La democracia británica puede y debe derrotar a Boris Johnson
Demasiado tiempo perdido por Corbyn antes de dar los valientes pasos de estos días.
Hace un par de años tuve la oportunidad de conversar en Madrid con un investigador británico cuyo think tank estaba dedicando buena parte de sus esfuerzos a desentrañar cómo podía terminar el Brexit. Ante su sorpresa, le dije que, en mi opinión, el problema para su país no residía únicamente en que abandonara la UE –algo de por sí muy negativo-, sino también en que el Reino Unido iba a afrontar pruebas muy duras para su democracia. Su cara de sorpresa fue mayúscula, como si le estuviera hablando de Marte.
El “escándalo constitucional” –en palabras del presidente de la Cámara de los Comunes, el conservador John Bercow-, la “amenaza a la democracia” –en boca de Jeremy Corbyn, líder laborista- o el “golpe contra el Parlamento” –en términos utilizados por muchos diputados- protagonizado por Boris Johnson contra el poder legislativo parece indicar que yo no andaba desencaminado.
El referéndum de junio de 2016 lo ganó el discurso demagógico y populista sostenido por sectores políticos que, en muchos casos, apuestan por una democracia elitista y una economía neoliberal salvaje y ven en la UE la encarnación demoníaca de todo lo contrario. Dichos sectores van desde ilustrados miembros del Partido Conservador educados en Oxford hasta el ejército de la cachiporra verbal liderado por personajes como Nigel Farage, al que tuve el dudoso honor de soportar durante algunos años en el Parlamento Europeo.
No iban a acceder fácilmente a que sus pesadillas imperiales se vieran entorpecidas ni por la razón ni por la negociación ni por la lógica parlamentaria, faltaría más. De ninguna de manera estaban dispuestos a consentir ni un nuevo referéndum ni unas elecciones generales anticipadas que, ahora sí con toda la información disponible, diera a la ciudadanía la posibilidad de ratificar o no el resultado de voto de 2016. Y menos aún que los representantes del pueblo reunidos en el Parlamento hicieran frente a la situación. Primero acabaron con Theresa May, luego pusieron a Boris Johnson al frente del Gobierno y, finalmente, de la mano de este han promovido el cierre de las Cámaras para poder actuar sin ningún control en estas semanas dramáticas.
La decisión es una prueba de vida para la democracia en el Reino Unido, y se ha precipitado porque la oposición ha sido capaz, por primera vez, de ponerse de acuerdo y actuar con decisión. Demasiado tiempo perdido por Corbyn antes de dar los valientes pasos de estos días. Pero el caso es que, finalmente, laboristas, liberales, verdes, nacionalistas escoceses y galeses, independientes y muchos conservadores han puesto pie en pared para evitar un Brexit sin acuerdo el 31 de octubre y conseguir que la ciudadanía pueda acudir a las urnas para decidir el destino del país.
Johnson no quiere ni que el Parlamento ni la ciudadanía le obstaculicen. Por eso, al tiempo que invoca el resultado del referéndum como legitimidad popular de sus decisiones, se desmiente a sí mismo cerrando precisamente la sede de la soberanía nacional. Pero, por mucho apoyo que le brinde su amigo Donald Trump, tiene un grave problema enfrente: la firmeza de la misma democracia cuyo funcionamiento pone en entredicho, la firmeza y la unidad de fuerzas políticas centenarias que han hecho frente con éxito a situaciones históricas gravísimas y la movilización de una ciudadanía que no va a asistir en silencio al robo de su presente y su futuro.
Esperemos que sean capaces de derrotarle y darnos, como va a hacer Italia con un nuevo Gobierno del que formará parte esencial el Partido Democrático, una buena noticia contra el populismo en Europa.