La ingenuidad de Cervantes
Pasar de escribir ensayo académico a ficción histórica es una verdadera metamorfosis. Hay que abandonar la escritura formal, intelectual y seca y escribir con naturalidad, de manera directa, ingenua y amena; sobre todo amena. Para muchos escritores, como Julia Navarro, esto es algo casi innato. Yo he tenido que aprenderlo, estudiando.
Schiller dice en su Estética que toda literatura o es ingenua o es sentimental. Los escritores ingenuos tratan sus motivos por lo que son, no con un propósito ulterior; reflejan paz interior; no hay desgarramiento entre ellos y la naturaleza porque se identifican con ella; no la contemplan desde fuera ni necesitan explicitar sus sentimientos. Por eso, sus creaciones tienen un efecto tranquilo, puro y gozoso. A este género pertenece precisamente Cervantes, de quien Schiller afirma: "¡qué grande y bello carácter revela Cervantes por su Don Quijote en cada ocasión digna que se le ofrece!" En cambio, los poetas sentimentales no nos hacen sentir gozo ni paz, sino tensión, conflictos y anhelos.
Isaías Berlin aplicó esto también a la música poniendo como modelo el carácter naïf de Verdi, con el que dio expresión primaria a las grandes emociones humanas, como todos las experimentamos: el amor, el odio, los celos, el miedo, la indignación, la pasión; el pesar, la furia, la burla, la crueldad, la ironía, el fanatismo, la fe, y otras muchas pasiones.
Fueron precisamente Schiller y Verdi quienes crearon la imagen romántica de don Carlos con la que ha vibrado toda la humanidad cultivada en los tiempos modernos. Como en mi novela Cervantes es el narrador predilecto del príncipe, yo he tratado de preservar esa imagen icónica, sin traicionar por ello la reconstrucción histórica de lo que entonces aconteció. El maestro Díez del Corral, nos enseñó que el arte occidental no consiste solo en la búsqueda de la belleza, sino también de la bondad y de la verdad. Yo me he propuesto retener íntegra la sensibilidad que transmiten el dúo entre don Carlos y el marqués de Posa ("Dio che/nell'alma infondere), y el aria lúgubre de Felipe II (Ella giammai m'amò...!).
Bob Dylan ha descrito de forma poética el crisol en que se funde la literatura ingenua con la canción popular. En su caso, la inspiración proviene del Quijote, de Sin novedad en el frente, de Moby Dyck, y de La Odisea. Su discurso de aceptación del premio Nobel se cierra con la cita de Homero: "Canta en mí, oh musa, y a través de mí di tu historia". También Cervantes expresa en mi novela sus sentimientos más profundos y los versos más vibrantes a través de los cánticos de Verónica, su amada.
Mi obsesión desde que empecé a escribir Cerbantes en la casa de Éboli ha sido reencontrarme con la ingenuidad de Miguel desde mucho antes de que su carácter estuviera forjado. Y para pensar con ingenuidad y hablar de manera directa no hay nada como decirle las cosas a los niños; en este caso, a Anita de Silva y Mendoza, hija de los Éboli, recién llegada al uso de razón.
Y no es que haya situado yo a Cervantes como preceptor de la casa Éboli por simple oportunismo, para facilitarme la tarea de escribir en modo ingenuo, pero esta ha sido una feliz coincidencia porque, al verse obligado a hacer pasar todos sus relatos y enseñanzas a través del tamiz de la comunicación con una niña, los diálogos adquieren naturalmente una frescura que no habrían tenido en otro caso y que acaban contagiando a toda la obra. A mí me sucedía igual cuando les relataba historias a mis hijos.
Si bien se mira, eso es lo que ocurre también en El Quijote, en donde el hidalgo manchego, ebrio de sus ensoñaciones novelescas y de las hazañas imaginarias de la caballería andante, casi inexplicables, se obliga a expresar sus propósitos y construir sus sentencias de manera que las entienda y pueda compartirlas un rústico completamente inculto, aunque naturalmente despierto, ingenioso y amigo de tratarse a sí mismo con todo regalo en cualquier ocasión.
Con ello, además, Cervantes contrapuso el carácter apolíneo del caballero medio loco a la personalidad dionisíaca del escudero, a quien describe como un verdadero Sileno, gordinflón y bebedor —siguiendo en la estela de Erasmo, quien siempre hizo elogio de la locura y de Sileno, el ayo de Baco—, lo que refuerza el tono ingenuo de los diálogos entre ellos.
Les diré algo también sobre el contenido del libro, aunque sin contarles el final. Para que el futuro lector no pierda toda la intriga, en lugar de hablar del argumento explicaré en qué consiste esta obra.
