'La mano de bronce'

'La mano de bronce'

Relatos a la sombra: los cuentos de Abraham García.

'La mano de bronce', relato de Abraham García.Anton Petrus via Getty Images

-Sería una pena —dijo el maestro— que el chaval se perdiera entre terrones. Creo que tiene entendimiento.

-A mí siempre me ha parecido espabilao, y donde hay mata, hay patata —respondió Paco, más pequeño a cada palabra, pensando en las clases nocturnas que impartía el maestro a los labradores de edad, como el propio Quico, clases que cada uno pagaba como podía, con tabaco, un saquito de alubias o una lechuga y que tenían lugar en el cocedero de cualquier casa—.

-El mal de España es la incultura. Mientras yo pueda, os desasnaré, jodíos. Sois destripaterrones, sí. Pero tenéis que aguantar —el humo le hizo toser—. Esto no es por el tabaco, sino por este aire rancio. La cultura, esa es la verdadera ventana, aunque no sean más que las cuatro reglas. Los señoritos lo saben, y por eso la quieren cerrada y sin engrasar. Para que nos ahoguemos sin aire fresco.

La mula resopló sobresaltada, empinó sus orejas como pitas, parándose con tanta brusquedad que a punto estuvo Paquito de besar el suelo.

- ¡Quieto ahí, chaval! —gritó uno de los maquis apuntándole—.

Raudo, Quico elevó sus callosas manos al cielo como si ordeñara aceitunas:

-Tranquilo, coño, que no somos lobos. Y resguárdate aquí, tras el zarzal, que en el carril cantamos mucho. Esta noche, amigo —y mientras le cacheaba—, vas a dormir a la intemperie. Y cenar, qué quieres que te diga, muchacho, peor que en tu casa. Seguro. ¿Qué llevas en las alforjas? —inquirió—.

-Un cuscurro de pan, poco queso y puede que algo de longaniza.

-Requísaselo —ordenó a su camarada—, antes de dejar la nota.

El hombre extrajo con avidez las provisiones. Amén del pan y el queso, había un puñado de nueces y un cacho de lomo de orza que, ceremonioso, el maquis se llevó a la nariz exclamando:

-¡Y nosotros maliciando que no hay Dios! Con los tres guarros bien cebados que mató tu padre por San Martín, ya podía haber sido más generoso.

-Oye, chaval, supongo que la mula, por sí sola, sabrá llegar a la cuadra.

-¡Pa´ chasco! —exclamó Quico, tembloroso. El maquis extrajo de su vieja camisa un ajado sobre y lo introdujo en la penumbra de cuero. Ató el ramal a la albarda, golpeó al animal en las ancas y este, camino del pienso y liberado de peso, inició un breve trotecillo—.

-Bueno, no sobra tiempo para las presentaciones, pero ya te dije que los del monte no somos alimañas. Tenemos nombre.

-Y apodo, incluso —apostilló el otro—.

-Él se llama Antonio, y yo Balta. De Baltasar, claro. Mi padre era carbonero, pero en la sierra nos hacemos llamar —se golpeó el pecho— Pitarra  y Viruta.

Su camarada aclaró que lo de Pitarra le venía al pelo por cómo le gustaba el morapio.

-Aunque, todo hay que decirlo —ironizó—, este también empina el codo para cerrar el puño.

-Ya es raro que no llevases vino en las alforjas, jodío, que ya estás en la edad, chaval. Además, ¿qué quiere hacer tu padre con las dos tinajas? ¿Vinagre?

Y a este —señaló a su compañero— lo llamamos Viruta, porque antes de la Guerra era carpintero.

-Después de tantos años, lo mismo ya no atino ni para hacer mi ataúd —añadió el otro—.

-¡Anda, no te quites maña, que menudas cucharas de boj tallas, cabrón! Mañana ya le estás regalando una al chaval y otra a su padre.

El candil del Sol languidecía y las palomas zurcían el cielo en busca de su último refugio. Unas urracas alzaron el vuelo acrecentando el crepúsculo. Pitarra, poseído por una furia repentina, cogió piedras del suelo y se las arrojó con toda la fuerza de la que era capaz aquel brazo huesudo y estriado.

-¡Hijas de la gran puta! ¡Si no me delatara, ahora mismo me liaba a tiros con vosotras!

