La histérica, la loca y la feminazi: las nuevas etiquetas para la mujer intelectualmente inquieta
El feminismo siempre ha tenido que batallar por su identidad.
No pasa un día sin que me llamen “feminazi”. Lo digo en serio. Desde hace más de diez años, alguien encuentra suficientes razones para lanzarme el epíteto, ya sea por mis opiniones, por el hecho de ser abiertamente feminista o la más reciente, “por ser progre”, un adjetivo de factura reciente que no sé muy bien cómo encajar. Pero bien, cuando eres feminista, liberal y activista como yo, nadie necesita grandes razones para usar la palabra “feminazi” como un “argumento” (pueden reír aquí) que finaliza cualquier diálogo.
Eres “feminazi” por muchas cosas. Por tener opiniones políticas firmes, por argumentar sobre ideas machistas, por involucrarte en debates públicos en que debes explicar tu punto de vista como puedas en medio de insultos y menosprecios a tu capacidad intelectual. Pero también lo eres si tienes mal humor, si no soportas las impertinencias que de vez en cuando te arrojan a la cara en las redes sociales, si no te ríes de los chistes machistas, si te quedas seria y sin responder a insinuaciones sexuales de toda índole. “Feminazi”, si además tienes una postura crítica sobre leyes que deterioran el estatus legal o cultural de la mujer, si no te da la gana de permanecer callada. “Feminazi” por pensar.
¿Lo peor? Que no siempre la palabra la utilizan los hombres. Lo hacen las mujeres, para dejar claro que en los que a ella se refiere, la postura feminista es una incómoda y nada solicitada intromisión en su vida. He leído y escuchado a mujeres que llaman “feminazis” a otra por quejarse del acoso callejero, a una desconocida que se enfureció porque un grupo feminista colgó en su fanpage un artículo sobre la copa menstrual — ”¿Quién les da derecho a opinar?”, dijo la invisible interlocutora, para mi sorpresa — , a montones que utilizan las palabras para designar las discusiones sobre el aborto y el derecho sobre la capacidad reproductiva. Por lo visto, la palabra feminazi sirve para todo.
No es un fenómeno reciente: cada época tiene una palabra para desautorizar la opinión de una mujer. En el siglo XIX, se llamaba “histeria” a cualquier tipo de pensamiento independiente femenino. Con frecuencia, se prohibía a la mujer todo estímulo artístico o intelectual para evitar “su comportamiento se pudiera trastocar”, como si el mero hecho de tener opiniones o puntos de vista autónomos se considerara peligroso no sólo para su integridad moral y espiritual, sino también la física. Incluso, se llegó a cuestionar que una mujer con el hábito de la lectura y la discusión fuera cuerda y en más de una ocasión, ávidas lectoras y apasionadas por la escritura terminaron en manicomios y casas de reclusión por “transgredir” lo que la sociedad de su época considerable aceptable y “saludable” para la mujer.
Pienso en lo anterior mientras leo en mi Timeline una discusión sobre los “excesos” del feminismo, en la que se invoca a la figura siempre confusa de la “feminazi” como una especie de criatura mitológica de las redes sociales a la que se le achaca todos los males y terrores de la lucha por los derechos de la mujer. El invisible interlocutor menciona que algunas feministas “son unas locas que creen pueden reclamar cualquier derecho” y que ese tipo de “feminazis” deberían ser censuradas. La conversación virtual tiene respuestas de todo tipo: desde quienes insisten en que las feministas “tan extremistas” “deberían callarse” hasta quienes simplemente desestiman cualquier intento de lucha por los derechos de la mujer como “inútil y pasada de moda”. Leí el debate con la enorme preocupación que me suelen provocar este tipo de opiniones, no sólo por sus implicaciones sino porque describen, mejor que cualquier otro, la pesada losa con la que debe lidiar el feminismo como movimiento social.
