Julio Llamazares: “Es un anacronismo que las órdenes religiosas controlen todavía la educación”
El autor de 'La lluvia amarilla' publica 'Primavera extremeña', escrito durante un confinamiento en el que la naturaleza "siguió su curso", pese a todo.
El confinamiento que vivió Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) esta primavera fue tan idílico que casi le da pudor contarlo. Acostumbrado a pasar temporadas lejos de Madrid, donde vive habitualmente, el escritor llevaba tiempo rumiando la idea de alejarse de la ciudad ante el panorama que planteaba la pandemia, y un día antes de la declaración del estado de alarma, Llamazares hizo las maletas y se marchó “casi con lo puesto” a un lagar de Extremadura acompañado de su familia.
Lo que iban a ser “siete, diez o quince días” acabó convirtiéndose en tres meses en los que de alguna manera revivieron el Decamerón de Boccaccio. En ese tiempo surgió Primavera extremeña (Alfaguara), no tanto “un relato del confinamiento, sino un relato de la primavera” —describe su autor— ilustrado con acuarelas de Konrad Laudenbacher, amigo y vecino de Llamazares. “Es como si fuese una redacción escolar en la que te piden que cuentes la primavera”, dice Llamazares. Tras esa redacción, estaba la idea de que “el mundo se desploma pero la vida sigue, y la naturaleza siguió su curso”. “Ese contraste entre la vida y la muerte, entre las circunstancias que estábamos viviendo y la naturaleza que pasaba y continuaba ajena a todo está en el origen de esta narración”, explica el escritor.
Después de esa primavera apabullante llegaría la vuelta a Madrid y el choque con otra realidad pandémica: la del vacío, la desolación y la crispación. “Cuando llegué a la puerta de mi casa, paramos el coche para bajar el equipaje y empezamos a oír un ruido raro. Eran las 8 de la tarde. De repente, miro para arriba y veo a una señora muy mayor, de unos 80 años, tocando con una cacerola”, recuerda Llamazares. “Lo primero que pensé fue: ¿Esta señora nunca ha tenido ocasión a lo largo de su vida de salir a la ventana a golpear una cazuela para pedir libertad, habiendo vivido lo suyo, hasta que ha llegado un virus del que nadie tiene la culpa?”, reflexiona el escritor de La lluvia amarilla durante una entrevista con El HuffPost. Hasta ahora, esa es la imagen del Madrid pandémico que más le acompaña.
¿Cómo vivió el aislamiento y la soledad del confinamiento por la pandemia?
He sido un privilegiado, porque he pasado el confinamiento en pleno campo de Extremadura, con la posibilidad de pasear casi todo lo que quería, aparte de asistir al paso de la primavera por una región donde la primavera es un espectáculo y encima con la naturaleza en plena libertad, porque no había gente por los caminos y los animales estaban en su hábitat natural, nunca mejor dicho.
En mi caso, hablar de confinamiento casi es una provocación. De hecho, cuando hablaba con amigos o con familiares, procuraba no contar mucho para no ofender.
¿Hubo alguien que le echara en cara esto, o el hecho que se fuera sólo un día antes de la declaración del estado de alarma?
En bromas alguno sí, pero yo no molestaba a nadie. Me fui a una casa en medio del campo y el pueblo más cercano estaba a 3 o 4 kilómetros y no tenía prácticamente contacto con nadie. Tengo un amigo que vive en Pekín y que llevaba tiempo advirtiéndome de lo que iba a ocurrir, porque ellos ya lo estaban viviendo. Él llevaba dos meses encerrado sin poder salir, y siempre me decía: ‘Iros de Madrid, porque os van a encerrar y no vais a poder salir ni a la calle’.
A raíz de que cerraran las universidades y los colegios, ya pensé en irme, pero en cualquier caso yo me voy muchas temporadas al campo sin que haya una pandemia, así que no creo que se ofendiera nadie por hacer algo que suelo hacer muy a menudo y sin poner en peligro a ninguna persona. No necesito de una pandemia para salir de mi casa de Madrid.
Después de todo esto, ¿no se plantea una mudanza definitiva al campo?
No, en absoluto. Como soy de pueblo, no idealizo el campo. Procuro disfrutar de lo bueno de la ciudad, de lo bueno del campo y de lo bueno de la naturaleza, pero alternándolo. A veces la gente peca de la simplificación en la doble dirección: o la gente que vive en el campo idealiza la ciudad o la gente que vive en la ciudad idealiza el campo. Pero todo tiene sus pros y sus contras. La alabanza de aldea y menosprecio de corte, que se decía antiguamente, es tan equivocado como la alabanza de corte y el menosprecio de aldea.
Creo que la clave consiste en hacer lo que hacían los hombres primitivos y lo que hacían los trashumantes. Yo continúo trashumando, de otra manera, entre el norte de España y Extremadura, o Ciudad Real o Andalucía; es moverse un poco al ritmo de las estaciones. Pudiendo hacerlo, es lo mejor.
¿Cree que los políticos han estado a la altura de esta pandemia?
Lo mismo que la sociedad. Precisamente yo no voy a defender a los políticos, pero tengo la impresión de que la gente los elige para tener a quien culpar de sus problemas, o para que se los resuelvan. Creo que los políticos responden a la sociedad de la que surgen. A los políticos no los crean en un laboratorio; de hecho, es la sociedad la que los elige.