-Venga, hombre, olvídalo ya…

-¿Pretendes que olvide a Lino el Tarta? Ni en mil años podré. Cuando lo alcanzaron no hacía más que pedirme que lo rematara; me lo pedía por sus hijos, pero yo no tuve entrañas para hacerlo. Se calló cuando se acercaron los civiles. Supe cuántos eran, a pesar de la niebla en la que nos escondimos. Pero las urracas lo delataron cuando se levantó. Fueron a por él por la sangre. Los hijoputas lo bajaron a rastras por el monte y te juro que aún seguía vivo. Pájaros de mierda… dicen que son ladronas. A mí me salvaron, porque me pude escabullir con el estruendo que montaron. Pero, desde luego, me robaron a un amigo.

-¿Cómo se llamaba, Avelino o Marcelino?

-Venga ya, se llamaba Manolo. Manolo Malaspina. Leonés, como Durruti. Lino se lo puse yo porque era linotipista.

-Pues aquí nos vendría bien uno, que me da que ya estamos a punto para el epitafio.

Mientras escalaban la cumbre y, con la penumbra, aumentaba la preocupación de Paquito, a quien se le antojaba inquietante que los maquis tuvieran tanta información.

-¿Y a ti cómo te nombran ahí abajo, jodío?

-A mí, en el pueblo —farfulló el chaval— todos me conocen por Sarmiento. Pero mi nombre es Quico.

-¡Coño! La verdad es que te pega, ¿eh? —malició Pitarra aludiendo a su acusada delgadez—. ¿Qué pasa, que no paras de darle a la zambomba? —y masturbó el aire. Paquito se ruborizó como una madroñera antes de farfullar—.

-No, yo toco el almirez.

-Vamos, que te la machacas con saña —añadió impertérrito Pitarra, sin importarle la incomodidad que delataba la cara de Quico—. ¡Qué no te lo reprocho, joder! También nosotros, qué remedio, estamos compinchados con nuestra mano. Además, en estos poblachos con cura se barbecha. Vamos, que, con suerte, se mete un año sí y otro no. Bien. Y ahora que ya nos conocemos —su voz adquirió un tono severo—, no vamos a atarte. Nos has caído bien, chaval. Y tú no harás la tontería de escaparte, ¿a qué no? Porque esto —y palpó el fusil— no es ningún juguete. Y si hace falta, lo usamos —precisó—.

Pili, al escuchar el sonido de los cascos sobre el empedrado de la calle, apartó las olorosas patatas de la lumbre y corrió a abrir la puerta de la cuadra. Sintió un escalofrío al ver la mula sin jinete.

-¡Padre, padre! —gritó angustiada—.

El viejo, que trajinaba en la troje, apareció acalorado.

-Algo le ha pasado a Quico, padre. Y barrunto que nada bueno. Bien sabe usted que él, tan debilucho, a veces se marea. Lo mismo, Dios no lo quiera, se ha caído de la albarda.

-Tranquila, hija, que te sulfuras más que tu santa madre que en Gloria esté. Algo lo habrá retenido.

Paco, sin desaparejar al animal, alargó las alforjas a Pili y se echó al camino. Aún no había salido del pueblo cuando escuchó de nuevo la voz crispada de su hija requiriéndolo. Entre lágrimas y a la luz del quinqué, leyó la escueta nota:

“Si antes de las nueve de la mañana no se presenta usted SOLO y con VEINTE MIL PESETAS en la Fuente del Acebo, vayan pintando el luto”.

-La mula ya está lista, padre. Yo ensillo la yegua y volamos hacia el cuartel —apremió sollozando Pili—.

-¡Qué dices, hija! ¿Al cuartel? ¿Y qué quieres, que lo resuelvan a tiros, como acostumbran? —zanjó el padre con voz queda—. Las prisas, como bien decía tu madre, nunca son buenas. Y déjame solo, que me estalla la cabeza. No puedo pensar, hija. Pero lo de avisar a los civiles… Jamás. Demasiado arriesgado. Además, si por estas sierras de los del monte sólo quedan dos, y aislados.

-¿Y quién dice que no han llegado refuerzos, padre?

-Hombre, digo yo que Hurón me lo habría gipiao.

-¿Quién? —inquirió Pili—.

-Marcial, el alimañero que a diario fatiga esas trochas. Para mí que esto es una martingala, un berrinche de desesperación. Francamente, no creo que se atrevan. Y para ya de gimotear, que aún me pones más nervioso; déjame reposarlo, hija. Que hasta las nueve de mañana hay mucho tiempo. Pobre hijo mío… mira, lo mejor: llama al tío Ramón, que dos piensan más que uno; pero a la tía, ni palabra.

Los dos hermanos se abrazaron y Ramón, sentándose cabizbajo frente al chisporroteo junto al que yacía la sartén de patatas, se quitó su tiznado delantal de cuero.

