La historia oculta sobre la creación del Estado de Israel

La historia oculta sobre la creación del Estado de Israel

La narrativa más común sobre el nacimiento del Estado de Israel es que fue una creación de la ONU y que el mundo votó a favor, pero estas creencias son incorrectas y se puede demostrar.

HAZEM BADER via AFP via Getty Images

Para comprender el esfuerzo de Palestina por convertirse en un Estado miembro de pleno derecho de Naciones Unidas, es importante comprender antes las primeras actuaciones de la ONU en 1947 en el conflicto entre Israel y Palestina.

La narrativa más común sobre el nacimiento del Estado de Israel es que fue una creación de la ONU, que el mundo votó a favor y que el establishment gubernamental de los Estados Unidos también lo apoyó. Todas estas creencias son incorrectas, y se puede demostrar.

En realidad, aunque la Asamblea General de las Naciones Unidas recomendó la creación de un Estado judío en una parte de Palestina, dicha recomendación no era vinculante y el Consejo de Seguridad nunca la llevó a la práctica.

En segundo lugar, la Asamblea General solo aprobó la recomendación después de que los promotores de Israel amenazaran y sobornaran a numerosos países para alcanzar los dos tercios de los votos que se necesitaban.

En tercer lugar, la Administración de Estados Unidos apoyó la recomendación por motivos electorales y tuvo que imponerse a las férreas objeciones del Departamento de Estado, de la CIA y del Pentágono.

La aprobación de dicha recomendación de la Asamblea General hizo que se disparara la violencia en la región. A lo largo de los meses siguientes, el brazo armado del movimiento pro-Israel, que llevaba tiempo preparándose para la guerra, perpetró una serie masacres y expulsiones por toda Palestina con el fin de allanar el camino para un Estado de mayoría judía.

Fue esta agresión armada y la limpieza étnica de al menos 750.000 palestinos indígenas lo que permitió la creación del Estado judío, que tenía un 95% de población no judía antes de la inmigración sionista y que se mantuvo en el 70% tras años de intensa inmigración. Y, pese a la fina capa de legalidad que sus partidarios obtuvieron en la Asamblea General, Israel nació ante la oposición de expertos de Estados Unidos y gobiernos de todo el mundo, que basaban sus objeciones en razones pragmáticas y morales.

Echemos un vistazo más de cerca a algunas de las claves específicas.

En 1947, la ONU trató la cuestión de Palestina, un territorio administrado por los británicos.

Aproximadamente 50 años antes, había nacido en Europa un movimiento llamado sionismo político. Su intención era crear un Estado judío en Palestina, previa expulsión de sus habitantes cristianos y musulmanes, que representaban el 95% de la población, y su posterior reemplazo con inmigrantes judíos.

A medida que este proyecto colonial se intensificaba con el paso de los años, los indígenas palestinos reaccionaron con brotes de violencia ocasionales, pero los sionistas ya lo tenían previsto, puesto que la gente tiende a resistirse a ser expulsada de sus tierras. Los historiadores palestinos e israelíes citan algunos documentos en los que los sionistas hablaban de su estrategia: comprarían las tierras de los palestinos hasta que todos emigraran o, en su defecto, adelantarían su marcha a través de la violencia.

Cuando vieron que los esfuerzos por comprar las tierras solo les granjeaba un pequeño porcentaje del territorio, los sionistas crearon una serie de grupos terroristas para luchar contra los palestinos y los británicos. El terrorista Menachem Begin, que acabaría siendo el primer ministro de Israel, presumió después de que los sionistas habían traído el terrorismo a Oriente Medio y al mundo entero.

Finalmente, en 1947, el Reino Unido anunció que terminaba su control sobre Palestina, establecido a través de la Liga de las Naciones tras la I Guerra Mundial, y convirtió así la cuestión sobre Palestina en un asunto de Naciones Unidas.

En ese momento, la inmigración sionista y el proyecto de compra de tierras ya había aumentado la población judía hasta el 30% y la propiedad de la tierra del 1% al 6%.

Dado que uno de los principios fundacionales de la ONU fue la autodeterminación de los pueblos, lo esperable habría sido que promoviera y apoyara unas elecciones justas y democráticas en la que todos los habitantes pudieran decidir sobre la creación de un país independiente.

En vez de eso, los sionistas presionaron a la Asamblea General de la ONU para que les concedieran un desproporcionado 55% de Palestina. (Y aunque rara vez lo admitían de forma pública, su intención era tomar posteriormente el resto de Paelstina).

El Departamento de Estado de Estados Unidos se opuso férreamente al plan de partición porque consideraba que el sionismo vulneraba los principios fundamentales y los intereses de Estados Unidos.

