La biblioteca más pequeña del mundo
Mientras caen las bombas, un niño devora en el desierto los mismos libros una y otra vez soñando con ser escritor.
Existe un lugar en mitad de la nada, que lo es todo para miles de familias. Un espacio olvidado en el punto exacto en que nace el desierto de Arabia, donde el sol quema sin piedad, el viento provoca tormentas de arena y polvo, y la vida se rige por la salida y la puesta del sol. Una llanura infinita rodeada por vallas y alambre de espino, donde casas blancas de hojalata se esparcen como si de fichas de dominó revueltas sobre una mesa se tratase. Un lugar donde la desolación y la esperanza se entremezclan continuamente, un hogar para las familias que han huido del horror de la guerra en Siria.
Ese lugar se llama Za ́atari y en la actualidad es el segundo mayor campo de refugiados del mundo. Algo que comenzó como una solución provisional y que va camino de convertirse en algo más que eso siete años después de que los primeros sirios cruzasen la frontera con Jordania y se estableciesen allí. No en vano, hoy día acoge a unas 80.000 personas.
Por azares del destino y mi compromiso con la infancia, hace unos meses tuve la fortuna de visitarlo gracias al Comité Español de Unicef. No crean que no he tratado de escribir antes sobre las personas que conocí en Za ́atari y cuyas vidas marcarán para siempre la mía, pero hay historias y situaciones que requieren un tiempo para poder ser contadas.
Apenas llevaba veinticuatro horas en el campo, cuando descubrí algo que llamó poderosamente mi atención en uno de los Makani (palabra árabe que significa “mi espacio”) que mantiene y gestiona Unicef para proporcionar educación y entretenimiento a los más pequeños.
De la pared de hojalata de una de las aulas, en su parte exterior, colgaba una pequeña casita de madera. Al acercarme, pude comprobar que lo que en un primer momento parecía una caseta para pájaros era en realidad una biblioteca. Allí, en mitad del desierto, estaba la biblioteca de Za ́atari.
Como imaginarán ustedes, un escritor enamorado de los libros no pudo resistir la tentación de abrir su puerta y rebuscar ente la decena de ejemplares que guardaba. Tebeos de superhéores, libros de diferentes géneros, cómics... No había terminado todavía de hojearlos cuando apareció de la nada un niño de unos once años y se puso a mi lado. «Hola. Me llamo Ali».
Me contó que en Siria tenía muchos libros y pasaba horas leyéndolos. Que le encanta leer, y que está seguro de que aquella es la biblioteca más pequeña del mundo. Mientras charlábamos, Ali rebuscaba entre los ejemplares. «Me los conozco casi todos. Cada semana vengo a este Makani a ver si hay alguno nuevo».
Los libros son su pasión, y una de las mías. Allí, en medio de la nada, en medio de su todo, se habían encontrado dos personas de mundos muy diferentes que tenían en común el amor por las letras. «De mayor quiero ser escritor, y voy a escribir libros para niños». Mientras se marchaba, Ali lanzó una última pregunta sin quedarse a esperar mi respuesta: «¿Tu también crees que es la biblioteca más pequeña del mundo?».
Me quedé un rato pensando, sin saber muy bien qué contestar. Hoy tengo la respuesta y es que no, esa no es en absoluto la más pequeña, es la biblioteca más grande del mundo. Él hace que lo sea cada vez que recorre kilómetros bajo el sol, caminando por la arena desde su caravana hasta el Makani con la esperanza de encontrar un nuevo libro que le haga volar lejos de aquí. Que le haga olvidar el sonido de las bombas que trae el viento, esas que, de vez en cuando y mientras los maestros de Unicef enseñan a leer a los hermanos de Ali, siguen cayendo al otro lado de la frontera con Siria, a muy pocos kilómetros del campo. Esas que tiran unos adultos que se empeñan en devolverle a una realidad incierta, mientras un niño devora en el desierto los mismos libros una y otra vez soñando con ser escritor.
Lo que no sabe Ali, es que el verdadero superhéroe no está en sus tebeos, está dentro de él.