La islamofobia es un problema global y es hora de tratarlo como tal
El atentado en Nueva Zelanda muestra las consecuencias del discurso antimusulmanes de la extrema derecha.
Este viernes, un terrorista irrumpió en dos mezquitas y mató al menos a 50 personas en un atentado sin precedentes en la historia de Nueva Zelanda. El presunto atacante, identificado como Brenton Harrison Tarrant, de 28 años, ha sido acusado de un delito de asesinato en los tribunales neozelandeses, donde mostró lo que parece un símbolo del supremacismo blanco. Antes del ataque, Tarrant había publicado un manifiesto online en el que detallaba su odio hacia los musulmanes, reconocía como fuente de inspiración al fascista británico Oswald Mosley, al asesino noruego Anders Breivik y al neonazi español Josué Estébanez, entre otros, y describía al presidente estadounidense Donald Trump como “símbolo renovado de la identidad blanca”.
Este mortífero atentado pone de manifiesto el carácter internacional (y alarmante) del auge de la islamofobia. En países de todo el mundo, el discurso y las políticas antimusulmanes se han normalizado de manera peligrosa, tanto en las instituciones, en la política y en los medios como en la vida diaria. Las agresiones violentas y letales, como el tiroteo de Christchurch, son sólo una consecuencia más de ello, ya que los musulmanes se enfrentan a diario a actos de discriminación, sesgo y amenazas.
El problema de la islamofobia en el mundo tiene un potente efecto colateral: está dando lugar a amplias coaliciones antimigrantes y ultranacionalistas en muchos países. La retórica antimusulmanes de los comentaristas mainstream ha dado oxígeno a más extremistas radicales, que están acostumbrados a defender la violencia en redes sociales.
Aunque algunas personas tratan de quitar importancia a sucesos como la masacre de Nueva Zelanda al considerarlos actos de un lobo solitario, si se analiza en profundidad se observa hasta qué punto los líderes mundiales han hecho hueco a movimientos de extrema derecha que promueven la islamofobia a nivel internacional. Por ejemplo, menos de 24 horas después del ataque, Trump negó que el supremacismo blanco sea un peligro cada vez mayor. Efectivamente, Trump es una potente inspiración para los islamófobos, pero no está solo, ni mucho menos. En países de todo el mundo, líderes electos y élites mainstream han avivado el sentimiento antimusulmanes, beneficiándose del auge del supremacismo blanco, y han apoyado políticas que apuntan directamente a los musulmanes.
En 2016, cuando se publicaron varias fotos de policías franceses obligando a una mujer con burkini a quitarse la ropa en una playa de Niza, el escándalo saltó a las redes y dividió a la población. Francia acababa de aprobar el veto del burkini en sus playas (ahora anulado), que prohibía a las mujeres ponerse ese tipo de bañador destinado a cubrir el cuerpo entero. Esta no era la primera vez que el Gobierno francés se metía con las prendas musulmanas. En 2011, Francia se convirtió en el primer país del mundo en prohibir el burqa y el niqab, el velo que cubre el rostro.
Pero Francia no es el único país que apunta a las mujeres musulmanas. En 2011, Bélgica aprobó casi por unanimidad una ley que prohibía el velo que tapa toda la cara. En 2010, Lleida prohibió el velo integral e Italia aprobó su propia versión para restringir la vestimenta musulmana. Al otro lado del Atlántico, Quebec (en Canadá) ha propuesto un veto para impedir que funcionarios públicos, como jueces, profesores y agentes de policía, lleven prendas religiosas, una medida que parece dirigida a las mujeres que llevan hijab.
En 2018, se negó la nacionalidad suiza a una pareja musulmana porque no quiso echar la mano a personas del sexo opuesto por motivos religiosos. A finales de ese año, Dinamarca aprobó una ley que obliga a quienes soliciten la nacionalidad danesa a dar la mano en la ceremonia de naturalización. Ambas leyes fueron denunciadas por grupos de derechos civiles de toda Europa por intimidar a los musulmanes.
En Estados Unidos, desde 2010 se han presentado más de 200 propuestas anti-sharia en más de 40 estados. Esta campaña nacional contra la sharia o ley islámica la están llevando a cabo grupos de odio que presionan a los políticos y tratan de conseguir apoyo público difundiendo teorías de la conspiración que dicen que en los tribunales estadounidenses pronto se implementará un sistema judicial retrógrado y bárbaro. (No existen pruebas que sostengan ninguna de estas afirmaciones).
Desde que Europa experimenta una mayor afluencia de refugiados de países musulmanes, sus líderes políticos han duplicado su xenofobia y racismo. Pese al hecho de que la comunidad musulmana sigue siendo una pequeña parte de la población total, el miedo a la inmigración, combinado con la preocupación del envejecimiento de la población, han creado una situación de pánico por la que a millones de europeos blancos les preocupa ser “reemplazados” por migrantes.
