones en un Estado democrático, con sus instituciones, que funcionan. Lo demás, el maldito relator, es desenfocar por completo la solución del problema.
Frente al grave error de Pedro Sánchez, a Pablo Casado y a Albert Rivera no se les ocurrió nada mejor que envolverse en la bandera de España, que pertenece a todos, y convocar al aquelarre de la Plaza de Colón para leer un manifiesto plagado de exageraciones, de desmesura, en el que se habla de "la traición perpetrada por el Gobierno de España en Cataluña", de la "humillación del Estado sin precedentes en nuestra vida democrática", "de la puñalada por la espalda a la ley y a la justicia" dada por el Gobierno de España, y en el que se invoca, hasta el hartazgo, a la convivencia, a la democracia y al pueblo.
Si analizamos por orden inverso estos tres últimos términos solo podremos llegar a la conclusión de que quien apela tanto al pueblo suele ser un "populista" (es decir, alguien que se arroga la facultad de expresar la voz del pueblo, como si fuera un sacerdote que expresa la voz de dios); quien se llena tanto la boca de la palabra "democracia", pero no reconoce la legitimidad del Gobierno presente, desconoce, en realidad, cómo funciona nuestra forma de gobierno parlamentario; y quien dice preocuparse tanto por la convivencia, con actos como el del domingo contribuye de manera burda a destruirla.
Pedro Sánchez, Pablo Casado y Albert Rivera ostentan altas responsabilidades en estos momentos, y quizás también en un futuro próximo. Por el bien de todos, convendría que las asumieran. El primero, asumiendo que su principal tarea no es resistir a toda costa, sino gobernar con sentido de Estado. Y los dos últimos ejerciendo la legítima oposición al Gobierno, pero sin olvidar también que su principal responsabilidad es contribuir a la constante construcción de un sistema democrático en el que la pacífica convivencia de todos los ciudadanos es el bien más preciado.
Y nosotros, las ciudadanas y ciudadanos de este país, también tenemos que asumir nuestra propia responsabilidad, dejando claro a quienes nos gobiernan o aspiran a gobernarnos que si piensan, sobre todo, en su partido o en ellos mismos, dejan de pensar en nosotros, que podemos ser de uno u otro partido, o, en su mayoría, de ninguno.
El independentismo, que se burla de la democracia y el Estado de Derecho, y los nacionalismos y populismos de uno y otro signo dominan la vida política española hoy en día. Urge recuperar la mesura, el sentido de Estado, el protagonismo de las instituciones en el debate público, en definitiva, la centralidad democrática a la izquierda y a la derecha del tablero político, con el fin último de seguir garantizando la convivencia pacífica entre quienes habitamos este pedazo de tierra llamado España. Si una mayoría de ciudadanos lo tenemos claro, pese a los empellones que día a día padecemos para desviarnos de ese sendero a fin de transitar el del ciego sectarismo, cuando llegue el cercano momento crítico, el electoral, solo los partidos que nos ofrezcan ese perfil mesurado, a izquierdas o derechas, obtendrán un buen resultado. Y si no fuese así tendríamos un serio problema que podría afectar a nuestra pacífica convivencia. Conviene que seamos conscientes de lo que nos jugamos.