Huyendo del dogmatismo, aunque sea científico
La sociedad exige a la ciencia que aporte soluciones a tiempo real y esto no siempre es posible.
Desde los orígenes, el homo sapiens ha aprendido a sobrevivir no sólo lidiando contra los elementos naturales (frío, viento, lluvia) sino también fraguando hermosas narraciones con hilos entreverados. Esas telas oníricas nos ayudaron a explicar los fenómenos que escapaban, de algún modo, a nuestro entendimiento.
Y es que hubo un momento en el cual nuestros antepasados tenían un extenso futuro por estrenar. Los hombres de Cromagnon no sólo crearon arte rupestre en sus cuevas, sino que sus pinturas fueron la base de una pirámide narrativa que, en torno al fuego, les ayudó a soportar los rigores de la vida y, por qué no, a soñar con la existencia de un futuro mejor.
En aquel remoto pasado, el territorio de la memoria se convirtió en el país de los mitos. Aquellas historias, más o menos elaboradas, que surgieron de la imaginación de las mentes más brillantes, se transmitieron a través de las palabras aladas durante generaciones y generaciones. Finalmente, muchos milenios después, alguien se sentó y las puso por escrito.
Saltemos al presente. En esta sociedad hiperinformada, en donde hay ejércitos de supuestos especialistas en los más variados saberes, cuesta mucho fijar nuestra miope mirada en aquellos humildes orígenes.
Los instagramers y los creadores de los más acreditados hashtags se han convertido en los bardos del siglo veintiuno. Pero igual que sucedía con aquellos primigenios narradores, muchas de sus historias han traspasado la linde de la ficción y se han adentrado en el campo de la mitología. En otras palabras, estos influencers no nos sirven para encontrar las respuestas que necesitamos.
Tenemos la sensación de que la ciencia es la única que se guarece tras la adarga de la verdad. De forma que el científico se ha erigido en un intrépido aventurero que recorre la selva del oscurantismo con la ayuda de las lianas de la exactitud y la autenticidad.
Pero hay que tener cuidado, porque para la ciencia la realidad obedece a leyes y solamente a leyes. Y, desgraciadamente, en ocasiones surgen fenómenos que se escapan a estos códigos aparentemente inalterables.
En ese momento tan sólo nos resta optar por dos caminos, o bien rechazar el fenómeno por ilusorio o por contener información equívoca, o bien analizar el escenario desde otra óptica, que nos permita repensar la teoría inicial.
Afortunadamente, la realidad es obstinada y termina por poner luz donde antes había sombras y demostrar que el dogmatismo científico no es más que una forma encubierta de fanatismo. Y es que hay pocas cosas tan letales como los dogmas.
La pandemia actual nos está demostrando la fragilidad del ser humano en muchas de sus facetas y, como decía el poeta Píndaro, es que desgraciadamente no somos más que la sombra de un sueño.
La sociedad exige a la ciencia que aporte soluciones a tiempo real y esto no siempre es posible -la investigación necesita tomarse sus tiempos-, además se la reclama infalibilidad en sus conjeturas.
Para satisfacer la sed de conocimiento es fácil caer en el dogmatismo científico, en pertrecharse en un sistema de ideas basado en afirmaciones que no han sido todavía validadas científicamente y que, además, se formulan desde una vertiente categórica y autoritaria.
Los estudios científicos venideros actuarán de rodillo y demostrarán la falsedad de esas afirmaciones, ruborizando a sus autores. Este ejercicio es, además, muy peligroso porque no hace más que alimentar la llama de la desconfianza entre la ciudadanía, favoreciendo la aparición de corrientes negacionistas y creencias pseudocientíficas.
Aunque nos pueda parecer que este epifenómeno es nuevo, no tenemos más que echar la vista atrás y contemplar las teorías que han sido pasto de los avances científicos y que en su día fueron consideradas dogmas. Tenemos ejemplos tan paradigmáticos como la defensa de la forma plana de nuestro planeta, que la Tierra era el centro del sistema solar o que los planetas giraban en torno a ella.
Seguramente muchos pensarán que estas teorías hibernan en un pasado muy distante, sin embargo, no es necesario retroceder tanto. En la primera mitad del siglo veinte falleció el reputado astrónomo Percival Lowell. Durante toda su vida defendió la existencia de canales en la superficie marciana construidos, según él, por una civilización avanzada, para llevar aguas a sus ciudades.
Y es que en tiempos de pandemia es bueno recordar aquella máxima de que no se puede cabalgar sin haber terminado de ensillar.