-Tu Pili ya me ha puesto al corriente —y levantando hacia el techo sus manos tiznadas como grajos que alzaran el vuelo, bramó— ¡Y que aún estén dando guerra esos hijos de puta! Yo no me rebajaría, Paco. Ese es mi consejo. Pero claro, no es mi hijo. Verás cómo mañana lo tenéis en casa —añadió con aparente convicción—. Y si no, al tiempo.

Paco, arrebujado ante la mortecina lumbre, rehusó por segunda vez el botijo que le alcanzara el herrero.

-¡Bebe, coño, que hasta el hierro más duro agradece el agua!

La noche, en la que quienes más hablaron fueron los tizones, se hizo eterna.

-Demasiados días llevábamos castigados sin postre, chaval —musitó Pitarra, partiendo una de las nueces—. Suerte que hasta hace poco nos poníamos moraos de madroños.

-Querrás decir rojos —precisó Viruta—.

-¡Lástima no poder prender una fogata y hacernos un café negro como esta noche! Porque café si tenemos. ¡Y agua pa´ hartarnos!

Hasta ellos llegaba el rumor de la fuente, siempre recién naciendo.

-Pero también tenemos tricornios, confidentes, ojos que acechan… Y miedo, chaval. Mucho miedo. Ahora confío en que no serás tan bolo de pretender largarte. El menda y yo, después de tantos años durmiendo entre chaparras, lo hacemos con un ojo abierto, como las liebres. Bueno, puestos a concretar, con ocho ojos. Contando los nuestros, los de los fusiles y las chatas —levantó la pistola—.Y, si quieres —farfulló entre risas—, añade los del culo. Así que te acomodas lo mejor que puedas y, ya que tu padre no va a dormir, lo haces tú por él. Y dame las sandalias. Ya te las guardo yo, y así te libro de malas ideas. Este y yo dormimos con las botas puestas, pero es que no creemos en los reyes.

“Estos bobos —pensó Quico— no saben nada. Tengo más callos en los pies que las vacas. Poco me importan las suelas para correr”.

Viruta liaba un pitillo intentando dominar el temblor de las manos.

-¿Pero seguro que habrá llegado la mula?

-Tú verás.

-Pues mejor. Me voy a regar los tomillos, pero con las dos pistolas —cogió el arma con la derecha al tiempo que se afianzaba el paquete con la izquierda—. Me da a mí que esto no va a pintar por cómo me pica el rastrojo.

Mientras meaba de espaldas y levemente encorvado, dejó salpicar una risa asmática; recuperando su verticalidad, malició:

-Me ha venido a las mientes un chiste que contaba mi abuelo mientras picaba el pan para las migas en el cocedero por el que atravesaban las bestias: había muerto la suegra del tío Macario de una patada que le arreó una mula. El padre, que convalecía en la cama de unas tercianas, llamó al pequeño de los suyos, un desgalichao que necesitaba el candil para ver el sol y le suplicó: “Anda, acércate a casa del tío Macario y le das el pésame en mi nombre”. ”¿Y qué le digo, padre?”. ”¡Qué coño le vas a decir, lo de siempre! Te acompaño en el sentimiento”. “Se me va a olvidar padre, que me conozco”. “Joder, no vales ni pá estar escondío. Eres más cortito que una uva. Mira, aún más fácil. Te pones en la cola y repites lo que diga el anterior”. Volvió el chaval algo mosca. “Bueno qué, has cumplido ¿verdad?”. Claro, padre. Repetí lo mismo que el tío Basilio: Bernardo, véndeme la mula, por lo que más quieras”.

Y sus risas semejaron relinchos. Tres minutos más tarde oyeron a Quico, al que se le escapó una carcajada entre el miedo y la zozobra.

-¿Ahora lo pillas, chaval? Pocas liebres cogerás así de lento…

-¡Qué va! Ni una se me escapa.

-¿Con escopeta?

Quico, más relajado, como si no fuera rehén sino uno más en el corro de la plazuela, respondió.

-La escopeta es de mi padre y no la presta. Con lazo, que siguiendo el rastro que dejan en la mies no se me escapa ni una.

-Lo que yo digo siempre, Viruta. Si seguimos vivos es porque no dejamos ningún rastro. Ni la mierda. Tú, Sarmiento ¿con qué trenzas los lazos?

A Quico le sorprendió tanto escuchar su apodo que no pensó que se dirigieran a él. Pitarra tuvo que insistir en la pregunta para que el chaval se decidiera.

-Con crin de caballo los hago, para que sean resistentes y flexibles.

-El caballo es la hostia —intervino Pitarra—. Lo mismo apiola una liebre que relincha en un violín.

-¿De qué habla, señor?

-Joder, ¿nunca has visto un violín, niño?

