La 'nueva normalidad' también traerá una nueva fiscalidad
El Gobierno pone el foco en el aumento de la progresividad del sistema tributario, pero básicamente lo hace por la parte de arriba.
Son muchas las noticias acerca de cómo el Gobierno está pensando incrementar los impuestos para afrontar los costes de la crisis y financiar el gasto público en la fase post-covid-19, también conocida como ‘nueva normalidad’. Día tras día, se conocen nuevos datos de las propuestas de cambio en materia de fiscalidad y también de las rectificaciones y desmentidos de informaciones anteriores. Hasta que estas medidas no estén en el BOE, negro sobre blanco, es difícil analizar con profundidad su configuración e impacto, no sólo por la falta de detalle de las propuestas sino también por la volatilidad de algunas de ellas.
El nuevo impuesto que ha llamado más la atención es el conocido como ′Impuesto a las grandes fortunas’ propuesto por Podemos. Se trata de una figura impositiva recurrente en tiempos de crisis, con la que se quiere dar a entender que aquellos pocos que tienen mucho no contribuyen lo suficiente a las necesidades del gasto público. Dejando al margen el debate ideológico, es necesario abordar este impuesto desde la objetividad de los números y de la efectividad de la medida. A nadie se le escapa que la capacidad de crear riqueza de estas grandes fortunas, bien gestionadas, puede ser mucho más beneficiosa para la economía que su simple sustracción por parte de la Hacienda pública. Además, si el objetivo es gravar los patrimonios de las personas físicas, para lo cual ya existe un impuesto gestionado por las Comunidades Autónomas, le auguro un limitado recorrido al impuesto ya que una parte de esos patrimonios están invertidos en la economía productiva y el resto pueden ‘colocarse’ fácilmente bajo otras formas jurídicas e, incluso, jurisdicciones. Por consiguiente, la cifra prevista de recaudación de 13.000 millones de euros me parece poco realista.
En relación con el Impuesto sobre la Renta, en primer lugar se propone la subida de dos puntos del tipo marginal máximo para las rentas desde 130.000 euros, y cuatro puntos para las rentas a partir de 300.000 euros. Siempre es bueno recordar que, de acuerdo con la Constitución española, nuestro sistema tributario tiene que ser progresivo, es decir, que aquellos que más tienen o ganan más deben contribuir al sostenimiento del gasto público. Actualmente, el IRPF tiene cinco tramos impositivos en función de los ingresos de los contribuyentes, estableciendo tipos impositivos incrementales para cada tramo, desde el 19% para aquellos que ingresan menos de 12.450 euros anuales, hasta el 45% para los que ingresan más de 60.000 euros al año. Con esta propuesta, ciertamente se aumenta la progresividad por la parte alta, ya que aquellos que más ganan tendrán una mayor tributación, sin embargo, se echa en falta una rebaja de los tipos de los tramos inferiores, correspondientes a aquellos contribuyentes con menores ingresos y que peor lo van a pasar este año, con lo que se conseguiría una mayor y más justa distribución de las cargas del impuesto.
También se propone otra subida de cuatro puntos sobre el tipo máximo que se aplica a las rentas del ahorro en el IRPF, pasando del 23% al 27%. Todos aquellos que tienen ahorros saben que su rentabilidad en los últimos años ha caído de forma importante y, a la vista del actual escenario económico, ni los intereses de las cuentas y depósitos bancarios, ni los rendimientos de los fondos de inversión, no parece que vayan a cambiar de tendencia en 2020, más bien lo contrario. De modo que, aunque se aumente su tributación, difícilmente se va a transformar en un incremento significativo de la recaudación asociada. En cambio, subir el gravamen de estas rentas, en unos momentos en los que disponer de las mismas puede considerarse el principal salvavidas ante los problemas económicos que vienen, se puede ver como una penalización excesiva para los ahorradores.
Respecto al anuncio de imponer un tipo mínimo del 15% en el Impuesto de Sociedades, que sería del 18% para la banca y las petroleras, es cierto que los tipos reales que las empresas terminan pagando por este impuesto pueden ser bastante inferiores a los tipos nominales previstos en la norma, existiendo importantes diferencias entre las cuotas que pagan las empresas en función del conjunto de beneficios fiscales que se pueden aplicar. En este sentido, parece acertado establecer un tipo mínimo igual para todas las empresas que evite desigualdades y posibles problemas de competencia, a la vez que también garantice unos ingresos estables para la Hacienda pública. Además, esta medida está en línea con la propuesta por la OCDE de establecer a nivel mundial tipos impositivos mínimos iguales para todos los países para evitar el dumping fiscal. No obstante, al tratarse de un año en el que los beneficios empresariales caerán de forma importante, la capacidad recaudatoria de estas subidas será más bien limitada.