El terrorista de Christchurch había publicado un manifiesto conocido como ‘El gran reemplazo’ [The Great Replacement], llamado así por un panfleto del escritor francés Renaud Camus, que está plagado de todos estos miedos. Además se hace eco de las ideas de Anders Breivik, que mató a 77 personas en Noruega en 2011 y hablaba de obligar al Gobierno a frenar una “invasión de musulmanes”.
Líderes como Viktor Orbán en Hungría, donde la población musulmana no llega al 1%, transmiten la idea de que la sociedad está al borde del colapso demográfico y de que la procreación debe ser una prioridad nacional. “Queremos niños húngaros”, dijo Orbán el mes pasado. “Para nosotros la inmigración es la rendición”.
En Estados Unidos también se escuchan cosas de este estilo. El republicano Steve King dice que la cultura estadounidense no sobrevivirá si quien la conforma son “los hijos de otra gente”. Aunque la ansiedad demográfica en Estados se centra en los migrantes de la frontera sur, también está vinculada (y sin ningún sentido) a las percepciones exageradas del poder musulmán, como la afirmación de que los Hermanos Musulmanes se han infiltrado en el Gobierno de EE UU.
Según este discurso que invoca el espectro de una religión ajena, de una diferencia racial y, en algunos casos, de la llegada de antiguos súbditos coloniales, los musulmanes son una amenaza existencial. La gente que esparce el mito de un “invierno demográfico” blanco lo sabe. Por eso los que promovían el Brexit hablaban de los turcos que iban a invadir Reino Unido, y no de los emprendedores franceses que buscan abrirse paso en Londres.
Lo peor es que los bulos para meter miedo están funcionando. En 2016, un estudio mostró que los estadounidenses creen que el 17% de la población del país es musulmana. La realidad es que sólo lo es el 1%. Los franceses piensan que la proporción de musulmanes en su país es cuatro veces superior a la que es en realidad. Los británicos creen que es el triple de la cifra real.
Los comentaristas mainstream han autorizado y legitimado estos miedos. El reportaje principal del número de abril de la revista The Atlantic, escrito por David Frum, que fue redactor de los discursos del Partido Republicano, explica lo que podría salir mal si se reduce la proporción de la población blanca en EE UU. La radio pública francesa ha dado voz a Renaud Camus, el escritor al que mencionaba el terrorista de Nueva Zelanda, y Jean-Marie Le Pen, fundador del Frente Nacional, comparte la teoría del “gran reemplazo”.
Obviamente, al dar bombo a esa presunta amenaza para la población blanca, aumentan las demandas para restringir la migración procedente de países de mayoría musulmana. Una de las principales promesas de la campaña de Trump en 2016 era un veto total a la inmigración musulmana, una promesa que hacía y repetía en sus mítines mientras proclamaba: “Creo que el Islam nos odia”.
El veto de Trump a la inmigración va ahora por su segundo año, después de pasar por tres modificaciones para sortear problemas legales. Ahora el veto afecta a siete países (cinco de ellos, países de mayoría musulmana). En 2018, el Gobierno denegó el visado a decenas de miles de personas para entrar a Estados Unidos, y siguió con su política de separar familias.
Estados Unidos no es el único país que trata de limitar la inmigración musulmana. En Europa, los gobiernos han empezado a implementar leyes de asilo más restrictivas y a poner límites en la reunificación familiar para refugiados. El Gobierno húngaro de extrema derecha ha llegado a aprobar leyes draconianas que criminalizan la ayuda a los solicitantes de asilo y ha bloqueado los intentos de la Unión Europea de reubicar a refugiados.
Otros populistas de ultraderecha en Europa han hecho campaña (con éxito) por medidas antimusulmanes y antimigración. La Liga Norte italiana, cuyo líder —Matteo Salvini— es ministro del Interior, ha prometido deportar a 500.000 inmigrantes indocumentados y uno de sus candidatos ha jurado defender la “raza blanca”. En los Países Bajos, el político anti-Islam Geert Wilders llamó “escoria” a los marroquíes y animó a las masas a corear “menos, menos marroquíes en Holanda”. Incluso algunos países tradicionalmente considerados liberales y progresistas, como Dinamarca, han aprobado políticas restrictivas antimigración dirigidas a países de mayoría musulmana y a solicitantes de asilo.
En Christchurch se atacaron dos mezquitas locales, pero parece que la inspiración viene de extremistas de ultraderecha de todas partes del mundo, que cada vez utilizan más las redes sociales para globalizar el odio. El terrorista de Nueva Zelanda hacía referencia a supremacistas blancos de al menos seis países diferentes.
