La hora de la política
La inesperada y celebrada carambola política que posibilitó la decapitación de Mariano Rajoy y la salida del Partido Popular del Gobierno del Estado ha tenido varios efectos colaterales, que pocas semanas antes parecían imposibles. Uno de ellos es el papel adquirido por el PDeCAT en la operación para echar Rajoy y el que podría asumir el PSC como intermediario en el conflicto entre Catalunya y España ante la ventana abierta que ha supuesto la llegada de Pedro Sánchez. Es la hora de la política.
Los dos partidos principales durante 35 años en Catalunya, que se habían repartido el poder del país y que también habían sido claves en la formación de mayorías en el Estado, tienen la oportunidad de recuperar ahora parte del papel perdido. Los sucesores de Convergència redujeron los diputados a la mitad en las elecciones generales de hace dos años y perdieron el grupo parlamentario propio. En esos mismos comicios, el PSC firmó solo siete diputados, muy lejos de los 25 que había logrado ocho años atrás. Es decir, nunca como ahora los dos partidos habían tenido tan poco músculo en el Congreso.
Pero el nuevo escenario los hace imprescindibles, al menos si se pretende aspirar a salir del callejón que llevó la falta de voluntad de diálogo adoptada por el PP (sí: con la clara complicidad del PSOE) y el error de unilateralidad que no sólo no consiguió nada, sino que hizo perder demasiado. El PDeCAT y el actual PSC tienen más divergencias que elementos en común, y la sociovergencia no es un plato que ahora esté sobre la mesa. El espíritu del 1 de octubre y la aplicación del 155 son caminos absolutamente contrapuestos. Pero también es cierto que ambas formaciones tienen necesidades compartidas; son conscientes de que la parálisis de los últimos años ni les favorece a ellos ni a las aspiraciones que representan y –sin renunciar a ninguno de sus planteamientos y posiciones– son los menos interesados que se mantenga una política de bloques.
La hora de la política es la que ha rentabilizado al máximo el PNV, que con sólo cinco diputados en Madrid ha conseguido unas condiciones de mejora de la financiación superiores a las que nunca haya tenido Catalunya, ha aumentado las pensiones en todo el Estado y, de paso, ha puesto sus imprescindibles granitos de arena para echar a Rajoy, mientras pactaba con Bildu el derecho a decidir y se implicaba socialmente en las recientes movilizaciones vascas por la autodeterminación. Y todo ello, con dos diputados menos que los neo-convergentes y uno por debajo de los socialistas catalanes con menos representación en el Congreso desde la Transición. A esto se le llama política. En estado puro.
Los quince diputados que suman en el Congreso el PDeCAT y el PSC son franca minoría y, además, ni comparten grupos ni bloques ni aspiraciones. Lo que ha ocurrido en los últimos años no hace posible ningún acercamiento ellos, a no ser que sea por intereses estratégicos, partidistas o, incluso, logísticos. El PSC que ha renunciado al derecho a decidir, que ha votado el 155 y que ha ido a las manifestaciones unionistas junto con el PP y Cs es un PSC claramente marcado por la corresponsabilidad en la ignominia. Mientras el PDeCAT es un partido hoy falto de cohesión, con más incertidumbres que determinaciones, y condicionado por la línea, la estrategia y las aspiraciones de Junts per Catalunya.
Pero tanto una formación como la otra representan los respectivos centros en los dos ámbitos. De entrada, son los más interesados en desinflar la dinámica de bloques y explorar territorios líquidos y vías intermedias, especialmente de cara a las municipales de 2019. El Procés ha situado los herederos de Convergencia –acostumbrados a mover la geometría variable en función de las necesidades de cada caso– en un rincón de la política de alianzas. Sólo han podido establecer acuerdos estructurales con ERC –con los que precisamente han competido para ver quién era más independentista– o con la formación más alejada de sus modelos económicos y sociales, que es la CUP. La polarización ha empujado un partido que es de centro a uno de los polos y le ha minado su capacidad de pactos, lejos del papel que había caracterizado su política. Los pocos acuerdos municipales que los neo-convergentes han cerrado desde el 2015 con el PSC saltaron por los aires por el referéndum o el 155.
Por su parte, los socialistas catalanes, con Pedro Sánchez en La Moncloa, también tienen necesidades evidentes de huir del bloque que comparten con un PP con alma de revancha y un Ciudadanos desconcertado, pero sumergido de lleno en el ultranacionalismo. El Procés ha pasado una terrible factura al PSC, que lo ha dejado esquelético (Iceta tiene menos de un tercio de los diputados que llegó a alcanzar Maragall) y, sobretodo, despojado de una de las dos almas que lo caracterizaba como un partido cohesionado y central en Catalunya. Hay pocos elementos que inviten a pensar que lo que queda del PSC quiera realmente recuperar la condición catalanista por convicción –ya que ahora son poco más que una federación del PSOE– pero la dinámica que se establecerá en la política estatal les obliga a desmarcarse de la derecha nacionalista española.
La hora de la política permite explorar vías –difíciles, rebuscadas y también contradictorias entre sí– que aporten nuevo recorrido a las aspiraciones de la inmensa mayoría de los catalanes de resolver el conflicto a través de un referéndum acordado, que, guste o no, es la única manera de resolver el conflicto. El Gobierno de Pedro Sánchez no lo concederá, es evidente.
Pero Sánchez tiene la necesidad imperiosa que sus actuaciones para rebajar la tensión no se queden en simples palabras o un insuficiente acercamiento de los presos políticos a sus familias. Y en esta empresa, el PDeCAT y el PSC, cada uno desde su débil pero decisiva posición y sin renunciar a ninguno de los objetivos pueden jugar un papel capital para favorecer un nuevo marco que se traduzca en hechos concretos, por pequeños e insuficientes que puedan resultar.
Encajar las piezas será una empresa complicada, que contará con muchas voces –en ambos extremos– que no perdonarán ninguna concesión de su correspondiente parte y que desearán mantener la vía apocalíptica de la confrontación con la que alimentan su maquinaria. Pero estamos hablando de política, que es el arte de hacer posible lo que aparentemente es imposible.