El escritor Donald Neff afirma que Loy Henderson, director de la oficina de Oriente Próximo y Asuntos Africanos del Departamento de Estado de Estados Unidos, le escribió un informe al Secretario de Estado en el que le advertía lo siguiente:

“...el apoyo del Gobierno de los Estados Unidos a una política que favorece el asentamiento de un Estado judío en Palestina sería contrario a los deseos de la gran mayoría de los habitantes locales en lo que respecta a su forma de gobierno. Además, supondría un grave perjuicio contra los intereses estadounidenses en Oriente Próximo y Oriente Medio...”.

Henderson siguió subrayando:

“A día de hoy, Estados Unidos tiene un prestigio moral en Oriente Próximo y Oriente Medio que ninguna otra gran potencia alcanza a igualar. Perderíamos ese prestigio y seríamos considerados durante muchos años como traidores de los principios fundamentales que nosotros mismos pregonamos durante el periodo de guerra”.

Cuando los sionistas empezaron a presionar en la ONU para llevar a cabo el plan de partición de Palestina, Henderson insistió en la necesidad de oponerse a la propuesta. Advirtió de que una partición de esas características solo podría implementarse por la fuerza y que no estaba basada en ningún principio. También escribió:

“...[esa partición] convertiría el problema de Palestina en permanente y lo complicaría aún más en el futuro...”.

Henderson señaló específicamente:

“...[las propuestas de partición] suponen una clara violación de los principios establecidos por la Carta de las Naciones Unidas, así como de los principios en los que se basan los conceptos del Gobierno de Estados Unidos. Esas propuestas, por ejemplo, ignoran los principios de autodeterminación y de gobierno de la mayoría. Están reconociendo el principio de un estado racial teocrático e incluso van más alla discriminando, en ocasiones, por razón de religión y raza...”.

Pero Henderson no era el único, ni mucho menos, que recomendaba oponerse al plan de partición. Por ello, se aseguró de dejar claro que la opinión de la carta no era solamente la de la División de Oriente Próximo, sino la de “casi todos los miembros de Servicios Exteriores o del Departamento que han trabajado en algún momento en los problemas de Oriente Próximo”.

No exageraba. Un alto funcionario tras otro de cada agencia estatal se opuso al sionismo.

En 1947, la CIA informó de que el liderazgo sionista estaba persiguiendo objetivos que pondrían en peligro tanto a los judíos como “los intereses estratégicos de las potencias de Occidente en Oriente Próximo y Oriente Medio”.

El presidente Harry Truman, pese a todo, ignoró los consejos. El asesor político de Truman, Clark Clifford, creía que el voto y las donaciones de los judíos eran esenciales para ganar las elecciones estadounidenses y que apoyar el plan de partición les granjearía el favor de dicha comunidad. (Dewey, rival de Truman por la presidencia, también se posicionó a favor de la partición de Palestina por motivos similares).

El Secretario de Estado de Truman, George Marshall, conocido general de la II Guerra Mundial y autor del Plan Marshall, se mostró furioso al ver que los intereses electorales de cada partido se imponían a los intereses nacionales. Calificó lo sucedido como una “finta transparente para ganar un puñado de votos” que menoscababa “la gran dignidad del cargo de presidente”.

Marshall escribió lo siguiente sobre el asesoramiento de Clifford: “Estaba basado en consideraciones de política nacional, mientras que el problema que afrontábamos era internacional. Afirmé sin rodeos que, si el presidente seguía los consejos del señor Clifford, en esas elecciones yo habría votado contra el presidente”.

Henry F. Grady, conocido como “el mayor soldado diplomático de los Estados Unidos durante el periodo crítico de la Guerra Fría”, encabezó una comisión en 1946 destinada a encontrar una solución para Palestina. Posteriormente, Grady escribió sobre el grupo de presión sionista y los peligros que representaba contra los intereses nacionales.

Grady argumentó que, sin la presión sionista, Estados Unidos no habría tenido “mala voluntad contra los estados árabes, que son de vital importancia estratégica en nuestra ‘guerra fría’ con los soviéticos”. También describió el poder decisivo de dicho grupo de presión:

“Yo ya había tratado con grupos de presión anteriormente, pero este en concreto empezó donde otros, desde mi experiencia, habían terminado. [...] He dirigido múltiples misiones gubernamentales, pero en ninguna otra he sufrido tanta deslealtad. [...] En Estados Unidos, puesto que no existe ningún contrapeso político para contrarrestar el sionismo, sus campañas tienen vía libre para ser decisivas”.

Dean Acheson, a la sazón Subsecretario de Estado, también se opuso al sionismo. Su biógrafo escribe que a Acheson “le preocupaba que Occidente acabara pagando un alto precio por Israel”. Otro escritor, John Mulhall, registró la siguiente advertencia de Acheson:

“...transformar Palestina en un Estado judío capaz de recibir un millón de inmigrantes o más agravaría enormemente el problema político y pondría en peligro no solo los intereses de Estados Unidos, sino también los de todo Occidente en Oriente Próximo”.

