Javier Limón, la música por encima de todo

Javier Limón, la música por encima de todo

"A mis alumnos en Berkeley que quieren convertirse en profesionales y hacer de esto un medio de vida les digo que, por encima del talento, la suerte, los amigos, el dinero de tu padre, está el trabajo".

El músico y productor Javier Limón.Marco Ugarte via AP

Sin haber cumplido todavía los cincuenta, el productor Javier Limón ha decidido hacer un alto en el camino y escribir una autobiografía por la que desfilan nombres imprescindibles en la música española, como Paco de Lucía, Serrat, Ainhoa Arteta o José Luis Perales.

Aún no tiene claro el título que le pondrá a su última canción, que compuso hace unos días mientras dormía. Se despertó a las dos de la madrugada con el estribillo y dos palabras: olvidándote, olvidándolo. Cualquiera de ellas serviría para titularla, pero esperará a conocer la opinión de David Trueba.

Sea cual sea la decisión final, la composición se habrá quedado fuera de Limón, memorias de un productor musical, (Random House, 2022) el libro en el que Javier Limón (Madrid, 1973) repasa su trayectoria en el mundo de la música, al que llegó dando un rodeo que pudo comenzar un verano en San Bartolomé de la Torre, en la serranía de Huelva, la tierra de su familia materna, y se detiene en Berklee College of Music de Boston, donde ahora da clases de producción, composición flamenca y escritura de canciones.

A Francisco Javier, el padre de Javier, le gustaba la música. Tocaba la guitarra y la armónica y se enfadó el día que su hijo le dijo que no quería estudiar solfeo, aunque después acabó en el conservatorio y se aficionó al oboe. Tan ilusionado estaba el chaval con el instrumento que los padres no dudaron en pedir un préstamo para poder comprarle uno. El destino, sin embargo, jugó sus cartas: el padre murió muy joven, el niño perdió interés por el oboe, vivió un tiempo en EEUU, se matriculó en Agrícolas y empezó a trabajar en MAPFRE.

Mientras se encargaba de enviar una grúa a auxiliar a algún conductor varado en la carretera, Javier recordaba sus veranos en Andalucía e intentaba recuperar sus raíces.

“La puerta a la música me la abrió el flamenco -me cuenta desde su casa en Madrid–. Es lo que me profesionaliza. Sobre todo, el contacto con los gitanos. Lo que me hace pasar de ser un chico que estudiaba agrícolas y trabajaba en MAPFRE a poder vivir de la música es la relación con Remedios Amaya, Paco de Lucía, Vicente Amigo, los Porrinas, la gente del Madrid flamenco ligados con Sevilla y Jerez. Ese mundo del flamenco gitano que había en Nuevos Medios, la discográfica de Mario Pacheco, era el de mi juventud, el que me abre las puertas y es el que considero parte de mi hasta hoy. Con gente como Ramón el Portugués o El Piraña ya casi ni trabajamos, pero tenemos una relación familiar.”

La identificación con el flamenco y sus intérpretes cambia la vida del futuro compositor. Como cuenta en su libro, acabará hablando caló, se vestirá y peinará igual que sus amigos gitanos, muchos de ellos firmarán, incluso, como testigos en su boda.

“Hasta que no compuse Dame veneno y Amarraíta en tu pelo para Remedios Amaya, con Vicente Amigo, y me dieron un adelanto en EMI no dejé MAPFRE. Todas esas canciones las escribí en la mesa de la compañía de seguros, mientras trabajaba. Hasta que la situación me forzó a buscar otro empleo. A Perales le ocurrió algo parecido cuando era delineante. Un día, mientras en la radio estaba sonando una canción suya, se le acercó el jefe y le dijo: “José Luis, está usted de número uno en Los 40 Principales, ¿no cree que ha llegado el momento de irse?” Me costó decidirme, ¿eh? Ya no, pero siempre he sentido miedo a empezar una etapa. Sin embargo, esa incertidumbre es necesaria para asumir los riesgos. La única manera de buscar lugares nuevos es romper la baraja. En la música me ha pasado lo mismo. He intentado siempre sorprenderme. En eso Paco de Lucía y Enrique Morente me enseñaron mucho. Paco era un maestro en el orden y Enrique en todo lo contrario”.

Con la ayuda de Ana, su madre, que hipoteca incluso su casa, Javier compra por once millones de las antiguas pesetas un antiguo almacén de peletería en el barrio de El Batán. Él mismo acomete las obras de reforma, en las que también echan una mano amigos y familiares. Había nacido Casa Limón, la fragua de donde saldrían algunos de los discos más sobresalientes de la música española de las últimas décadas. El más exitoso quizás sea Lágrimas negras, que Diego el Cigala se empeñó en grabar después de ver un documental de Fernando Trueba sobre Bebo Valdés.

“Fue algo mágico. Los astros se juntaron: el repertorio, Bebo, el momento, Pepe Loeches, el ingeniero de sonido de Musigrama… todos pusieron de su parte para que saliera un álbum para la historia que no ha podido volver a repetirse. Y eso que se ha intentado infinitas veces. Mucha gente ha pensado: “Parece sencillo, con un piano, un contrabajo, unos boleritos y un cantaor, me lo hago en dos segundos”. Sin embargo, la una pieza clave es Bebo Valdés, que nos une directamente a Frank Sinatra, a Sarah Vaughan, a Nat King Cole, al Tropicana. Sin Bebo, cualquier intento carece de sentido. Él es el que le da esa credibilidad al sonido de Lágrimas negras. Yo lo he intentado con otros temas, hasta tengo su piano en mi estudio, con el que hicimos la grabación, pero no, no sale. Lo más cercano a aquello fue lo que Trueba produjo de Bebo. Sí, Lágrimas negras ha marcado una buena parte de mi trayectoria profesional, aunque hay otros álbumes que recuerdo con cariño: Cositas buenas, de Paco de Lucía, Terra, de Mariza, el de Buika. Ha habido muchos discos buenos, pero Lágrimas… es el que más me gusta”.