Estas conexiones internacionales no son únicas. Un mes antes de que Alexandre Bissonnette matara a seis musulmanes en una mezquita de Canadá, el terrorista buscó en Google el nombre de Donald Trump cientos de veces y buscaba de forma obsesiva en Twitter a comentaristas de televisión que hubieran expresado una opinión anti-Islam.
Las ideologías del supremacismo blanco, la extrema derecha y el ultranacionalismo también son difundidas por canales lícitos y fuentes autorizadas por el Gobierno. Por ejemplo, Steve Bannon, el ex asesor de campaña de Trump, ha estado entretenido este tiempo buscándose la misión de movilizar a los partidos de extrema derecha en Europa.
Aunque webs como YouTube, Facebook y 4chan han acelerado el proceso, esta globalización del ultranacionalismo blanco y el extremismo antimusulmán está profundamente arraigada en el movimiento. Grupos de supremacistas blancos como la Nación Aria se comunican desde hace décadas con sus homólogos europeos, mientras que organizaciones islamófobas como los Soldados de Odín finlandeses han abierto secciones en todo el mundo.
Pero de algún modo los políticos siguen negando los ataques de ultranacionalistas blancos y antimusulmanes, como el de Nueva Zelanda, considerándolos obra de extremistas solitarios o personas con una enfermedad mental. Esta visión no es sólo falsa ―y a menudo parte de un doble rasero―, sino que ignora la amenaza de la islamofobia y el nacionalismo blanco, pese a la advertencia de los expertos internacionales en extremismo.
“Se trata de un proceso por el que este movimiento se está internacionalizando y nutriéndose de conexiones globales”, afirma Pete Simi, profesor de Sociología en la universidad Chapman y experto en extremismo. “No es un tipo de violencia individualizado”.
Trump empezó a expandir el veneno antimusulmanes antes incluso de llegar a ser presidente. En varias ocasiones sugirió que el presidente Barack Obama era musulmán en secreto y difundió mentiras sobre el apoyo musulmán de los atentados del 11-S. Ahora que está en el Despacho Oval, sigue promoviendo noticias falsas sobre violencia cometida por migrantes musulmanes, mientras que acusa a los aliados de Estados Unidos de ser demasiado blandos con la supuesta amenaza.
Ninguna de estas muestras de fanatismo ha supuesto algún problema para Trump.
El presidente no está vinculado al veto musulmán —que ha afectado a más de 1600 millones de personas— del mismo modo que sí lo está a sus relaciones con Rusia o a sus frecuentes salidas de tono impropias del decoro presidencial. La congresista Alexandria Ocasio-Cortez lo recalcó después del atentado de Nueva Zelanda.
Y este patrón se repite en más países. Nicolas Sarkozy y Manuel Valls, ex presidente y ex primer ministro de Francia, respectivamente, apoyaron el año pasado una petición (muy criticada) para modificar el Corán. Valls ahora es candidato a la alcaldía de Barcelona. En Canadá, el líder de la oposición Andrew Scheer ―sucesor potencial del primer ministro Justin Trudeau― lleva más de una semana eludiendo las preguntas sobre su encuentro con un activista que habitualmente difunde teorías de la conspiración sobre musulmanes.
La lista de líderes que se benefician de la islamofobia se extiende incluso al mundo musulmán. El príncipe de Emiratos Árabes Unidos Mohammed bin Zayed afirmó una vez que su pueblo no podría soportar una democracia porque, teniendo derecho a derecho a votar, la gente apoyaría a extremistas peligrosos. Con la excusa de combatir el extremismo, el presidente egipcio Abdel-Fattah el-Sisi ha encarcelado a decenas de miles de personas. Ambos líderes cuentan con el apoyo de Occidente.
Los estudios demuestran que la cobertura en medios sobre la comunidad musulmana no es solamente opaca, sino que suele estar plagada de teorías de la conspiración y datos inexactos. En Estados Unidos, el 80% de las noticias sobre musulmanes son negativas, según Media Tenor, una organización de investigación de medios. La mayoría de las noticias describen el Islam y a los musulmanes como fuentes de violencia y maldad. Un estudio de 2018 del Institute for Social Policy and Understanding reveló que los autores de delitos con violencia que eran percibidos como musulmanes recibían siete veces más atención mediática que los no musulmanes.
En Reino Unido, la cobertura de la prensa no es mucho mejor al hablar de musulmanes. Un estudio de 2011 de la Universidad de Leeds descubrió que el 70% de las noticias sobre musulmanes eran hostiles. (Sólo el 15% estaban catalogadas como “inclusivas”). En 2016, un hombre se encargó de presentar más de 14.000 quejas a un grupo de organizaciones de medios por su falta de exactitud, su sesgo o su trato hostil al informar sobre musulmanes.
