Jugar al bádminton en la ciudad de la muerte
Benarés, tradición y cremaciones hacen hueco al activismo social en la India.
Kashi, “la ciudad de la luz”, en hindi, es también la ciudad de la muerte. El ghat de Manikarnika alberga el mayor crematorio de la ciudad sagrada. Las piras arden a pleno rendimiento 24 horas al día, 365 días al año hasta reducir a cenizas centenares de cadáveres cada jornada. Toneladas de madera apiladas y transportadas por una casta de intocables llegan hasta los hornos. Ancianos moribundos esperan a una parca que ya sienten cercana. Las aguas del Ganges reflejan el humo y el fuego de las piras funerarias de quienes vinieron a morir aquí para romper con el ciclo de reencarnaciones y alcanzar el mokhsa.
Los ghat donde transcurre la vida y la muerte en Benarés son estructuras de escalones que como raíces de piedras descienden hasta hundirse en el Ganges. En el ghat de Dashashwamedh acaba de terminar la oración de la tarde y fieles y curiosos se retiran escalones arriba y, en el mismo lugar donde se cambiaban ofrendas florales y bendiciones pintadas por unas rupias, aparece un campo de bádminton sostenido por garrafas de agua. Cuatro raquetas, niños jugando y muchos mirando esperando su turno. Mis ojos se cruzan con una mujer pequeña y algo redonda, de pelo negro abundante y rasgos arios, Seema Gaur, que regenta también el café Shree, artífice de todo este tinglado a los pies de uno de los lugares más sagrados del hinduismo.
Apenas unas horas antes, algunos de esos niños deambulaban a los pies del ghat, acompañando a sus padres en los oficios más humildes; barqueros y lavanderas, vendedores de todo tipo. Seema los conoce a todos y sabe que poco hay para ellos en Benarés tras caer el sol. Robándole tiempo a su negocio, donde probé el mejor curry con setas del viaje, a su familia, Seema dedica las noches a trabajar con estos niños, en forjar su autoestima, en bailar con ellos si hace falta y, sobre todo, en enseñarles a jugar al bádminton, deporte que practicó en su juventud y decidió recuperar buscándose a sí misma a orillas del Ganges.
A través de su recién creada fundación Aviral Ganga, el bádminton se convierte en una herramienta de integración, de empoderamiento, mediante un deporte de orígenes indios. “Estamos abiertos para todo el mundo, no preguntamos por el origen de quien viene, no me gusta mencionar la palabra pobre porque cada niño es rico en talento, rico solo por el hecho de ser él mismo”, cuenta Seema. Pero cuando llega la crecida del río se quedan sin lugar en el que practicar. La activista quiere cambiar eso, formar una escuela, tener un lugar para entrenar y competir.
Observando partidos de bádminton recibo más de una lección de historia. Prashant Mohan, 20 años, estudiante de Geografía, me pide que nos hagamos un selfie. En Benarés descubrí que en destinos exóticos, uno mismo lo es también la gente que te devuelve el interés con el que miras. Prashant es la primera persona que conozco que se maneja en inglés fluido. Fan del sistema sanitario español, me cuenta que sabe que dedicamos el seis por ciento del PIB a Sanidad y que tenemos una de los mejores sistemas del planeta calidad-precio. Este estudiante es hijo de un empleado de banca que ha podido costearle una buena educación. La segunda lección me llega en forma de mapa de la India dibujado a mano alzada en mi cuaderno de viaje. “Estás en la zona más poblada del planeta tierra, amigo, cerca de 400 millones de personas”, me dice. En la zona conocida como el cow belt por su reverencial respeto a las vacas, habita un tercio de la población de la India.
En las intrincadas calles de Varanasi, otro nombre para Benarés, predomina el naranja, color de los fieles que guardan cola desde el amanecer para conseguir entrar en el Kashi Vishwanath, el templo dorado. Bajo un calor abrasador, las manos de los peregrinos sostienen estoicas recipientes con agua del Ganges. Un kilométrico sendero de estacas marca el camino hasta llegar al templo. Benarés aparece tomada por el ejército, presencia que se siente en sus callejones y en el cierre de la barrera de entrada al barrio viejo. “¡Alka hotel! ¡Alka hotel”! El oficial mira a un superior y me dejan pasar. Una antigua disputa entre hinduistas y musulmanes hace estar alerta, pero el ambiente es todo lo festivo que puede ser con tres oficiales sentados a la vuelta de cada esquina. Eso sí, con cara de aburridos y mirando el móvil.
Muerto de calor me refugio en el aire acondicionado del Dolphin, un restaurante de gusto europeo con un empleado dedicado exclusivamente a electrocutar moscas con un matamoscas eléctrico. Tras aparecer cuatro veces en un día huyendo de la canícula ya soy vip y me ofrecen firmar en su libro de visitas. Desde su terraza se contempla la orilla oriental, desierta, maldita, preferida por algunos para los baños rituales porque -afirman- “el agua está más limpia”. Cruzan a bordo de botes a motor al límite de su capacidad.
Contrato a un barquero para llegar a esa orilla. En el trayecto, el cadáver flotante de una vaca con un cuervo picoteando encima me genera dudas sobre la supuesta limpieza del agua. “El agua sagrada se purifica a sí misma”, me responden inevitablemente, pero las mediciones de bacterias fecales están a nivel Chernobil. Cada vasija que llevan los fieles al templo dorado contiene más de un millón de bacterias fecales, según las mediciones del Shankat Mochan, una ONG que vela por el Ganges. Ahora entiendo que Sanidad Exterior me hiciera vacunarme de tifus y hepatitis antes de venir aquí. La gastroenteritis se da por supuesta.
Desde el Dolphin se divisa un rebaño de vacas que marchan en fila de a uno hasta quedar sumergidas en el agua. Hace ya rato que el calor expulsó a los bañistas de ese margen. Quedan horas antes de coger el Sleeper, ese vagón con coche cama -digno, pero no apto para melindrosos- que lleva de vuelta a Nueva Delhi. Como dice el escritor Shashi Tharoor, “India es un thali, una selección de platos suntuosos en distintos cuencos cada uno de los cuales sabe diferente y no mezcla necesariamente bien con los otros”.