Se trata de una novela histórica con dosis minimalistas de ficción. O sea, en lugar de fantasear con lo que les ocurrió a los personajes reales que aparecen en el relato, yo trato de respetar al máximo lo que sabemos sobre ellos y sobre lo que aconteció durante aquellos años. Esta no es una limitación muy grave porque en realidad sobre aquel tiempo sabemos bastante poco y, por muy respetuoso que se sea con lo ya sabido, siempre queda un espacio amplísimo para la ficción. Pero la exigencia de minimalismo obliga a andar con mucho cuidado y a acompañar el texto con notas finales, valiéndome en mi caso de la condición ficticia de editor de un texto encontrado.
Porque respetar la historia conocida no es algo tan fácil como parece. Y, si no, que se lo digan a Geoffrey Parker —máxima autoridad viviente sobre la materia—, quien a poco de publicar lo que consideró la biografía definitiva de Felipe II se topó entre los papeles de Altamira con un billetito manuscrito de puño, letra y rúbrica del duque de Alba en el que, más o menos, exigía al rey que asesinase a don Juan de Austria porque andaba sublevado y venía a apoderarse de la corona, precedido por Juan de Escobedo. Hasta ahora esto era considerado como una de las patrañas del intrigante Antonio Pérez, pero ese documento obligó a Parker a cambiar de criterio y a calificar de "rey imprudente" a quien hasta ahora venía considerando como el "rey prudente" por antonomasia. ¡Fíjense ustedes cómo cambia la cosa con un solo billete escrito!
Algo parecido ocurre con la difusión del relato sobre el juicio sumarísimo y la ejecución del príncipe don Carlos, que venía circulando por ahí desde hace siglo y medio pero había quedado ninguneado. Por no hablar del escrito del coronel Bory de Saint-Vincent, según el cual don Carlos está enterrado en El Escorial dentro de un bloque de cal compacta, de acuerdo con el documento publicado por Prospére Gachard en la primera edición de su obra definitiva sobre Don Carlos y Felipe II. Ciertamente este apéndice desapareció desde la segunda edición sin que se haya vuelto a saber nada de él: ¡con lo fácil que habría resultado desmentirlo, simplemente sopesando el ataúd! Hasta que alguien lo haga, debemos considerar que la afirmación es cierta.
Y qué decir de los múltiples testimonios de que el rey Felipe se comportaba como un verdadero depredador sexual entre las damas que formaban parte de la casa de la reina Isabel de Valois, su mujer. Francisco Rodríguez Marín dedicó a esta cuestión nada menos que su discurso de recepción ante la Real Academia de la Historia en abril de 1927, dejando sentado que el rey católico era muy poco católico en cosas de mujeres. Mucho agradezco yo a don Francisco su documentado discurso, porque el asunto da muy buen juego en mi novela y Miguel de Cervantes tiene así ocasión de comportarse como un verdadero caballero andante en materia de desagravio de doncellas mancilladas, dando pié a un capítulo de disipación sexual —por exigencias del guión, como dicen los cineastas— que seguramente será muy apreciado por una parte de mis lectores.
El lector avisado podrá pensar que situar a Miguel en la casa de Éboli como preceptor y secretario de cartas no es minimalista, porque ningún documento da fe de ello. Bien es verdad que alguien debió de realizar esa función y tampoco ningún documento nos dice quién fue. Yo afirmo que esto es también ficción minimalista porque no hay sitio más apropiado en todo Madrid donde situar a Cervantes esos años que en la casa Éboli.
Veamos: sabemos que su maestro, don Juan López de Hoyos, colocaba a sus pupilos como preceptores de los vástagos de las principales casas nobiliarias. Esto hizo con Luis Gálvez de Montalvo —el autor de La Fílida—, a quien situó esos años en la casa de Infantado como preceptor del hijo del Conde de Saldaña. ¿Resulta sorprendente, pues, que don Juan colocase a su discípulo predilecto en la casa del ministro principal de la corte?
A mayor abundamiento, Miguel compartía una prima —Martina de Mendoza y Cervantes—, con la princesa de Éboli, y la casa de los príncipes se encontraba a cinco minutos de la capilla del Obispo, en donde dio sus clases hasta 1568, y a pocos pasos de donde se abrió ese año el Estudio de Madrid, en el que Cervantes fue ayudante de López de Hoyos.
Y aquí lo dejo. Si desean saber algo más sobre el contenido del libro pueden mirar el índice, que es tan detallado como le gustaba hacerlos a Cervantes.