-No, señor. En las fiestas, alguna guitarra, almirez y zambombas.

-Lo dicho, que lo tuyo es cascártela. ¿Qué pasa? ¿Qué no tienes novia?

Quico se removió en el suelo, nervioso y contrariado.

-Hay una chica…

-¿Y cómo se llama?

-Amelia, pero me gusta llamarla Leire.

-¡Coño con el nombre de la moza! Casi como la que compartimos este y yo: la intemperie.

Quico se envalentonó.

-¿Qué pasa? Es un nombre que me gusta. También se lo he puesto a una cabra de mi padre.

-¿Y cuál tiene mejores tetas?

Quico tiró bruscamente de la visera de su gorra, como si la boina de la noche no bastara para ocultar el asco de su expresión.

-¿Y de dónde era la chavala?

-De un pueblo grande de Navarra: Estella.

-¡Coño, Estella! Por allí vendimié yo. ¡Menudas fiestas las de Estella, cagüenlahostia!

-El nombre se lo puse porque hogaño vinieron unos músicos de un sitio en el que dijeron que llovía mucho. A ellos se lo oí.

-Pues asturianos no eran. Lo mismo vascos o de Cantabria…—intervino Pitarra—.

-Esos sí que saben de tetas. Y tú no te avergüences, chaval, que, el que más y el que menos, todos hemos mirado alguna vez a la cabra con buenos ojos. Recuerda la copla:

En cuclillas ordeño

Una cabrita y un sueño…

-Eso te lo has inventado ahora.

-¡Qué cojones me lo voy a inventar! Eso lo escribió el esmirriao aquel que era comisario en la brigada. Coño, el de Alicante…

-¡Ya sé quién dices! Miguel Fernández, ese que se pasaba todo el día recitando. Pues ya te digo que nos sobraron versos y nos faltaron balas, no me jodas. Tanto poema para acabar en este hoyo…

-Nunca sobran los poemas Pitarra, aunque no sepamos lo que dicen. Nunca.

Hasta ellos llegó un gruñido hambriento y terrible. Había sonado cerca, y Quico se encogió, claramente aterrado.

-Son lobos, persiguiendo a un ciervo.

-No es un ciervo —terció Quico—, sino un jabalí. El ciervo no corre por la pedriza, sino que salta. Eso lo saben hasta las jaras.

-Joder con el crío, lo que sabe y lo que tiembla ¿Qué te pasa, chaval? ¿Nunca has visto un lobo?

-¡Qué voy a verlo! En el pueblo ni siquiera los llamamos así. Son el bicho, o la alimaña.

-Como nosotros; nos dicen “los de arriba” o “los del monte”. Soldados, joder. Eso es lo que somos. Soldados de la República. Sin sueldo, sin munición, sin pertrechos y sin ayuda. Pero soldados —masticó la palabra como si fuera una hebra de tabaco persistente en la boca—.

Resonó un gruñido agudo y desesperado como un delirio de fiebre.

-Te equivocaste, niño. Es una guarra preñada. No me gusta. Esto no puede acabar bien.

-Ya empiezas a ser agorero, Viruta. Yo vi un oso en mi tierra, casi en el pomar…

-¿En el pomar? Menudo serrano nos ha caído contigo, Pitarra.

Se dirigió a Quico.

-Mira, niño, yo sé lo que es segar durante catorce horas y trillar durante quince. Sé lo que es esperar con angustia a que fuera San Ramón para ver si me contrataban de gañan, igual que los pastores tienen que esperar hasta San Pedro. Si tenía suerte, explotado; si no, ni un mendrugo rancio que mascar. Lo mismo que hace tu padre con los del pueblo. Por eso seguimos en esta sierra. Porque no es justo que tu padre junte reales a costa de la miseria de todos. Que tú te crees que bien están las cosas como están, pero nunca te ha llegado la noche con la olla vacía y tu familia roída por el hambre. ¿Tú sabes, de todas las tierras que se atalayan desde aquí, cuáles son de tu padre?

-¿Qué se qué?

-Que se ven, coño. O que no se ven, que es de noche.

A Quico le habían bastado sus cortos diecisiete años para conocer a su progenitor: “Es —caviló— más agarrao que un cepo, como esos perros de caza mal amaestrados que no sueltan la presa ni aunque les pises la mano. Bien lo recuerdo haciendo más regates que el Gévalo para ahorrarse un puñao de reales en sus tratos con los aparceros, con los esquiladores… hasta con el capador, que el infeliz no tenía más hacienda que su afilada cuchilla. ¡Menudo es mi padre! Y estos incautos le habrán pedido hasta la hijuela.

