La chica tibia
¿Qué puedes hacer cuando el mejor de los gestos demuestra lo poco que se comprenden algunas batallas femeninas?
Hace unos años un amigo querido y al que sigo considerando de los mejores que he tenido me envió un ramo de flores para “celebrar el Día de la mujer”. Por aquel entonces trabajaba en una editorial pequeña y tenía escritorio - eso antes de entrar en el submundo delirante del freelance - y recuerdo que pasé unas horas, preguntándome qué debía decir o responder al gesto. Mi amigo era el hombre más considerado de la Tierra - sigue siéndolo - y sabía que las bonitas flores rodeadas de lazos verdes y en su pequeño florero de cristal eran una muestra de respeto. “A la mujer y a su inteligencia”, había escrito en la tarjeta. Me pregunté si debía aclararle el verdadero sentido del Día de la mujer, pasar por alto el tema, sacar a pasear mi rasgo pedagógico más radical o simplemente, sonreír. O qué. ¿Qué puedes hacer cuando el mejor de los gestos demuestra lo poco que se comprenden algunas batallas femeninas? Recuerdo que miré mucho rato el arreglo floral y luego tomé el teléfono y le agradecí a mi amigo su ternura y buen detalle. Y me sentí bien al hacerlo.
Ese día aprendí otra lección en mi larga lista de lecciones sobre cómo promover los derechos de la mujer, sus luchas, batallas e historias: asume la buena voluntad de la ignorancia. Asume que se puede ser feminista asumiendo que deconstruirme es una decisión pausada, no inmediata. Que puedo llevar el cabello largo, que puedo aceptar que algunas mujeres acepten el papel tradicional porque así lo deciden. Vamos, nadie quiere ser maestra de nadie, educadora, coach de vida de alguien más. Yo no lo deseo al menos. Mi gran propósito es crear un mundo mucho más justo del que encontré al nacer y seguir hacia cierta percepción de la mujer mucho más sólida de la que tuve que lidiar buena parte de mi vida. ¿Eso es válido? ¿Eso es suficiente? Para mí lo es, claro.
Mi feminismo - o la idea que tenía sobre el concepto, en todo caso - es una idea permanente en mi vida, que afecta y se relaciona con todo lo que hago, pienso o decido. Desde que asimilé esa idea, comencé a analizar de manera muy crítica lo que ocurría en mi país, en los ambientes y lugares en que me movía y sobre todo, en cómo me percibía a mí misma. Me dediqué a revisar la historia distante y reciente sobre la mujer y a preguntarme en voz alta, con una insistencia chirriante que no siempre era agradable, que necesitaba la sociedad en que vivía para aceptar que la mujer necesita obtener y disfrutar de los mismos derechos, de las mismas aspiraciones y opciones de futuro que cualquier hombre. Me obsesioné con las condiciones de trabajo, con las estadísticas académicas de participación de la mujer en escuelas y universidades, con la carrera de escritoras, fotógrafas, artistas. Con el hecho femenino en un país tan machista como en el que nací. Me uní a organizaciones y pequeños grupos de debate de ideas sobre la mujer, algunos muy radicales, otros muy analíticos y continué cuestionando en voz alta sobre lo que debía o no hacer, para luchar por lograr mis aspiraciones, mi forma de analizar el futuro. De asumir mis reflexiones sobre lo femenino como una forma de mirarme al espejo de mi mente.
Y también continué maquillándome, afeitándome las axilas, negándome a “odiar a los hombres” por el mero hecho que la sociedad pareciera sustentada en una identidad masculina muy marcada. Más de una vez varias de mis amigas me acusaron de “transitar una línea muy sencilla” sobre el feminismo y en varias ocasiones de ser “una feminista sin verdadera vocación de serlo”.
—No puedes luchar por tu derechos a medias ni por el reconocimiento sólo hasta donde te conviene —me reclamó alguien cuando me negué a participar en un debate en el que se le acusaba al hombre (en general) de ser el “culpable” de la opresión femenina -—. O eres radical o simplemente estás aceptando las imposiciones de una sociedad patriarcal.
Pensé en todas las veces en que había enfrentado a ideas machistas en mi país: la cultura de las mujeres putas, de las “de su casa”. De la mujer que no “debería leer mucho” o la que debe “darse su puesto”. Pensé en todas mis pequeñas batallas diarias, en el debate constante de idea que intentaba propiciar y sostener en cualquier lugar a donde fuera. En todas las ocasiones en que había dedicado horas de esfuerzo a insistir en la necesidad que la mujer y el hombre pudieran comprenderse, asumir sus ideas mutuas como complementarias, en mirarme como un ciudadano a pleno derecho, no como parte secundaria de una ecuación binaria sobre género que no aceptaba y nunca admitiría en realidad. ¿Hacía menos consistente mi lucha, mi insistencia en las ideas, el hecho de llevar lápiz labial?
No lo sé, quizás estoy equivocada. O continúo enfocando el trasfondo de las ideas con excesiva sencillez. Así lo pienso a veces. O incluso simplemente lo debato en mi mente como una de las tantas posibilidades de lo que puede o no ser esta necesidad de asumir un debate consistentes sobre mis derechos y quién quiero ser. Quién sabe si todo se trata de una postura insistente, asumida con esfuerzo, que crece al mismo ritmo que forma de comprender el mundo. No podría decirlo, la verdad.