La información y sus riesgos
Me pregunto qué nos espera a los usuarios, a los ciudadanos, a los que debemos decidir de qué modo ésta nos afecta
Hace unos días, uno de mis mejores amigos me preguntó mi opinión sobre el hecho que Twitter — y otras tantas plataformas — eliminaran las cuentas personales de Donald Trump. Me lo preguntó porque durante años hemos debatido, antes o después, sobre los alcances de la libertad de expresión, en especial en plataformas que no se atienen a un criterio editorial pero abarcan un considerable rango de influencia. No supe qué responder.
— Es una empresa privada.
— Pero es un medio de difusión — me responde — de modo que…de alguna forma tiene la obligación tácita de respetar el derecho de otro a expresarse ¿no?
No sé que responder. Mi amigo se encuentra en Copenhague (Dinamarca), país en el que la libertad de expresión se da por sentada, aunque por supuesto, tiene las mismas restricciones y libertades que el resto de Europa, mucho menos laxa al respecto de lo que es América. No obstante, la pregunta es pertinente, más aún cuando durante aproximadamente una década la cuestión de qué decir — o cuando no decirlo — se ha convertido en asunto de seguridad nacional para buena parte de los países del globo.
La primera vez que escuché sobre el semanario Charlie Hebdo fue en el año 2006, cuando desafió a los islamistas al mostrar un grupo de caricaturas del profeta Mahoma y que fue publicado en un diario de Dinamarca. La decisión causó revuelo, además de una serie de opiniones encontradas sobre la defensa de la libertad de expresión y opinión en el mundo. Me obsequiaron con el ejemplar del semanario que incluía los 12 dibujos donde además de mostrarse al profeta Mahoma — desafiando la prohibición de reproducir su imagen — lo hacía en tono humorístico. Me asombró su desparpajo, pero sobre todo, su valor. Porque cuando se habla de extremismo religioso no hay medias tintas: para un fanático que considera un arma una herramienta de reivindicación religiosa, un dibujo es mucho más ofensivo que un asesinato. El derramamiento de sangre se justifica, se ensalza, resulta casi obligatorio. De manera que el gesto de Charlie Hebdo no era sólo una muestra de libertad de las ideas, sino también una osadía de considerables implicaciones.
Conservé el ejemplar por meses. Mientras los islamistas indignados salían a la calle exigían respeto mediante el uso de la fuerza y de la amenaza, seguí mirando de vez en cuando ese alegato elocuente sobre la libertad de las ideas. Más de una vez, me pregunté si esa defensa a ultranza del derecho a la opinión no era otra cosa que una necesidad inquietante del semanario de convertirse en un símbolo de solidaridad contra la violencia que ataca a la inteligencia. Miraba las páginas — con las ilustraciones de corte infantil pero profundamente reaccionaria — y me preguntaba hasta donde podrían soportar el asedio. Hasta qué punto podrían luchar y rebelarse contra una visión del mundo construida a partir del odio y el derramamiento de sangre.
En 2011, la redacción de Charlie Hebdo fue destrozada por un incendio. Un acto que varias corrientes fundamentalistas llamaron de “retaliación y venganza”. Recuerdo haber pensado qué ocurriría después, si la violencia finalmente había triunfado al momento de imponer su silencio, de cercenar y mutilar la aspiración de libertad de un mundo cada vez más lastimado por la censura.
Me alegró comprobar que no: el 19 de septiembre de 2012 el semanario satírico publicó una atrevida portada en la que a través de una alusión a la película francesa Intocable”del director Eric Toledano, se burlaba de nuevo del extremismo islámico, bajo el titulo “Intocables 2: no se rían”. En la imagen podía verse a un Imán, cuya silla de ruedas era empujada por un rabino, en una clara parodia política que levantó de nuevo la polémica y las protestas.
El 7 de enero de 2015 desperté para leer la noticia del ataque a la redacción de Charlie Hebdo. En el acto de violencia murieron doce personas incluyendo tres de los dibujantes más conocidos de la revista: Cabu, Wolinski y Stéphane Charbonnier, que era también el director del semanario. Aterrorizada, pensé de nuevo en la libertad de expresión. ¿Cómo enfrentarse a un fanático? ¿cómo enfrentar la amenaza cotidiana del silencio, de la censura, del enfrentamiento eventual contra la violencia?
— Por ese motivo te pregunto sobre lo ocurrido con Trump — prosigue mi amigo — ¿Es un ataque a la libertad de expresión?
En la pantalla de Zoom, su rostro parece preocupado. Como a mí, los límites del debate sobre la violación, sobre la pertinencia de la libertad de las ideas, le resultan importantes. ¿Qué decir sobre lo ocurrido con Trump? Es la violencia fanatizada, de nuevo convertida en herramienta para el ataque. El discurso que promueve no sólo el desconocimiento de las leyes y la violencia, sólo que ahora del lado del poder. ¿Quién decide cuando es demasiado? ¿quién dice cuando puede esgrimirse el bien común? ¿por qué tendría que ser diferente cuando el instigador del odio está al otro lado de la línea de la influencia? ¿cuál es la diferencia entre un extremista que ocupa una oficina de Gobierno y otro que es un ciudadano común?
— No todo es tan sencillo — dice mi amigo — después de todo, se trata de quién decide el flujo de información.
— O cuándo es demasiado.
La pregunta queda en el aire. A veces, no tener respuestas es mucho más incómodo y doloroso que tenerlas. Y este es uno de esos casos. Mientras leo el debate sobre Trump y lo que podría ocurrir de aquí en adelante, me pregunto qué nos espera a los usuarios, a los ciudadanos, a los que debemos decidir de qué modo la información nos afecta. ¿De quién depende la decisión? ¿hacia dónde se inclina el poder? No lo sé. Y quizás, ese desconocimiento — personal y colectivo — sea peligroso en una época tan impredecible como la nuestra.