¿Habrá llegado la mula? La pobre jamás tuvo celos de las yeguas. Arrastraba esa tristeza del agua de los charcos. Un día le pregunté a don Justo: “Ya que calentó el pesebre, ¿por qué la hizo Dios tan infeliz?”. Tantas veces he visto el estremecimiento de las cabras al ser montadas; y tantas veces he visto a los conejos chingando como conejos, pero a la mula sólo la he visto tirar del arado y cargar serones. Es machuna y fría como mi hermana. Claro, que yo me conozco estos montes como la palma de la mano. Aquí he pastoreado, incluso cacé junto a mi padre (cómo estará sufriendo) mi primer corzo al rececho

Su mente revivió la agonía del animal de grandes ojos inocentes. Otros recuerdos, no menos gratos, lo asaltaron. Por el bosque de su memoria pasaron luminosos días de San Blas en los que mozos y mozas asediaban la fuente y hacían corro alrededor de inmensas tortillas mientras los quintos desafinaban coplillas indecentes. Al filo del atardecer, se sumaban pastores en retirada, carboneros, descorchadores; incluso en una ocasión se acercó su padre, antes de que se le avinagrara el carácter por la prematura viudedad, y, dirigiéndose al infortunado quinto al que le había tocado África, le espetó: “No te preocupes, hombre, que a Melilla han ido muchos y no han vuelto. Por eso lo llaman entrar en cajas. Aunque allí no serán de pino”. Quien nunca participó fue mi hermana; siempre ensimismada y huraña, sin amigos ni sementeras, le bastaba con el Rosario. Hasta mi padre, tan callado, la ofuscó una tarde recomendándole que mejor desgranara habas. Incluso mi tío solía incomodarla con aquello de la misa y el pimiento son de poco alimento. Mejor oler a hombre que a incienso, convéncete, Piluca”.

De ser de día, se habría podido avizorar la torre de la iglesia, mocha desde la mañana en que unos exaltados la dinamitaron. El estampido se escuchó en todo el valle; “lo peor”, decía mi tío Ramón, “es que con el zambombazo abortó mi burra y se cortó la leche de las cabras”. La Fuente del Acebo manaba en el lugar propicio; desde allí se podían ver las arracimadas casitas del pueblo, las bien cuidadas huertas y el mortecino arroyo al que consolaban los chopos. Pero ahora había algo más apremiante.

“Si me lanzo —pensó— y me pierdo entre las chaparras, que me echen un galgo. Cualquier cosa será mejor a que suban los verdes y aquí no se salve ni Dios”.

Los dos guerrilleros apuraban las últimas colillas de la jornada, abrumados por el cansancio que no se atrevía a dormir, noche tras noche entre sobresaltos y rumores quizás reales, quizás parte de un sueño.

-Tenemos que irnos, Pitarra; en cuanto cojamos los cuartos del desgraciado ese, levantamos el campo y dejamos esta sierra de mierda.

-No jodas, hombre, aquí estamos bien. Ni en mil años nos ojearán y aún hay quien nos apoya en los pueblos. Yo no me quiero ir. Tengo el nido de colorines recién nacidos y no quiero que mueran.

-Pitarra, eres demasiado bueno. Aún crees que volverás a dormir en una cama, y a nosotros no nos queda otra que una estrecha, encajonada y para que nos echen boca arriba. Aquí ya no hay casi caza, entre la epidemia de los conejos y el hambre de todos.

¿Te acuerdas del cura de Navafuente? Aún me da pena.

-A mí lo que me da pena es que indultáramos al “sobrino”. Qué buena simiente tenía el páter. Eran clavados los cabrones. Ahora el cerdo está en la contrapartida. Si lo hubiéramos reventado, Caronte les habría hecho descuento.

-¿Quién es ese Caronte?

- Nadie, déjalo estar.

-Y lo agarrado que era; con el cepillo lleno y fumando cuarterón del malo.

-Lo mismo se mortificaba para llegar al cielo.

-Pues al suelo llegó, y en un momento.

Quico contuvo la respiración y, tras contar hasta diez, voló sobre los torviscos haciendo rodar las piedras. Sobre el sonido de los cantos rebotó un tiro seco como si en un costal de nueces se hubieran abierto todas a la vez. Viruta se levantó precipitadamente y, aunque el sudario de la noche dificultaba la visión, pudo presenciar lo que no hubiera querido: de bruces, sobre las retamas, yacía Paquito entre estertores. La trémula luz del mechero permitió contemplar el orificio de la bala en su omoplato.

-¡Me cago en todos los santos, Viruta! ¡Me lo he cargado! ¡Joder, si tiré a intimidar!

