“Invocación”, ¡Ele! ¡Arsa! ¡Olé! ¡Vamos ya!
Como si fuera un número de 'West Side Story', pero al estilo flamenco.
Sí. Si el Teatro de la Zarzuela estuviese en Sevilla o en cualquier gran capital de Andalucía, seguro que esas interjecciones se oirían en el patio de butacas madrileño viendo Invocación del Ballet Nacional de España (BNE). Un programa que ofrece un variado recorrido por la danza española pensado por Rubén del Olmo con el que entusiasman al público con algo que ya conoce, que ya ha visto. Por lo que este aplaude siempre que le dan ocasión y se desata al final de cada una de las dos partes que tiene el programa.
Y es que esta invocación está hecha para el disfrute y no para otra cosa. Desde su primera parte. En la que a lo mejor falle la música, que al ser una composición contemporánea de Manuel Busto, quizás le falte ese toque de actualidad o no cubra dicha expectativa. Una música que tampoco parece casar entre lo que se veía bailar, que a ojos profanos, se calificaría en el amplio campo del flamenco, y lo que se oía. Aunque es cierto que ofrece una continuidad con la Celtiberia del maestro Buendía que usa Antonio Najarro, el anterior director del BNE, para Eterna Iberia .
También es cierto que la Orquesta de la Comunidad de Madrid (ORCAM) sonó densa, como si tuviese que producir demasiada música y quizás eso dificultó la apreciación de la composición. Música para las tres primeras coreografías del espectáculo. Obras que en su concepción y como se sucedían unas a otras recordaba a películas musicales del llamado Hollywood clásico. Y más concretamente las de Gene Kelly.
A las que de alguna manera remitía la luz tamizada que le han puesto Ginés Caballero y Felipe Ramos. Una luz que permitía la aparición, nunca mejor dicho, del cuerpo de baile, el chorus line, en escena. Como también remiten los trajes del vestuarista Pedro Moreno. Algunos de ellos ya usados para la coreografía que se hizo para celebrar el Centenario de Antonio Ruíz Soler. Pieza en la que no terminaban de funcionar, pero que adaptados para esta nueva pieza parecen recién cortados, pensados específicamente para ella.
En cualquier caso, al público no pareció afectarle ni la densidad musical, nada flamenca, ni le pareció que se repetía vestuario. Siguió en silencio toda la pieza. Por eso, cuando acaba esta primera parte, sabe a poco. Hay como un vacío. Una ausencia que hace esperar con inquietud el resto del programa. Un programa que celebra la diversidad del folclor, de lo que se llama la danza española. En el que la orquesta abandona el foso para dejar paso a un conjunto flamenco de cajón, guitarra y voz que van a tocar palmas y cantar en el fondo del escenario.
Es aquí donde se suceden una serie de relativamente breves coreografías bien hilvanadas que mantienen el color, las masas en escena, el entusiasmo por lo que se ve. Casi todas procedentes de Mario Maya. Un flamenco que retó al clasicismo del flamenco y de la danza estudiándolo y poniéndolo a bailar.
Alguien a quien se homenajea subiendo sus composiciones a escena. Dejándolas hablar por sí mismas. Sin explicaciones de quién era su autor, ni de cómo se hicieron. Se bailan y se bailan bien. Con toda la energía que se tenga y con todo el poderío que puede mostrar una compañía institucional y nacional como esta.
Bailes coloridos, tal vez demasiado por las tonalidades usadas en los trajes de volantes de ellas. Una paleta de colores que parece sacada de Agatha Ruíz de la Prada, por el uso tan directo del color, y que contrastan con los trajes de ellos. De camisa blanca, con algunas imprimaciones coloridas, y pantalón negro. Lo que permite jugar en escena. Mover el color como si fueran bancos de peces flotando en el agua. Juntando y separando por géneros y por vestimenta.
Coreografía que incluye también la de alguna de sus colaboradoras específicamente para esta pieza. Entre la que destaca el que baila Esther Jurado, la primera bailarina de la compañía. Pero, sobre todo, sorprende ese número final.
Esos cinco bailaores que con pinta de toreros recogen la alternativa en el baile percutiendo una mesa tabernaria a la que están sentados, bajo un inmenso cartel de toros que también remite a taberna, para levantarse y bailar. Dejarlas a ella sentadas y descansando. Como si fuera un número de West Side Story, pero al estilo flamenco. Levantarse y levantar el ánimo de un público que ya hace rato que está encendido. Y terminar, cerrar la velada con un fuerte, fortísimo aplauso y muchos bravos.
Reacción que tiene su recompensa con una pequeña coda flamenca, como si el Teatro de la Zarzuela se convirtiese en el Corral de la Morería y el público y los artistas no hubieran tenido suficiente y fueran a quedar a la salida para seguir corriéndola. Me refiero a la juerga. Pues si este espectáculo tiene algún problema de verdad es que no da tregua. ¡Ele! ¡Arsa! ¡Olé! ¡Vamos ya!