La Conquista y el descubrimiento de la ignorancia
Leo las recientes declaraciones vertidas por el presidente de México, López Obrador, conminando a España a pedir perdón por la conquista de América durante finales del siglo XV y principios del siglo XVI y me hago estas preguntas: ¿López Obrador no tiene problemas más importantes de los que preocuparse? México es un país a merced no solo de los narcos, sino de la herencia del Partido Revolucionario Institucional, que ha retrasado el desarrollo político, económico y social del país durante casi un siglo. La segunda pregunta es la siguiente: se dice que la Historia la escriben siempre los vencedores, pero, ¿acaso no son los vencidos los que intentan ganarle batallas al pasado en vez de centrarse en todo aquello que pueden cambiar?
Siento vergüenza cada 12 de octubre cuando desde mi país, la propaganda posmoderna nos invita a pedir perdón por lo acontecido en América Latina. Me produce rechazo que términos como “derechos humanos”, “Estado de derecho” o “genocidio” se invoquen actualmente para juzgar lo que aconteció siglos atrás, cuando la moralidad de la inmensa mayoría de los países era totalmente distinta. A finales del siglo XV y a comienzos comienzo del siglo XVI marcaron el nacimiento del Estado Moderno. También el Humanismo de Maquiavelo, Tomás Moro o Lutero, refinaron las esencias del pensamiento clásico. Y se consideraba que la guerra, como desarrollaron posteriormente Hegel y Clausewitz, tenía un efecto moralizante para los pueblos. Como ven, las reglas han variado sustancialmente desde aquellos tiempos hasta la actualidad.
Resulta chocante que López Obrador señale a los españoles como principales causantes de lo que ha ocurrido en territorio latinoamericano, pero, en cambio, no haga referencia a cómo después del acceso a la independencia del continente, gran parte de la burguesía criolla, lejos de trabajar por la unión del país y por consolidar un mercado y una identidad latinoamericanos, decidieran poner el país a merced de los norteamericanos o de los ingleses y franceses, condenando a las clases pobres a padecer exactamente el mismo flagelo que sufrieron con los españoles, pero con la incipiente Revolución industrial, su división del trabajo y el perfeccionamiento de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo. Ciñéndonos a España, aquí la memoria histórica no es solamente Francisco Franco, la Segunda República y la Guerra Civil. Es un conjunto de sucesos históricos encadenados que sustentan la argamasa de un país. Porque no se puede entender España como nación y como cultura, sin la Hispania romana, pasando por los visigodos, los musulmanes, Alfonso X y las Partidas, Carlos V, Felipe II o los Decretos de Nueva Planta de Felipe V. Por eso, analizar cada caso de forma aislada cuando la cadena histórica es la que conforma, entre otras cosas, la idea de Nación y de Cultura es un error y sabotea el imaginario colectivo.
Los códigos morales en el siglo XVI eran eminentemente darwinistas. Solo sobrevivían las naciones con ejércitos fuertes. No había instituciones internacionales y, por supuesto, no existía el genocidio como delito. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fue el producto de un Siglo de las Luces que alumbró el alma oscura de la intolerancia europea de la Europa de los siglos XVI y XVII. Se derramó mucha sangre para conseguirlo; se tuvo que combatir contra enemigos muy poderosos como monarcas, aristócratas y clérigos. Cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, las potencias vencedoras y vencidas se dieron cuenta de que la escalada armamentística y el nacionalismo eran máquinas de odio perfectamente engrasadas, se dieron cuenta de que había que suscribir una Declaración de Derechos Humanos y firmar tratados de atribución a instituciones internacionales para que equilibraran la balanza y evitaran desastres venideros. La descolonización fue un imperativo de Naciones Unidas y de Estados Unidos para garantizar el derecho a la independencia de los pueblos oprimidos. Unas reglas que Occidente tuvo que aprender a base de siglos de agresiones.
En casi todos los países latinos, a excepción de Bolivia, que gobierna Evo Morales, un indígena, mandan los criollos. Macri, Piñera, Bolsonaro, Iván Duque y demás son un ejemplo de ello. Incluso el propio López Obrador lo es. Lo que habría que preguntarle al presidente de México es si él, como nieto de cántabro que era, siente si tiene alguna responsabilidad con sus conciudadanos. Como también cuál es su visión sobre la situación agónica de los indígenas de Chiapas. ¿Existe todavía la conducta clasista por parte de los dirigentes mexicanos respecto a los indios? Sí. Incluso miembros del Parlamento Nacional Indígena de México han manifestado su “sorpresa” por las demandas del propio López Obrador. ¿Pidieron el actual presidente de México y sus antecesores perdón a los indígenas por los genocidios sistemáticos cometidos contra ellos durante el siglo pasado? ¿El gobierno de Salinas de Gortari, cuando firmó el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, se disculpó por las expropiaciones de tierras a estos, excluyéndolos, de facto, del nuevo tejido industrial del país? Aún en México subiste el despotismo contra los indios.
Es un error aplicar la moral “pulcra” y “justa” de nuestros tiempos modernos en épocas mucho más duras. Pero un matiz: que las palabras del presidente de México merezcan reproche no quiere decir que muchos reivindiquemos con orgullo lo que supuso la Conquista en el plano político y militar, ni que esas reglas hoy en día nos parezcan admisibles. Que este suceso histórico sea aprovechado por la ultraderecha para reivindicar imperios, hazañas bélicas y relaciones de poder clasistas nos parece bochornoso. Porque si hay algo de lo que uno se puede sentir orgulloso de la Conquista, es del mestizaje, de la fusión cultural y del enorme aporte artístico que América Latina ha hecho a Occidente desde los siglos XIX y XX hasta la actualidad.