Lo que no me creo es esa ensoñación que se oye cuando la gente habla por la calle, en los bares o en los medios de transporte, según la cual parece que la sociedad es perfecta pero la dirigen los más imperfectos. Una de dos: o la sociedad no es perfecta porque elige a los más imperfectos para que la dirijan o lo que ocurre realmente es que el nivel de los políticos es el nivel de la sociedad. Creo que los políticos han estado a la misma altura o a la misma escasez de altura que el resto de la sociedad en la lucha contra la pandemia.
Cuando estás tomándote el aperitivo en un bar o en una terraza y oyes al de la mesa de al lado criticar con acidez y acritud la gestión de la pandemia, ya sea por parte del Gobierno central o autonómico, suele estar sin mascarilla o sin guardar las distancias. Lo fácil siempre es echarle la culpa de lo que sucede a alguien y no asumir la responsabilidad de uno mismo.
Nos hemos habituado a vivir en una sociedad infantilizada y cuando algo sale mal buscamos a quién echarle la culpa, como los niños. Y en realidad hay cosas que no son culpa de nadie, como las catástrofes naturales o como una pandemia vírica. Tengo la impresión de que todo el mundo ha hecho lo que ha podido, teniendo en cuenta que se combatía a un enemigo novedoso que todavía hoy no sabemos cómo funciona. Hay gente que lo ha gestionado fatal, eso es evidente; pero lo fácil es buscar culpables en los demás para tranquilizarnos nosotros mismos.
Dice que los políticos surgen de la propia sociedad. ¿De dónde sale la monarquía, por ejemplo?
La monarquía no se elige democráticamente, sino indirectamente, cuando se votó la Constitución, así que en ese sentido no surge de la sociedad, sino de una familia. Al margen de su oportunidad o de su inoportunidad, la monarquía es un anacronismo. Otra cosa es que sea un anacronismo que cumple una función, que eso se puede discutir, pero que alguien sea la máxima autoridad de un país porque es hijo de otro remite a los primeros tiempos de la humanidad o a la Edad Media. Eso sin valorar la función de la monarquía o del monarca en concreto.
Y sin contar con si hay o no corrupción de por medio.
Bueno, pero eso no es implícito a la monarquía; en las repúblicas también hay corrupción, y el que haya un monarca corrupto no inhabilita la institución como tal, de la misma manera que el hecho de que haya un monarca honrado no justifica históricamente la pervivencia de una forma de gobierno que se remite a un pasado lejano.
Estos días se está hablando mucho de la llamada Ley Celaá y a veces se plantea como si fuese una amenaza a la lengua española.
Nos hemos habituado a vivir en un país en el que todo son amenazas y donde todo se manipula en lo peor de la lucha política. El español, o el catalán o el francés van a pervivir pese a quien pese, o no van a pervivir pese a quien pese, porque las lenguas son organismos vivos que genera la sociedad que las habla y, del mismo modo que no se puede meter el mar en un caldero, no se puede ni doblegar una lengua ni imponerla.
Todo esto es un debate absurdo, por no entrar en las pequeñas cuestiones de veracidad. Lo que nadie está diciendo ahora es que en las anteriores leyes de educación no se establecía la preeminencia del español como lengua vehicular, y se estableció con la ley de 2013 del ministro Wert. E igual que lo estableció ahora lo pueden quitar.
Creo que el problema de fondo detrás de las leyes de educación viene del anacronismo de que las órdenes religiosas estén todavía controlando parte de la educación, cosa que en Francia, para no irnos muy lejos, sería inviable. La religión tiene su ámbito, que es el de la privacidad, y todo el mundo tiene derecho a profesar la religión que quiera, pero el Estado permanece al margen de la formación religiosa. Esa es la verdadera lucha en la ley de Educación; en el fondo, lo del castellano es lo que menos les importa a los partidos españoles más afines a la derecha ideológica. Lo que se está discutiendo es la tarta de la distribución de la educación y, sobre todo, el control de gran parte de la educación y de la ideología por órdenes religiosas y por grupos de poder. Mientras eso siga siendo así, mientras España no sea un país aconfesional, laico, de verdad, seguiremos en esta disputa eternamente.
Sostiene, entonces, que en estos colegios religiosos se vehicula una ideología concreta.
Por supuesto. ¿Por qué crees que tienen tanto interés en seguir controlando parte de la educación? Aparte del negocio económico, lo que hay detrás es el interés por controlar la formación ideológica de los niños y de los jóvenes por parte de órdenes religiosas y grupos de poder. Esa es la cuestión en disputa; lo demás son juegos florales. Lo que busca la religión católica, la Iglesia católica, es seguir controlando la formación ideológica y religiosa de los niños españoles.
A usted ya le acusaron de anticlericalismo por decir en una entrevista que la Iglesia había secuestrado las catedrales...
Sí, pero es verdad lo que dije. Durante la pandemia, leí que los obispados se lamentaban de las pérdidas económicas que había supuesto la pandemia para la recaudación turística de las catedrales. No soy anticlerical, pero no oí a una sola autoridad eclesiástica levantar la voz para poner a disposición del Estado español los inmuebles que tienen, monasterios o conventos vacíos, por si se necesitaban como hospitales o para alojar a gente, por ejemplo. Si decir esto es anticlerical, seré anticlerical.