La palabra «feminazi» — tan de moda durante la última década — se trata de de un término confuso creado en 1990 por el locutor conservador Rush Limbaugh, donde se mezcla el feminismo con algunas connotaciones sobre el «nazismo», en un intento de resumir ambas ideas en un planeamiento que pudiera achacar al feminismo de «radical» y «violento». Limbaugh lo utilizó para señalar a las mujeres que exigían el derecho al aborto y equiparó sus exigencias a las prácticas de control de la natalidad que ejerció el nazismo. Con el transcurrir del tiempo, la palabra se volvió parte de los términos que se utilizan para ridiculizar y minimizar el impacto ideológico del feminismo.
Por supuesto, no es de extrañar que la palabra feminazi esté en todas partes. En nuestra cultura, a la mujer siempre se le estigmatiza de alguna forma. Una obsesión cultural por la conducta femenina que se manifiesta en múltiples maneras y que intenta restringir el comportamiento de la mujer en un molde histórico en el que debería calzar. Preocupa además, que la mayoría de quienes acusan a una mujer de “radical o extremista” al expresar sus ideas políticas o culturales, lo haga desde noción de lo que una mujer puede o no hacer. Ese mandato invisible que parece ser la frontera de lo que una mujer puede aspirar y lo que no.
El feminismo siempre ha tenido que batallar por su identidad, en medio de una sociedad que no parece muy convencida del hecho que una mujer pueda — o deba — luchar por hacer visible la desigualdad. Además, se enfrenta al mero hecho que se cuestione su existencia, como si el mero hecho que un movimiento se ocupe sólo de los derechos de la mujer resulte impensable. La percepción sobre el tema es tan frecuente que resulta abrumadora: En los que hablan de “hembrismo” sin tener la menor idea que no se trata de otra cosa que un concepto nacido de la cultura popular, sin sentido ni tampoco sustento intelectual. En los que señalan como “feminazi” a cualquiera que rebase ese límite invisible de lo que puede ser el discurso político de una mujer. En los que cuestionan hasta dónde puede llegar una mujer en su “discusión política” y los que asumen que incluso en la defensa de los derechos, debe atenerse a “lo socialmente aceptable” para lo femenino. Se trata de una forma de avergonzar y minimizar a la mujer, de condenar sus aspiraciones políticas a epítetos que señalan hasta dónde puede llegar con su lucha. De la misma forma que “puta”, “decente”, “cuaima” y “abnegada” son límites sobre hasta dónde puede llegar la mujer en su comportamiento, el señalamiento contra la lucha política intenta reglar la conducta de la mujer. Hacerlo consumible, menos molesto.
Por supuesto, la realidad implica todo lo contrario: El debate, el argumento, la discusión sobre los derechos de la mujer son necesarios. Está bien cuestionar privilegios, diferencias y desigualdades. Está bien argumentar, debatir, insistir en la necesidad de la defensa de los derechos de la mujer siempre que podamos. Está bien hacerlo incluso cuando parezcas incómoda, irritante e insistente. Está bien asumir que tu voz política es fuerte, persistente y merece ser escuchada. Está bien atreverte a exigir un trato justo e igualitario. Está bien que argumentes sobre temas que competen a tu cuerpo y a tu control sobre él o tu capacidad reproductiva. Está bien — y es necesario — que levantes la voz contra todo tipo de injusticias. Porque no hay sólo motivo por el que debas censurar lo que piensas o dices. No hay una sola razón válida para que no lo hagas, de la manera que quieras o como quieras.
En una ocasión, alguien me insistió que ninguna mujer debería ser feminista porque es una «forma de insulto» a su identidad femenina. Pienso a veces en esa frase cuando redacto artículos sobre los derechos de la mujer, mientras participo con mis ideas y mi punto de vista sobre nuevos escenarios que incluyan a la inclusión y equidad como un tema de enorme relevancia, cuando me enfrento a la exclusión y discriminación de todas las maneras que puedo. Y creo que es justamente esa percepción sobre la normalidad trastocada e «insultada» lo que me anima a continuar luchando como lo hago. Lo que me inspira a continuar. Una pequeña batalla diaria, una forma novedosa de comprenderme a mí misma.