-Es que era muy largo el jodío… Mira, a lo hecho, pecho. Ahora hay que salir escopetados o no lo contamos.

-¡Idiota! ¡Hay que ser idiota! —vociferó Pitarra apretando los puños. Y Viruta no supo si se refería a Paquito o a sí mismo—.

-¡Hostias! Ha sido un accidente, no le des más vueltas. Además, ni que fuera el primero al que retiramos del tabaco.

-Pero en mi haber no había mujeres ni niños… Y este infeliz aún estaba en agraz. ¡Cojones!

-Venga, hostias. Ni mantas, ni sartén, ni pollas. Las cantimploras, los hierros, la munición y cagando leches. Me dan ganas de abandonar hasta mis cucharas.

-Aguárdame un segundo.

Pitarra descendió unos metros, palpó el pecho, del que aún manaba la sangre y, compungido, le manchó los ojos al cerrárselos.

Viruta se le acercó.

-Aquí están las sandalias del chaval.

-Quedátelas, que te van a hacer buen apaño.

Cada minuto que pasaba era como otra vuelta de soga oprimiéndole el cuello.

-No aguanto más, Ramón —dijo al llegar las once—. Vamos, y que Dios nos acompañe.

-Voy con vosotros, padre —suplicó Pili—.

-No —zanjó rotundamente Paco—. Tú esperas en casa y lo que sea, será.

Paco, que llevaba la delantera, se detuvo un instante para secarse el sudor de la frente. Levantó la cabeza y vio lo que más temía: la espiral de los buitres cerca de la cima. Conteniendo su desbocado corazón, y percibiendo un sudor frío que le trepaba como hiedra de los pies a la nuca, acertó a decir:

-Vuélvete, Ramón. Te traes una escalera, una soga y un par de sacos para que no lo vea su hermana.

-Hombre, Paco. ¿Y si fuera una alimaña muerta?

-¿Una alimaña? No jodas. Ahí —señaló a las alturas— alimañas solo quedan dos y con piernas.

El sargento, descubriéndose, reiteró sus condolencias, que Paco agradeció sin palabras.

-Mire usted, don Francisco. Me alegra comunicarle que a los fugitivos, a los culpables —recalcó— los liquidamos ayer.

-A buenas horas, mangas verdes —cortó Paco como si esgrimiera una hoz. Y jamás esa frase hecha había destilado tanto rencor—.

-Comprendo su resentimiento —afirmó dolido el guardia civil, que tomó la frase como una alusión a su indumentaria—, pero nos faltaban medios, que no voluntad. Mire, don Francisco, como sé que esto no saldrá de aquí, que es usted hombre cabal, le voy a revelar cómo murieron: bastó con que se vieran acorralados —y abarcó el aire con los brazos— para que ambos se dispararan un tiro en la sien. Cierto que después nosotros los ametrallamos. Estaba en juego mi ascenso, compréndalo. Pero, en lo que nos atañe, estos ya no darán guerra ni en el infierno. Y ahora, entre hombres —le palmeó el hombro— y siguiendo con nuestras pesquisas…

-¿Con nuestras qué? —inquirió Paco, llevándose una mano a la oreja—.

-Bueno, con la investigación. La Benemérita no deja las cosas a medias. En todo esto hay algo que nos desconcierta y que me sorprende que usted, tan perspicaz —Paco se encogió de hombros—, no haya reparado en ello.

-Usted dirá.

-¿No le parece demasiada coincidencia que la cantidad que le exigían fuese la misma que usted había percibido por los corderos una semana antes?

Paco, a quién se le escapaban la mitad de las palabras del sargento, entre resignado y sorprendido, asintió quitándose la boina.

-Dígame, ¿quién más había, amén del comprador, cuando cerró usted el trato?

-Hombre, al final, al apretarnos la mano, estábamos los dos solos. Más que nada por no generar envidias, ¿sabe usted? Y los merchantes son más callados que un cerrojo. Aunque —y se golpeó la boina—, ¡ahora que caigo, donde sí había alguien fue en el alboroque!

-¿El albo qué? Explíquese.

-Supongo que en Galicia tendrá otro nombre. Pero aquí decimos alboroque a esa copilla que siempre tomamos cuando se cierra un trato, por pequeño que sea. A la primera suele convidar el que cree que ha salido más ganancioso. Y ahí, acodado en la barra, fue donde le dije (en mala hora, ¡maldita sea mi boca!): “Coño, Domingo, bien podrías pagar otra ronda, que te has llevao lo mejor de mi piara por veinte mil cochinas pesetas. ¡Menuda bicoca!”. Y en ese momento, parece que lo estoy viendo, también estaba en la taberna don Julián, el maestro, que había entrado a por el pan.