El Secretario de Defensa, James Forrestal, también trató, sin éxito, de oponerse a los sionistas. Se mostró enfurecido por la política del presidente Truman en Oriente Medio, que consideraba basada en “propósitos políticos miserables”, y afirmó que la política de Estados Unidos debía guiarse por los intereses nacionales, no por consideraciones electoralistas nacionales.

Forrestal representaba el sentir general del Pentágono cuando dijo: “Ningún grupo de este país debería ser capaz de influir en nuestras políticas al punto de poner en peligro nuestra seguridad nacional”.

Un informe del Consejo de Seguridad Nacional advertía de que la crisis de Palestina estaba poniendo en peligro la seguridad de los Estados Unidos. Otro informe de la CIA enfatizaba la importancia estratégica de Oriente Medio y sus recursos petroleros.

De forma similar, George F. Kennan, director de Planificación Política del Departamento de Estado, emitió el 19 de enero de 1947 un documento de máximo secreto que detallaba el gran perjuicio que había supuesto para Estados Unidos el plan de partición de Palestina.

Kennan advertía que “importantes concesiones petroleras y derechos aéreos de Estados Unidos” podían perderse como consecuencia del apoyo al plan de partición y que, al mismo tiempo, la URSS podía beneficiarse.

Kermit Roosevelt, sobrino del presidente Theodore Roosevelt y legendario agente de inteligencia, fue otro detractor más del acuerdo de partición:

“El proceso por el que los judíos sionistas han logrado que Estados Unidos apoye su plan de partición de Palestina demuestra la necesidad vital de una política exterior basada en los intereses nacionales y no partidistas. Solo cuando los intereses de los Estados Unidos se prioricen por delante de cualquier otra consideración podremos desarrollar a largo plazo una política exterior lógica. Ningún líder estadounidense tiene el derecho de poner en peligro los intereses nacionales para conseguir más votos”.

Y proseguía:

“El curso de los acontecimientos de la crisis mundial actual les demostrará a los estadounidenses que sus intereses nacionales y los del propuesto estado judío acabarán colisionando. Esperemos que los estadounidenses sionistas y no sionistas acaben comprendiendo la realidad del problema”.

Gordon P. Merriam, director de la División de Asuntos de Oriente Próximo, también se opuso al plan de partición, pero aportando argumentos morales:

“El apoyo de Estados Unidos a la partición de Palestina como solución del problema solo se puede justificar sobre la base del consentimiento judío y musulmán. De lo contrario, estaríamos violando el principio de autodeterminación que consta en la Carta del Atlántico, en la Declaración de las Naciones Unidas y en la Carta de las Naciones Unidas, un principio que también está profundamente enraizado en nuestra política exterior. Incluso el apoyo de Naciones Unidas a dicha partición supondría, a falta de consentimiento, un anquilosamiento y una violación de la propia Carta”.

Merriam añadió que, sin consentimiento, habría “derramamiento de sangre y caos”, una predicción que ha resultado ser tan trágica como precisa.

Un informe interno del Departamento de Estado también predijo con precisión cómo Israel nacería a través de una agresión armada disfrazada de defensa propia:

“...los judíos serán los verdaderos agresores contra los musulmanes. No obstante, los judíos argumentarán que solo están defendiendo las fronteras de un Estado creado con la aprobación de Naciones Unidas. [...] En el caso de que los musulmanes reciban ayuda exterior, los judíos acudirán corriendo al Consejo de Seguridad afirmando que su Estado está sufriendo una agresión armada y utilizarán todos los medios a su disposición para oscurecer el hecho de que fue su propia agresión armada contra los musulmanes la que desencadenó un contrataque”.

William J. Porter, vicecónsul estadounidense, fue otro de los que predijeron las consecuencias del plan de partición: al final no iba a existir ningún estado árabe en el territorio de Palestina.

Cuando se hizo evidente que el plan de partición no contaba con los dos tercios de los apoyos de la cámara, los sionistas forzaron la prórroga de la votación. Seguidamente, aprovecharon para presionar a numerosas naciones para que votaran a favor. Fueron muchas las personas que describieron esta campaña a posteriori.

Robert Nathan, un sionista que trabajó para el gobierno de Estados Unidos y estuvo especialmente activo en la Agencia Judía, escribió después: “Utilizamos las herramientas que teníamos a nuestra disposición”. Una de esas herramientas fue advertirles a diversas delegaciones que los sionistas utilizarían su influencia para bloquear ayudas económicas a todo país que no votara a favor.

Otro sionista declaró con orgullo:

“Cada detalle fue meticulosamente estudiado y perseguido. Contactamos y convencimos incluso a la más pequeña y remota de las naciones. No dejamos nada al azar”.

