La memoria eres tú
Un guion que terminó por convertirse en una novela.
Hay historias que no pueden o no saben permanecer encerradas. Igual que algunos secretos, igual que algunas mentiras… Aún no sé si esta historia me esperaba a mí o yo a ella. A veces quiero creer que nos encontramos los dos a medio camino de ninguna parte: Perdidos y necesitados. Yo tenía que ayudarla a encontrar su final y ella tenía que ayudarme a encontrar mi principio. Y creo que los dos cumplimos. Porque ella se ha convertido en toda una novela y yo empiezo a sentirme todo un escritor.
Recuerdo estar en clase de guion, hará unos siete u ocho años, y tener que decidir sobre cuál sería mi proyecto final. ¿De qué trataría mi historia? ¿Cuál era mi punto de vista? ¿Qué es lo que quería contar y por qué? Demasiadas preguntas… Sobre todo cuando había una que me rondaba la cabeza y no me dejaba pensar con claridad: ¿Qué estaba haciendo yo allá? ¿Me había equivocado? La gran mayoría de los que me rodeaban eran más jóvenes. Estudiantes al fin y al cabo. Y yo había dejado mi trabajo, mi propia empresa de comunicación, por un sueño casi infantil. Y digo infantil no por inocente o efímero, sino porque desde que soy un niño siempre he soñado con inventar historias. Al final, cuando ves que pasan los años y ese sueño no se diluye con el tiempo, tienes que tomar una decisión. Porque puedes ignorar muchas cosas en la vida, pero nunca a ti mismo.
Nació la idea. Mi guion iba a tratar sobre un anciano viudo al que desahuciaban de su casa y entonces era acogido por unos universitarios que vivían en la puerta de enfrente. Un día nuestro profesor nos puso un ejercicio simple. Jamás imaginé que aquello acabaría por darle un vuelco a mi historia y a mi vida. El ejercicio consistía en alejarnos de nuestra “zona de confort”. Así pues, al que tenía una película futurista le obligaba a plantearla de época. Al que se iba al espacio le obligaba a hacer un western. El que tenía una comedia tenía que hacer un drama. Y así sucesivamente. ¿Y a mí? A mí me preguntó quién era ese anciano y cómo había sido su vida. Me fui a casa. Y pensé en mi abuelo. En sus recuerdos y sus historias de los domingos. Y le añadí, a eso que de por sí ya era picante, más wasabi. A la semana siguiente, un martes como cualquier otro, aparecí en clase con un folio y un solitario párrafo en el centro.
Aquella iba a ser mi historia. La del anciano. La de mi abuelo bañado en wasabi. Lo tuve claro desde el momento que cerré esas ocho líneas en helvética tamaño 12. Lo supe porque me lo dijeron mis propias tripas. Mi sonrisa bobalicona al leerlo y releerlo. El bello erizado de mi brazo. Escalofríos, excitación, impaciencia. Sabía que había una historia. Puede parecer exagerado pero es así de cierto. Cuando escribes algo no necesitas de tu cabeza para saber si es bueno o no. Necesitas de todo lo demás.
Tardé dos años en desarrollar el guion. Y a veces era complicado porque tenía que hacer malabarismos con la ficción, las anécdotas, las fechas y los acontecimientos reales. Si Hitler estuvo en Hendaya en octubre de 1940, allá tenía que situar yo a mi protagonista. Y no podía hacerlo por arte de magia, necesitaba una razón, un viaje, un hilo y mucha coherencia. Igual que con la entrada de los nacionales en Barcelona, con Machado, Hemingway… Y a eso debía añadirle lo más importante. La chica. Aquella de la que se enamoraría tres veces a lo largo de una década. Con ella fue tan fácil. Apareció de repente y lo trastocó todo. Porque yo quería seguir con mis personajes y sus aventuras, pero ella emanaba tanta fuerza… Que al final esa odisea, se convirtió también en toda una historia de amor.
Al acabar tenía un guion largo y caro. Todo lo que se le pide en este país a un guionista novato. Pero siempre hay que contar con esa dosis de suerte. Y la mía se llamaba Laura y apareció en una fiesta. Laura había compartido pupitre con mi mujer en el colegio y trabajaba como productora ejecutiva en Filmax. Y se convirtió en mi hada azul. Yo era como Pinocho, tenía madera de escritor y ella me convirtió en un niño de verdad.
El guion terminó por convertirse en una novela. Sin restricciones, sin límites, y eso era justo lo que necesitaba la historia. Libertad. Libertad para soñar en grande. Tardé otros cuatro años. Pero al final, entre trabajos de freelance, más guiones, hijas, mudanzas, pandemias, un 2-8 tremendamente doloroso y otras cosas banales y no tan banales de la vida… la terminé. Y voló. Y ahora es más libre que nunca. Y eso no deja de ser un sentimiento un poco agridulce. Porque por un lado ahora podrá ser de todos. Pero por el otro, ya nunca volverá a ser solo mía.
Como decía al principio, hay historias que no pueden permanecer encerradas.