-Un bragas francamente, el tal don Julián. Mucha Institución Libre de Enseñanza y muchas ínfulas, que por cierto, no entiendo cómo no lo habían depurado antes, pero bastó media hora de interrogatorio para que cantara más que el cuco. Cosa fácil. Cuento con su discreción; sospecho que estoy contraviniendo el reglamento al explayarme.

Paco hizo una mueca de escepticismo. El sargento prosiguió impasible, sin importarle que Pili, crispada, presenciara la escena.

-Este sujeto es tan culpable como los otros dos, y tan merecedor como ellos de estercolar la tierra. Fue a él a quien sacamos dónde estaba el refugio y unos cuantos nombres de colaboradores, pero eso ni le exime ni le disculpa.

Pili, conteniendo la rabia, asintió.

-A más tardar, esta noche —y curvó repetidamente el dedo como si apretara el gatillo— le vamos a dar calabazas —ironizó—. Quería que lo supiera, por si desea despedirse —zanjó insinuante—.

-No me lo restriegues otra vez, hija. Bastante me requema a mí —y se llevó la mano al corazón antes de proseguir en un tono que buscaba, si no clemencia, al menos comprensión—. ¿Acaso, y sabiendo cómo actuaron, que lo mataron por la espalda, crees que habría servido de algo entregarles el dinero? ¿Y crees que me va a consolar sacudir al maestro? Échame algo en las alforjas, aunque malditas las ganas de comer, que voy a ir a la umbría a echar un vistazo al centeno.

-¿Cómo, padre? —inquirió Pili con voz rotunda, casi varonil—. Ese es tan asesino como los otros, bien lo ha dicho el sargento, y usted tan cobarde como el que más. Iré yo, y sin demora.

-¿Y qué crees, hija? —musitó Paco en tono de súplica— ¿Que así resucitarás a Quico?

-Se moriría otra vez ante un padre tan calzonazos. Cojo los zapatos y andando. Y quédese usted ahí, mascando su ruindad.

Ella, atrochando con paso firme, ni se inmutó cuando sintió las jadeantes zancadas de Paco, que, al darle alcance, aminoró la marcha. A la izquierda del camino blanqueaba el cementerio. Ambos giraron la cabeza. El padre, de manera mecánica, se arrancó la boina mientras se le escapaba un vahído de animal enfermo. Tensa, la hija no condescendió a las lágrimas. Al llegar al Gévalo, y como era costumbre, Pili se despojó de sus gastadas sandalias e introdujo los pies en el agua, que, de tan gélida, le hizo pensar si los miles de incansables y diminutos barbos que la surcaban no serían esquirlas de hielo. Paco, mientras tanto, sostenía el bolso de Pili con perplejidad por su desmedido peso.

-¿Qué llevas aquí, hija, la matanza?

Ella, calzándose con dificultad los zapatos nuevos que había llevado en el bolso, ni contestó. Incansables, las espigas del Sol luchaban con unas nubes de panza de burra que movía el cierzo.

Ceremonioso, el sargento salió a recibirlos.

-Le esperaba solo, don Francisco. Y, sinceramente, me alegra que haya venido; su hijo bien lo merecía.

-También era mi hermano —zanjó Pili sintiéndose desplazada—.

-Comprendo el calvario que llevará dentro, doña Pilar. Ojalá esto le alivie.

-Pase usted primero, don Francisco. Es el calabozo de la derecha. Y no tenga ni cuidado ni prisa, que está atado y mansito. Además, aquí a los enlaces los utilizamos y los escupimos.

Una vaharada de vómitos, zotal y cuero recibió a Paco, que abrió y cerró repetidamente los ojos para que estos se acostumbraran a la penumbra. El maestro hizo ademán de levantarse, pero no pudo. Presentó las manos atadas, y la mortecina luz no impidió a Paco ver el muñón de sus dedos amoratados. Sintió un escalofrío parejo al que le producían las cabras heridas por el lobo, que en tantas ocasiones tuvo que despenar con su cabritera, y que, silenciosas, aceptaban la navaja, porque en ellas pesaba más el miedo que el dolor. El maestro intentó disculparse, pero se le atragantaban las palabras.

-Chitón —impuso Paco llevándose el índice a la boca—. Acabemos con esto cuanto antes. Me gustaría perdonarte, pero ni tú ni yo podemos. Parece mentira; tú, que le enseñaste a mi Quico las cuatro reglas y a andar derecho, que te hayas torcido tanto. Después de ti vendrá uno que haya pasado el examen patriótico. No será tan bueno con los chavales, pero no nos dará otro disgusto como éste. Ahora, y por lo que más quieras, quéjate, gime. ¡Grita!