La lista de éxitos y de artistas se hace cada vez más larga. La paleta de géneros y colores, también. Desde artistas venidos de Palestina, Grecia o Turquía a Serrat, Sabina, Lolita, Ainhoa Arteta o Perales.

“Lo que más me sorprendió de José Luis es que, con todo ganado, miles de éxitos y una familia maravillosa, apostara por un disco comprometido. Llamamos a Horacio el Negro para la batería, a Buika para que hiciera un dúo con él. Me pareció de una valentía tremenda. “Yo ya tengo sesenta años y no quiero repetir solo lo que sé que me funciona”, decía. Esa actitud es una prueba más de que la grandeza es directamente proporcional a la humildad. La ecuación –subraya– se cumple siempre”.

Intuye que voy a hacerle la pregunta que probablemente más le plantean sus alumnos: si hay algún método, alguna fórmula, algún secreto para encadenar un trabajo con otro, un éxito con otro, sin repetirse ni cansarse.

“Otra cosa he aprendido en estos años es que hay muy pocas cosas que resten. A los jóvenes que empiezan les digo: hay unas cosas que suman y otras que no y quizás te hagan perder el tiempo, pero restar muy pocas. El propio Paco de Lucía, por ejemplo, hizo obras en las que quizás no destacó tanto, pero eso, en el conjunto de una carrera como la suya, no tiene relevancia. De alguna manera, no sé cómo, la humanidad se queda solo con lo bueno. El tiempo filtra lo demás. En nuestra memoria solo perduran las buenas canciones, las malas se van diluyendo con los años”.

El secreto del éxito, insiste, está en el trabajo, en pensar constantemente en la tarea que se tiene entre manos. A veces, en un bar, Javier se queda ensimismado escuchando el sonido que produce el vaso de cerveza al chocar con la barra de mármol y cree encontrar una nota. O se concentra en la repetición rítmica del intermitente del coche. Todo puede ser de utilidad si se tiene siempre presente el oficio.

“Podría ser abogado y me ocurriría lo mismo. A mis alumnos en Berkeley que quieren convertirse en profesionales y hacer de esto un medio de vida les digo que, por encima del talento, la suerte, los amigos, el dinero de tu padre, está el trabajo. Paco de Lucía se iba a Cancún y a lo mejor estaba un año sin acercarse a la guitarra. Sin embargo, una vez me dijo: «Nadie ha podido tocar más horas que yo». Desde que era un niño en Algeciras y hasta los cuarenta años estuvo tocando más de doce horas diarias. No es casual que Paco fuera Paco, no vino Dios a elegirlo. Él se reventó a tocar la guitarra. Y Camarón no paraba de estudiar, cuando ya se sabía todas las frases y los cantes, desatornillaba la casete, daba la vuelta a la cinta y la escuchaba al revés para sacar nuevos melismas. Era un obseso del cante, pero no hay conservatorios para ese arte que parece estar en manos de la pasión, de la locura, de la noche, lo que es relativamente falso. Son muchas las horas que gastan Farruquito y toda su gente para bailar como bailan. No, no todo es talento”.

Esa lección también se la ha transmitido a Javi y Pablo, sus hijos, a los que también les apasiona la música.

“Por lo menos tienen las herramientas. Yo les he dejado una caja de herramientas, saben solfeo, cuatro o cinco instrumentos, conocen y les encanta la música. Componen, producen. El mayor es un artista increíble. Ha hecho un tema extraordinario en inglés con ritmo de sevillana que hemos grabado en Alosno. Les he dicho que no se cierren solo a ser una sola cosa, guitarrista, batería, cantante o compositor. Los animo a que tengan todas las herramientas. En el mundo de hoy, tan digital, mola ir cambiando de gorra. Es más divertido”.

Mientras me lo cuenta, hojeo el libro y encuentro la carta que Javier Limón se escribió a sí mismo cuando tenía diez años y que su madre guardó para que la releyera al cumplir los cuarenta. El niño enumera todas las profesiones que le atraen, desde papa de la Iglesia a explorador de pirámides y concluye: “Pero lo que amo y amo es la música y es lo que está por encima de todo”. Ahora, casi a punto de estrenar la cincuentena, sigue pensando lo mismo.

“Sí, la música sigue siendo una necesidad en mi vida. No me separo de ella, ni siquiera en sueños. No puedo decir amo la música porque sería como decir amo respirar, pestañear o beber agua. No es ni un trabajo, ni una afición ni una pasión. Es una necesidad básica, vital”.

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Miguel Fernández (Granada, 1962) ejerce el periodismo desde hace más de treinta y cinco años. Con 'Yestergay' (2003), obtuvo el Premio Odisea de novela. Patricio Población, el protagonista de esta historia, reaparecería en Nunca le cuentes nada a nadie (2005). Es también autor de 'La vida es el precio, el libro de memorias de Amparo Muñoz', de las colecciones de relatos 'Trátame bien' (2000), 'La pereza de los días' (2005) y 'Todas las promesas de mi amor se irán contigo', y de distintos libros de gastronomía, como 'Buen provecho' (1999) o '¿A qué sabe el amor?' (2007).