La increíble isla menguante
Como le he venido contando a Carlos Alsina, en su programa Más de Uno, de Onda Cero, en Estados Unidos están pasando cosas.
Para averiguar las últimas me he visto obligado a realizar un viaje. La expedición que ha puesto el punto final a esta temporada radiofónica. En plan aventura; como solían hacer Tintín, Truman Capote y todos los grandes reporteros.
Me he desplazado hasta una isla que está a punto de desaparecer. Una isla con 450 almas y una superficie de 3 kilómetros cuadrados. Un trozo de tierra que se eleva tan sólo 1 metro sobre el nivel del mar en su cota máxima y que pierde cada año 5 metros de costa: la increíble isla menguante.
Sus habitantes llevan veinticinco años solicitando, sin éxito, ayudas al gobierno para detener el desastre y saben que, si el auxilio oficial no se produce enseguida, no les van a quedar otros veinticinco para contarlo.
Si miras el mapa de Estados Unidos, verás que en la costa Atlántica, debajo de Nueva Jersey, sale la península donde está Delaware, el primer estado de la unión. Entre este apéndice y el continente, hay una enorme bahía que responde al nombre de Chesapeake. Una zona de aguas cálidas y poco profundas en cuyas arenas encallaron muchos galeones españoles y donde, fruto de aquellos naufragios, hoy galopan por sus playas manadas de caballos salvajes, the wild ponies, descendientes de las cabalgaduras hispanas.
Bueno, pues en el centro de esta bahía, está nuestra isla: Tangier Island. A 15 millas de la costa de Virginia. Para llegar he tenido que coger en Onancock un ferry pequeñito, de ración, como para veinte personas, que tarda una hora, cuesta cuarenta dólares y sólo va y viene una vez al día.
Muchos de los 450 habitantes no lo cogen nunca. Primero, porque les resulta muy caro, y luego porque, como confiesa el alcalde, en el continente te ves rodeado de gente que no conoces de nada y a la que no puedes atender porque no sabes qué problemas les acucian. Algo que, acostumbrados a reconocer todos los rostros, les inquieta.
Aunque Tangier pertenece al estado de Virginia, el alcalde no habla con acento norteamericano. Nope. Como el resto de los isleños, se expresa en el cerrado acento de Cornwall, Inglaterra; población de la que llegaron las tres primeras familias a principios del 1600. Y, cuatrocientos años más tarde... aún no han perdido el acento. Ni tampoco el apellido, porque la mayoría de los habitantes de Tangier comparten el mismo: Crokett.
La isla cuenta con un agente de policía y el médico llega en avioneta a pasar consulta un día en semana. La escuela tiene 80 alumnos, de los que una media de 9 se gradúan al año. Hay un hotel, tres restaurantes, una tienda de ultramarinos y una biblioteca pública en la que, en lugar de empleado cuelga un cartel que dice, "si te llevas un libro, deja otro."
No hay más coches que el del policía único, el camión de bomberos y un par de vehículos más que pertenecen a algún vecino. Para qué. La gente se desplaza andando, en bicicleta, o en carrito de golf trucado, como los taxis de Madrid, en motor de propano. Los que tienen coche propio, lo dejan aparcado en el continente. En Crisfield, Maryland, que está a 12 millas y es de donde suelen venir los pocos turistas que se dejan caer en verano a bordo de un barco que hace una parada diaria de dos horas.
El correo postal sale todas las mañanas a las 8 y media y llega en el ferry de las 11.30. Pero la basura sólo se recoge tres veces al año. Así que, mientras aparece el barco estercolero, hay que acumularla en una esquina de la isla. Por cierto, no demasiado disimulada, ya que Tangier carece de árboles. Se conoce que los cortaron los pobladores ingleses en el siglo XVII y, por lo visto, a nadie se le ha ocurrido repoblar desde entonces.
Los hombres son pescadores de cangrejo. Watermen. Tangier se denomina a sí misma la capital mundial del cangrejo de caparazón blando. Los pescan con trampas en las que pueden caer hasta cuatro docenas y los meten en acuarios en espera de que muden la piel. En cuanto el animal realiza el cambio de coraza y se queda desnudo, es decir, blandito, lo congelan y lo mandan a Nueva York. Allí lo sirven los restaurantes como delicatesen. The soft shell crab, el cangrejo de caparazón blando, que se come entero, con pinzas y todo, rebozado en harina, vuelta y vuelta en la sartén con un pellizco de mantequilla. Gloria bendita. En los restaurantes locales tienes que degustarlo con una limonada rosa o un vaso de té, porque el consumo de alcohol está prohibido.
Y ahora viene la parte interesante de la historia. La que ha motivado mi travesía. Resulta que el 87% de la población de Tangier votó a Donald Trump en las pasadas elecciones y aún ahora, en un momento en que la aceptación del presidente está por los suelos, le siguen apoyando a muerte. ¿Por qué? ¿Responde esta modesta comunidad de pescadores, que parece anclada en el tiempo, al estereotipo del núcleo duro de los deplorables, calificativo con que Hillary Clinton describió a los seguidores de Trump? Me temo que va a ser que no. Más bien parece gente trabajadora, sencilla y abierta a los visitantes. ¿Racistas? Tampoco. Como ejemplo, el alcalde y su mujer han adoptado a cuatro niñas de la India.
La respuesta que encuentro es mucho más sencilla que todo eso. El caso de Tangier Island es, como el de muchos otros votantes de Trump, el de estadounidenses desesperados a los que nadie prestaba atención y a los que, de repente, un encantador de serpientes les ha prometido soluciones imposibles.
Trump prometió que iba a dejar de gastar billones de dólares en reconstruir Irak y Afganistán para empezar a invertirlos en reconstruir Estados Unidos. America First. Y ahí es donde los isleños atisbaron por fin la respuesta a sus oraciones. Dinero público para detener la erosión. Fondos para salvar su isla.
La elección ocurrió en noviembre. En junio les llegó la confirmación de que habían dado en el clavo. Sí, porque Trump, aparte del muro en la frontera de México, resulta que prometió construir otro. Uno que rodearía Tangier y evitaría que el mar siguiera robándole arena hasta hacerla desaparecer. El propio presidente llamó por teléfono en junio al alcalde para contárselo. Le dijo que se había enterado de la existencia de la isla por un reportaje de la televisión y que no se preocupara porque, si Tangier había estado ahí cientos de años, seguiría ahí otros cientos de años más.
En la isla ondean banderas de Trump por todas partes. En los corrillos, a parte de la noticia del día, que consiste en que un vecino ha arrojado una colilla a un cubo de basura y casi quema una vivienda, se insiste en que el avión presidencial, el Air Force One, podría aterrizar para una visita sorpresa en cualquier momento. El problema es que la pista del aeropuerto de Tangier apenas mide doscientos metros y... bueno, aunque el presidente podría aparecer por mar en el Marine One, además resulta que, desde que Trump llegó a la Casa Blanca, ha propuesto enormes recortes en todas las agencias relacionadas con el cambio climático y en las ayudas a poblaciones amenazadas por las crecidas del mar.
Pero el alcalde no quiere saber de política. Dice que Trump se lo ha prometido y que además él no fue quien llamó al presidente, sino el presidente quien le llamó a él.
Nosotros sólo sabemos una cosa: que Trump es impredecible. Ahora, mientras tanto, la isla se sigue hundiendo.