La España (política) real
El panorama político español es desalentador: esta semana empieza un juicio a los presos políticos que nunca se debería de haber celebrado, el Gobierno central se ve incapaz en reunir los apoyos mínimos para tramitar los Presupuestos, los partidos independentistas priorizan su disputa al interés general de su proyecto, las tres derechas se ancoran en el discurso extremista y, lo más grave de todo, el tacticismo se impone a cualquier intento de hacer política de verdad. Hace tiempo que ya no hay estadistas (tal vez, con la excepción del País Vasco) y que el discurso político es un arma arrojadiza, en vez de aspirar a ser un camino de encuentro.
La bronca permanente y la incapacidad por tejer alianzas que superen el interés de los partidos está alejando España cada vez más de Europa. La única política que se hace hoy en el ruedo ibérico –incluida, en este caso, Catalunya– es con los sondeos en la mano, tomando decisiones en función de cómo van a influir en la opinión pública y su posterior reflejo en la intención de voto. Es, sin duda, la antítesis a lo que es la política con altura de miras; la que es capaz de mirar más allá, por encima de los condicionantes inmediatos, sean en el ruido histérico de Twitter, en determinados platós de televisión o en las calles de las pancartas. El panorama no es nuevo, ciertamente, pero ahora se expresa con su mayor amplitud a causa de diversos factores coincidentes.
Esta situación ha quedado perfectamente ilustrada en la incapacidad de los Gobiernos de Madrid y Barcelona por alcanzar, no ya un acuerdo, sino un marco en el que buscarlo. Pedro Sánchez ha demostrado estar preso por el relato tremendista de una derecha huérfana de moderación y por la mitad de un partido, el suyo, que hace tiempo que renunció a asumir la diversidad territorial y que se entregó a la política incendiaria del nacionalismo español. El anuncio de una manifestación (que se ha quedado muy lejos de la movilización popular a la que aspiraba) y el conato de rebelión de algunos barones socialistas han sido suficientes para que Sánchez se bajase del caballo. Un gobernante que no aguanta la presión se aleja de ser un estadista.
Y, al mismo tiempo, la errática política del independentismo al negarse a aceptar que en octubre del 2017 se perdió el partido –fundamentalmente a causa de los errores propios– y que la única opción posible para no abandonar el propósito de la soberanía obliga a dibujar estrategias, marcos y plazos diferentes, vuelve a alejarlo de la política real. De hecho, de la realidad. Querer introducir la negociación de la autodeterminación a las primeras de cambio, mientras cerca de media España desearía encarcelar a todos los independentistas es no estar muy predispuesto a buscar un acuerdo. Efectivamente, la única solución para resolver el conflicto catalán pasa por un referéndum acordado, a pesar de lo que repitan hasta la saciedad en la mayoría de las tribunas y de los escenarios de la política española, pero es sobradamente sabido que esto no va a suceder a corto –y difícilmente a medio– plazo. Hacer política quiere decir saber leer el marco en el que te encuentras. Lo contrario es dibujar falsas realidades.
No hay diálogo efectivo entre los gobiernos central y de la Generalitat porque ambos están secuestrados por sus respectivos estados de opinión, que condicionan sus políticas. Unos y otros son conscientes, eso sí, que para avanzar hacia un escenario de soluciones no es suficiente con los gestos, sino que se han de traducir en pequeños acuerdos. Pero ninguno de los dos está (suficientemente) dispuesto a hacer política. Porque alcanzar acuerdos implica ceder en una parte de tus pretensiones o, como mínimo, aplazarlas ante contextos más favorables.
A Pedro Sánchez le aterra que una parte de su electorado se crea el discurso de Vox –que ahora ya firman PP y C's–, que lo pintan como un traidor que vende España al independentismo. Y entre ERC y PDeCAT (o JxCat) se mantiene la misma carrera por el legitimismo en el que ninguno de los dos está dispuesto a frenar primero por no ser acusado de flojera por el otro. Puro tacticismo en una relación que solo se sujeta por la unidad ante la barbaridad que supone el juicio al 1 de octubre. Un juicio, por cierto, en el que España también se sienta en el banquillo de los acusados... la acusación de una parte sustancial de la opinión pública occidental que no acaba de entender cómo intenta solucionar este país sus problemas.
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