Salió Paco bajándose las mangas y soplándose las manos. Pili se levantó con brusquedad castrense. El padre, acercándose a su oído, y con un hilo de voz, le suplicó:

-No entres, hija; ya le he dado yo por los dos. Y en cualquier caso, a Paquito no nos lo va a devolver nadie.

Ella lo miró furiosa. Sus ojos acuosos eran charcos helados. Dándole un empellón, penetró en el calabozo cerrando la puerta con firmeza. Antes de que comenzaran los sollozos, que se transformaron en gritos, pálido, Paco salió a la luz y, curvándose sobre un banco de la plaza, a duras penas pudo reprimir las náuseas. Alertado, el sargento, trató de animarle brindándole un vaso de vino.

–“Salvo que prefiera agua, que vino ya lo tiene usted bastante mejor”, dijo adulador.

-Nada. No quiero nada salvo estar solo.

De repente, y levantándose para que sus ojos se encontraran, Paco, con voz resentida y firme, exclamó:

-Si el interrogatorio fue tan fácil, ¿dónde perdió las uñas? ¿Limpiando el encerado?

Las nubes parieron una llovizna mansa, premiando al campo con un ropaje nuevo. Paco, avizorando sus siembras, respiró hondo. Pero esa felicidad súbita duró poco, al recordar que su hijo no podría verlo. El río, en pena, esperaba impasible. Pili aceleró el paso ante la proximidad del agua, como las cabras que secan los regatos el día que han comido sal en el aprisco. Despreciando el haz de alfileres de los juncos, se postró de hinojos para friccionarse hasta el codo con agua lodosa como si quisiera arrancarse la costra de la culpa.

Rompiendo un largo mutismo, se encaró con Francisco.

-Me engañó, padre. Usted ni lo había tocado.

Tras un silencio incómodo, agregó: “Le gustará saber que yo hice lo mismo. No es fácil ensañarse con un hombre viejo e indefenso por malvado que fuera”.

-El remordimiento, hija, es una sanguijuela y la culpa pesa como un costal de garbanzos. Además, Paquillo, desde allá arriba —y miró al cielo— sabrá comprendernos.

Y mostrando una efusividad desconocida, abrazó a su hija, sin reprimir el llanto. Cuando volvieron al camino, Paco dejó que Pili se adelantase con paso furibundo, como poseída por un demonio de ira que nadie podía exorcizar. Paco sabía que su hija era como una nube negra que más tarde o más temprano descargaría su granizo. Cojitranco y maltrecho, caviló en voz baja:

-Tendré que acostumbrarme a vivir con el rencor de Pili. Soy como uno de esos manzanos tocados por la oruga, para los que no hay alivio por mucho azufre que les eches.

Desde que quemaron la iglesia, cada domingo un monaguillo madrugador hacía sonar una esquila cuya lengua de metal rebotaba en las encaladas casas del pueblo. Así no había coartada para no asistir a la sagrada misa. Pili no necesitaba ese repiqueteo. Tenía otro más hondo, y a su pesar, ya estaba despierta mucho antes de que el Sol incendiara las retamas.

Se arrodilló con contrición (ni el velo podía disimular la marca que orlaba sus hinchadas ojeras; era como si el luto del zócalo le hubiese tatuado el rostro), desbordándose como un caldero de leche en una retahíla de palabras que abrumaron al párroco.

-Busco su perdón, padre. Llevo días sin dormir. Maté a un hombre indefenso. Necesito comprensión, consuelo y sueño —suspiró—. Lo machaqué sin piedad hasta astillarlo con la mano del almirez. Me ensañé, padre, hasta hacer de él un guiñapo. No pude contenerme hasta matarlo.

-No lo mataste, hija. El maestro aún tuvo fuerzas para saltar del camión cuando iban a ejecutarlo, y allí se despeñó. Bien merecido se lo tenía. No hay bastante infierno para que pague su daño.

Pili sintió un soplo de alivio. El párroco aprovechó para recordarle que, desde el aciago día en que los milicianos quemaron la iglesia, esta aún permanecía agrietada y sin campanario.

-Pili, hija, sé que a lo mejor no es el momento, después de tanto cómo habéis sufrido, pero razón de más para estar a bien con Dios, y Él os agradecerá que echaseis una manita, que dinero no os falta. Pero, ante todo, ánimo, hija. Recuerda con qué entereza llevó Cristo su calvario. O piensa en el ches ches que cercado de espinas hace cantar a los zarzales.

Y la fofa mano del cura cortó en cruz el viciado aire de la iglesia.

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”