Durante años, medios como Fox News han difundido informaciones erróneas antimusulmanes sin enfrentarse por ello a consecuencias. Este canal conservador acostumbra a invitar a activistas antimusulmanes, como Pamela Geller —descrita por el Southern Poverty Law Center como “la figura más visible y ostentosa del movimiento antimusulmanes”— y Frank Gaffney —fundador de un think tank neoconservador antimusulmán—, para que suelten sus retahílas de odio y fanatismo sin que los presentadores les interrumpan.
Peor aún, los presentadores también utilizan una retórica similar. A principios de este mes, Jeanine Pirro, de Fox News, cuestionó la lealtad de la congresista Ilhan Omar como política americana sólo por sus creencias religiosas. Brian Kilmeade, también de Fox, afirmó en 2010 que “todos los terroristas son musulmanes”.
Pero el problema no es sólo Fox News. Otros medios de todo el espectro político han caído también en este discurso. En 2015, el presentador de CNN Don Lemon preguntó al invitado Arsalan Iftikhar, un abogado de derechos humanos estadounidense, si apoyaba al ISIS, sin otro motivo más que el hecho de que Iftikhar es musulmán. Después del tiroteo de San Bernardino (California) en 2015, periodistas de varios medios estadounidenses se plantaron ante la casa de Syed Rizwan Farook y Tashfeen Malik para emitir primeros planos de los objetos que tenían por ahí. El Corán y la alfombra que utilizan los musulmanes para rezar se mostraron como si fueran herramientas que los terroristas usan en un atentado.
La islamofobia, al igual que la intolerancia y cualquier tipo de odio, es más fácil de identificar cuando se produce desde la extrema derecha. Cuando el republicano estadounidense Steve King dijo que no quería que los musulmanes somalíes trabajaran en la industria de la carne porque no comen cerdo o cuando la columnista Ann Coulter propuso que Estados Unidos invadiera los países musulmanes, “asesinara a sus líderes y los convirtiera al cristianismo”, las críticas fueron duras y llegaron pronto.
Sin embargo, hacer frente a la islamofobia en círculos liberales y progresistas es más peliagudo. Representantes del Nuevo Ateísmo, como Bill Maher y Sam Harris, ambos considerados progresistas, han recibido críticas por perpetuar opiniones contra los musulmanes bajo la apariencia de debates intelectuales.
“No es que el mundo musulmán tenga algo en común con el ISIS, es que tiene demasiado en común con el ISIS”, aseguró Maher en un episodio de 2014 en su programa de HBO. Harris, por su parte, se opuso en 2010 a la construcción de una mezquita cerca del nuevo World Trade Center, argumentando que su construcción sería “una señal de que los valores liberales de Occidente son sinónimos de decadencia y cobardía”.
Richard Dawkins, uno de los mayores representantes del nuevo ateísmo, también ha emitido afirmaciones contra los musulmanes bajo la premisa de la libertad académica y científica. Dawkins, biólogo evolutivo y excatedrático de la Universidad de Oxford, llegó a afirmar que el Islam es “la mayor fuerza del mal en la actualidad”.
Tragedias como la del tiroteo en Christchurch han provocado inevitables muestras de solidaridad y defensa de los valores liberales e inclusivos. Tal y como declaró con elocuencia Jacinda Ardern, primera ministra neozelandesa, las víctimas “han escogido hacer de Nueva Zelanda su hogar, y es su hogar. Ellos son nosotros”. Quienes perpetraron el atentado, prosiguió, “no tienen cabida en Nueva Zelanda”.
Aunque las muestras de solidaridad hacia las víctimas se agradecen y son necesarias, hay que llevar a cabo acciones más profundas y concretas para hacer frente a la creciente ola de islamofobia por todo el mundo. Los sentimientos antimusulmanes siguen creciendo, tanto por parte de jefes de Estado como de personalidades mediáticas o intelectuales consagrados, a menudo sin ser controlados ni castigados. En muchos países, estos sentimientos han creado el espacio suficiente para dar cabida a movimientos de ultranacionalismo blanco y violencia extremista, que, gracias a las plataformas digitales, ahora tienen un alcance global.
Con la masacre de Nueva Zelanda hemos visto qué puede llegar a pasar cuando se permite que se radicalicen estas perspectivas. Ha llegado la hora de comprobar si con una responsabilidad real es posible mantener a raya el odio. “Os rechazamos y censuramos por completo”, dijo Ardern a los autores del tiroteo. ¿Cómo sería el mundo si esa desaprobación fuera alta, clara y, lo más importante, consecuente?
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ EEUU y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano y Daniel Templeman Sauco