Sobre la famosa ‘tasa Google’, hace pocos días que la OCDE ha anunciado el retraso de la entrada en vigor de su propuesta de impuesto mundial sobre servicios digitales, que permitiría una única recaudación y redistribución de los beneficios de las multinacionales que operan en Internet mucho más justa a nivel global. Es evidente que la actual situación de pandemia complica las habituales dificultades para llegar a un acuerdo internacional de esta magnitud. En cualquier caso, ningún Estado tiene porqué renunciar a su soberanía para establecer y liquidar los tributos que considere necesarios para mantener su gasto público, y menos ante unas empresas con colosales beneficios, las cuales eluden el pago de impuestos en los países donde residen sus usuarios finales por el hecho de operar por Internet y no disponer de establecimientos. Tampoco las amenazas de Trump tendrían que amedrentar la voluntad del Parlamento español, y más teniendo en cuenta que el presidente norteamericano no tendrá fácil la reelección en noviembre de este año. La fiscalidad de la nueva economía es una asignatura pendiente y mientras no lleguen los acuerdos internacionales, a los estados no les cabe otra que tomar medidas por su cuenta, aunque sean temporales, por eso creo que este nuevo impuesto verá la luz antes de finalizar el año, a la espera de que la OCDE o la Unión Europea tomen cartas en el asunto.
En cuanto a la ‘tasa Tobin’, se propone gravar con un 0,2% la compra de acciones de sociedades españolas cotizadas y con capitalización bursátil superior a 1.000 millones de euros, siendo los obligados al pago de la misma los intermediarios financieros que ejecutan las órdenes de compraventa. Con este impuesto, se obligará a tributar operaciones que hasta ahora no quedaban sujetas cuando los intervinientes no disponían de residencia en el Estado español, ya que a partir de su aprobación se tendrá en cuenta exclusivamente el domicilio de la empresa cotizada. Es cierto que este nuevo coste podría ser un freno para futuras operaciones, pero se considera que fundamentalmente sólo desincentivará las operaciones meramente especulativas. Teniendo en cuenta la volatilidad de los valores de la bolsa española y la marcha de inversores hacia otros valores o activos considerados más seguros, parece muy difícil alcanzar la previsión del Gobierno de recaudar 850 millones de euros, situándose en la actualidad en la mitad de esa cuantía.
También se propone gravar con un 15% los beneficios no distribuidos de las Socimis, que son aquellas sociedades con una cartera de inmuebles dedicados al alquiler, las cuales están obligadas a retribuir anualmente a sus accionistas con el 80% de los beneficios obtenidos, quedando los mismos exentos en el Impuesto de Sociedades. Con este nuevo impuesto, se pretende precisamente que estos beneficios que no se reparten a los accionistas pasen a tributar, resultando en la práctica un gravamen muy parecido al tipo mínimo propuesto para el Impuesto de Sociedades. En este caso, no sería criticable el hecho de someter a tributación unas sociedades que hasta ahora han disfrutado de una total exención, ni tampoco parece que se vayan a perjudicar a los accionistas quienes podrán mantener sus expectativas de obtención de rentas. Otra cosa será si se mantienen sus ingresos ante las dificultades que muchos inquilinos tendrán para hacer frente al pago de las mensualidades en este escenario de crisis.
Por último, se ha anunciado que de momento se desestima la aplicación del llamado ’Impuesto al diésel’ mediante el cual se querían eliminar las bonificaciones de las que disfruta el diésel y equiparar su tributación a la del resto de carburantes. Sin duda, el impacto de la crisis sobre el sector del automóvil, con una total parálisis de la fabricación y venta de vehículos en nuestro país, ha obligado a aparcar esta medida para no perjudicar aún más la necesaria recuperación de un sector estratégico para nuestra economía y que, además, iría en dirección contraria al plan de recuperación del sector, el cual contempla ayudas directas para fomentar la compra de vehículos la mayoría de los cuales siguen llevando motores diésel y gasolina.
Con todas estas propuestas de reforma fiscal, el Gobierno ciertamente pone el foco en el aumento de la progresividad del sistema tributario, pero básicamente lo hace por la parte de arriba mientras que se mantiene igual para los que tienen menos ingresos. Por tanto, se consigue que los que más tienen o ganan paguen más pero, al mantener la imposición sobre aquellos que tienen pocos ingresos y que peor lo van a pasar, el reparto final de las cargas tributarias dependerá de la efectividad de los nuevos impuestos. En cuanto al aumento de la recaudación de todas estas medidas, la mala situación de la economía, con caídas acentuadas de la facturación y de los beneficios de empresas y autónomos, junto a la previsible búsqueda de alternativas legales por parte de los contribuyentes afectados para eludir su pago, no permiten compartir el optimismo de las previsiones de ingresos del ejecutivo. No obstante, viendo la bajada de la recaudación y la subida del gasto público, todo nuevo ingreso, por limitado que sea, será muy bienvenido por unas arcas públicas exhaustas y en permanente desequilibrio.