Introducción a la zoopolítica
Hay que defender los derechos de las mascotas, pero, según la nueva ley, no de los peces, las palomas o las abejas.
Esta semana se ha aprobado una proposición de ley por la que los animales dejan de ser considerados meros bienes para pasar a ser entendidos como seres sintientes, cambiando así buena parte de su tratamiento legal. Incluso se abre para ellos la posibilidad de empezar a ser considerados miembros de la familia con la que habitan. Que no cunda el pánico. La proposición de ley se aplicará únicamente a mascotas y animales domésticos. Como es sabido, cerca del 95% de los animales que existen son artrópodos, tan sintientes como el pato Donald o Winnie the Pooh, pero a las cucarachas y a los mosquitos su carácter sintiente no les convierte legalmente en “seres sintientes”. Hay seres sintientes de primera y de segunda, y para distinguir entre unos y otros hace falta tener claro cómo se sustituye la bestia por la mascota como prototipo de animal en la ciudad moderna.
No es su condición zoológica, sensitiva o viviente la que otorga a los animales domésticos los derechos que han recibido en la ley aprobada esta semana, sino su condición de construcción cultural, de tipo totémico o numinoso. El animalismo es ante todo un movimiento protorreligioso. Por mucho que la ley acentúe la consideración “sintiente” de los animales como la clave de su nuevo estatus jurídico, si verdaderamente fuera así nos veríamos obligados a otorgar semejante protección a todos los seres sintientes. Habría que destinar recursos a rescatar topillos y anélidos de los montes tras una nevada. Brigadas patrullarían las alcantarillas inyectando antibióticos a los roedores. Los jainistas, con sus mascarillas para no aspirar insectos y sus escobas para limpiar de artrópodos el suelo que van a pisar, serían unos moderados a nuestro lado.
Lo vistamos con las cursiladas que queramos vestirlo, el caso es que limitar la protección jurídica de los animales a aquéllos que son mascotas indica que no estamos protegiendo los derechos de dichos animales en tanto que tales, sino en tanto que vinculados por una relación de propiedad con sus dueños. Curiosa forma de ser miembro de una familia. Que un hámster tenga derecho a la buena alimentación mientras que una rata de alcantarilla no lo tenga es la falsa conciencia con la que disimulamos que es el dueño del hámster el titular del derecho -y de la obligación- a que su mascota esté bien cuidada. Les protegemos como protegemos a cualquier otra propiedad, ajustando esa protección, eso sí, a la peculiar autorrepresentación disneyficada con la que los urbanitas conmemoran con jardines y mascotas la vida salvaje real que expulsan extramuros mientras cantan loas a una naturaleza inventada.
Por eso hay que defender los derechos de las mascotas, pero, según la nueva ley, no de los peces, las palomas o las abejas. Porque eso que llamamos “los animales” -nada que ver con la zoología- es una construcción cultural moderna, como el expresionismo abstracto, la comida rápida o la idea de juventud. La función que está cumpliendo la mascotización de la vida cotidiana es un avispero en el que no voy a meterme, pero, desde luego, no tiene por qué ajustarse a lo que se representa cada uno. Cuidemos de esos extraños seres casi divinos, amorales, incapaces de suponer la fuente de conflictos que inevitablemente son las demás personas, y con las que establecemos parodias de relaciones extrañamente satisfactorias. La ley aprobada esta semana es un elemento crucial en este juego, y no va a ser la última. Pronto veremos en las facultades la asignatura de Derecho de Seres Sintientes.