La guerra de la belleza
"Yo al final siento que estos movimientos nos discriminan (...) Si Dios me hizo bonita y con más cualidades ¿por qué no las puedo mostrar?", reclamó Alejandra Díaz, ex chica Playboy, acusando al feminismo de obstaculizar su trabajo como modelo.
Si acaso una mujer es o no libre al transar su cuerpo como objeto, no es una discusión nueva en el feminismo. En 1959 fue la mismísima Simone de Beauvoir quien escribió el ensayo Brigitte Bardot y el síndrome Lolita, defendiendo a la actriz de las críticas a su papel de chica sexy: "Deseo y placer son para ella una certeza mayor que las reglas y los convencionalismos (...) Hace lo que le viene en gana y por eso es tan desconcertante". Pero ha corrido agua en ese debate, y una parte de lo que en la década de los sesenta era considerado liberación sexual hoy cae bajo la sospecha de que el destape no generó mayor igualdad de género, sino que coincidió con los intereses masculinos.
En concreto, ha habido movimientos que se han manifestado a favor de abolir el porno y la prostitución; encontrándose con las resistencias de las trabajadoras en cuestión, quienes acusan al feminismo bien pensante de no considerarlas sujetos capaces de deliberar. Pero lo que no hay es algo así como una movilización en contra de las modelos o de quienes tengan como oficio la explotación de la belleza. Lo cierto es que los concursos de belleza han ido desprestigiándose, no por oposición principalmente, sino por un juicio más bien ético-estético: el ridículo. Según dice Díaz, las marcas hoy buscan menos el imaginario de la mujer en condición de objeto de deseo. Si es así, no es porque haya una conspiración feminista, es porque, aunque no lo reconozcan, lo deseable se ha ido transformando. Ya que sería absurdo suponer que alguien invertiría en publicidad de algo poco atractivo. Si hasta Pamela Anderson se quitó las siliconas.
Los códigos estéticos varían no sólo por una cuestión de moda, menos por amedrentamiento, sino que van de la mano de las transformaciones sociales, las dinámicas de poder, los conflictos de género. Y hace ya algún tiempo que el estereotipo de belleza acomodado al erotismo masculino, esos cuerpos hinchados precisamente en las zonas acordes al fetichismo macho, va quedando como una posibilidad más entre otras del menú de cuerpos, dejando de ser la cúspide del ideal femenino. Y eso no ha ocurrido por algún boicot, como se insinuó en su momento cuando Miss Reef anunció su fin en algunos países (un "Miss culo" muy popular en Latinoamérica, disfrazado de tributo al espíritu deportivo femenino), sino que hoy para muchas chicas aceitarse el trasero en un escenario tiene menos sentido que ser campeonas de surf. Incluso puede serlo no por una reivindicación de género consciente, sino porque derechamente, bajo las nuevas coordenadas sociológicas, puede ser más sexy. Buscar las miradas de deseo, que es lo único que no cambia con los tiempos, puede alcanzarse bajo otras vestiduras.
Es legítima la queja de quienes ven amenazada su fuente de trabajo, pero es poco productivo errar el tiro en la acusación: el mercado cambia porque hay nuevos mundos emergiendo, no porque, como insinúa la modelo, a unas feministas a quien Dios no habría favorecido como a ella, buscan sacar de circulación a las bonitas. Y es que Díaz nombra algo que se murmura todo el tiempo, pero que así como hablar de dinero, no se nombra públicamente: la desigualdad que genera la belleza. La belleza es otra lucha de clases, implica privilegios y desventajas. Pero como escribió Susan Sontag, fue hace no más de un par de siglos que este atributo fue jibarizado, al reducirse sólo al sexo femenino y de manera estereotipada. Nace el denominado bello sexo, al que se adula, pero a la vez se denigra: mujer-belleza se admira, pero también se asocia a superficialidad, narcisismo y dependencia. Esto es lo que la autora llama el "mito femenino" de la belleza: una trampa que termina oprimiendo, porque finalmente atrae al poder, pero no es el poder. Es una belleza que tenía sentido cuando tener marido era la única posibilidad para que una mujer tuviera acceso al mundo. Por lo tanto, había que trabajar en ello.
"Debe haber alguna manera de salvar la belleza de las mujeres, y para ellas", termina así la reflexión de Sontag. Décadas después podemos decir que el amo del mito femenino va en declive, y que hoy los cuerpos son diversos, lo activo no queda relegado a lo masculino, ni el lugar de objeto de deseo a lo femenino. Sin embargo, la identidad se ha vuelto muy corporal, y la nueva opresión va disimulada en la recomendación/imperativo: el bienestar. Hoy cada uno puede/debe diseñar el cuerpo a su gusto (que debe tener claro), con la responsabilidad absoluta de coincidir con su propio ideal. El wellness, esa obsesión por un bienestar neurótico, trajo su propio demonio: la depresión.