El asesor financiero y presidencial Bernard Baruch, por ejemplo, le dijo a Francia que perdería la ayuda de Estados Unidos si votaba contra la partición. David Niles, asesor político de la Casa Blanca, organizó una campaña de presión sobre Liberia, país al que también presionó Harvey Firestone, magnate de los neumáticos.

A los delegados latinoamericanos les dijeron que el proyecto de construcción de una autopista panamericana sería más probable si votaban a favor. Las esposas de los delegados recibieron abrigos de piel de visón (la esposa del delegado cubano devolvió el suyo) y se sospecha que el presidente de Costa Rica, José Figueres, recibió un cheque en blanco. A Haití le prometieron ayuda económica si cambiaba su voto original.

El magistrado Felix Frankfurter, sionista que formó parte del Tribunal Supremo, junto con diez senadores y Clark Clifford, asesor nacional de Truman, amenazaron a las Filipinas, aprovechándose de que aún dependían del desenlace de siete proyectos de ley en el Congreso.

Antes de la votación, el delegado filipino en Naciones Unidas había dado un discurso contra la partición y había defendido de forma apasionada los inviolables “derechos fundamentales de las personas para determinar su futuro político y preservar la integridad de su territorio nativo”.

También declaró que no podía creerse que la Asamblea General estuviera pensando en aprobar un plan que colocaría al mundo entero “de nuevo en el camino hacia la exclusión racial y los arcaicos gobiernos teocráticos”.

Veinticuatro horas después, tras las intensas presiones sionistas, votó a favor de la partición.

La delegación de Estados Unidos en Naciones Unidas estaba tan indignada por la orden de Truman de apoyar la partición que el director del Departamento de Estado sobre Asuntos de Naciones Unidas acudió en persona a Nueva York para evitar la dimisión en masa de los delegados.

El 29 de noviembre de 1947 se aprobó la resolución 181. Aunque es una resolución muy citada, su impacto legal fue limitado, en el mejor de los casos. Las resoluciones de la Asamblea General, a diferencia de las del Consejo de Seguridad, no son vinculantes para los Estados miembros. Por ese motivo, la propia resolución solicitaba que el Consejo de Seguridad adoptara “las medidas pertinentes para su implementación”, algo que no llegó a suceder. Legalmente, la resolución de la Asamblea General no era más que una recomendación, por lo que no creó ningún estado.

Sin embargo, lo que sí hizo fue intensificar la violencia en Palestina. En cuestión de meses (y antes de la fecha en la que Israel data su guerra fundacional), los sionistas ya habían expulsado a 413.794 personas palestinas. Las fuerzas militares sionistas se habían preparado sigilosamente para la guerra antes de la votación en Naciones Unidas y habían hecho acopio de un armamento descomunal, en parte gracias a una extensa red armamentística estadounidense ilícita.

Naciones Unidas logró un alto el fuego muy temporal y parcial y envió a un mediador sueco que había rescatado en el pasado a miles de judíos de los nazis para negociar el final de la violencia. Unos asesinos israelíes lo mataron e Israel siguió con su “guerra de independencia”.

Al final de esta guerra, gracias a una fuerza militar mucho mayor que la de su adversario y una política implacable de expulsión de los no judíos, nació el estado de Israel, que ocupaba el 78% del territorio de Palestina.

Se produjeron al menos 33 masacres de civiles palestinos, la mitad antes incluso de que el ejército árabe interviniera en el conflicto. Cientos de localidades fueron despobladas y arrasadas y un equipo de cartógrafos israelíes fueron enviados para darle a cada ciudad, pueblo, río y montaña un nuevo nombre hebreo. Todo vestigio de la historia, la cultura y el asentamiento de los palestinos quedó abocado a ser borrado de la historia, un esfuerzo que ya casi han completado.

Israel, que afirma ser “la única democracia de Oriente Medio”, decidió no declarar sus fronteras oficiales ni escribir una Constitución, situación en la que siguen a día de hoy. En 1967, conquistaron aún más tierras palestinas y sirias, un territorio que ahora ocupan de forma ilegal, dado que las leyes internacionales actuales prohíben la anexión de territorios obtenidos por conquista militar. No obstante, Israel ha proseguido su campaña de crecimiento a través de la conquista y la confiscación ilegal.

Las personas israelíes, al igual que las personas palestinas y las demás personas del mundo, son titulares moral y legalmente de todos los derechos humanos.

En cambio, el “derecho a existir” del estado de Israel está basado en un supuesto “derecho” derivado del poder, un concepto anticuado que las convenciones legales internacionales ya no reconocen y, de hecho, prohíben de forma específica.

Este artículo fue publicado originalmente en ifamericansknew.org y fue el origen del libro La historia oculta sobre la creación del Estado de Israel, publicado ahora en España por Capitán Swing.

Traducción de Daniel Templeman Sauco.