Hijos de la época
Es cosa de importancia la cuestión de la opinión. Es este el país que nunca fue, vaya eso por delante, por más que nos hayamos querido empeñar en repetir que sí, que existe. Es, también, el país del desapego, el del extrañamiento respecto al talento propio y el del reino de los titulares. Más allá no se avanza en la lectura, que es cosa aburrida y requiere esfuerzo para la comprensión lectora que se lleva por estos pagos. Arrastramos una falta de autoestima secular que contrasta con un desesperante orgullo de nuestra ignorancia. Cosas de los héroes que abrazamos. Lazarillo venció a Don Quijote y así nos va. El miedo, la desconfianza, la mirada más baja en cuanto a aspiraciones humanas conforman ese arquetipo que seguimos con anteojeras y un trapo atado sobre ellas, no vaya a ser que un resquicio de luz vaya a amargarnos la amargura.
Todo esto viene a este glorioso momento en el que nos encontramos. Éste, en el que la opinión encuentra su campo de juego soñado en las redes (término complejo y ambiguo que comporta conexión y prisión al mismo tiempo) y cada cual puede colocar su titular y, así, distinguirse de los demás; que para eso somos, cada uno de nosotros, los portadores de la única antorcha de la razón y de la ley de pureza.
A tanto bueno hemos llegado que ya no hay materia, suceso, detalle, pensamiento o actividad -lúdica o no lúdica- que no reciba, de manera fulminante, su adecuada pedrada proveniente de este o aquel colectivo. Los carnets de autenticidad se reparten por millones, como millones somos los habitantes de estas tierras. Antes de terminar una frase, ya te han caído por todos lados y de todos los colores.
Ahora nadie puede decir si está de acuerdo en este matiz, pero no en ese otro, respecto a una actuación o declaración de alguien. Las adhesiones inquebrantables han vuelto, como en los tiempos de Franco, parece mentira, no solo desde sus filas –que eso ya lo sabemos de siempre- sino desde la luz pura de las nuevas políticas que escudriñan gestos, tonos, intenciones, reprendiendo a quien ose plantear la más ligera duda sobre el manifiesto bajado de ese nuevo Sinaí. Y ha vuelto, junto a ellas, la peor de todas las censuras: la autocensura. Se ha de estar completamente alineado con lo que sea que tratemos. Se nos exige eso. De manera continua. Y que nadie piense que son estos o aquellos quienes practican semejante nepotismo. Porque somos todos.
Ya no se puede hacer humor, ni se puede hacer ensayo, no se puede comer pato, no se puede creer en la solidaridad, socorrer a los navegantes desesperados y huidos del horror, defender la empresa, defender los sindicatos, no se puede defender la inteligencia, el trabajo bien remunerado, el derecho a una buena vida, o defender que sean los méritos los que te lleven a prosperar y no los enchufes o herencias, no se puede asistir a la ópera, a una comedia, tragedia, exposición, o a una simple comida, sin herir a un colectivo. O a dos. Hemos apartado a la vida de la vida. Todo, ya, es lucha política –lucha, entiéndase bien- y nada ni nadie escapa a su campo gravitacional.
No recuerdo, en mis 57 años de ejercicio de mi profesión, un solo gobierno que haya hecho algo significativo, trascendente, por la cultura, por la educación, nuestra única esperanza. Llevo años con la misma cantinela y los mismos años viendo cómo se enfadan los respectivos gobiernos, partidos, o ideólogos de turno. Comenté hace unos días, en una red, que la entrevista a Miguel del Arco en un medio digital –El Español- tenía sentido y que merecía la pena "ser leída en profundidad". No me refería a su titular, que, en lo que a mí respecta, era lo menos relevante, sino a lo mucho que se desgranaba en ella sobre la aventura teatral, la pasión por un proyecto, la hipocresía de las administraciones al convocar unos concursos públicos, o la necesidad de una Ley de Mecenazgo, por poner unos ejemplos. Se apresuraron –unos- a criticarme y –otros- a retuitearme, supongo que dándome por alineado con su programa político. Sospecho que ni los unos ni los otros saben de qué hablo. Bueno, no lo sospecho, lo sé, pero eso carece de importancia.
La utilización de nuestras vidas está ya servida y vomitada.
El poema Hijos de la época, de Wislawa Szymborska, aquí en versión de Ana María Moix, retrata el disparate de nuestros tiempos: éstos en los que hasta la hierba que pisamos o la luna, tienen naturaleza política. Este es el fragmento final.
(...) adquirir significado político
ni siquiera requiere ser humano.
Basta ser petróleo,
o materia reciclada.
O la mesa de debates
de diseño durante meses discutido:
¿redonda, ¿cuadrada?, ¿qué mesa es mejor
para deliberar acerca de la vida y de la muerte?
Mientras, perecía gente,
morían animales,
ardían casas,
y los campos se quedaban yermos
como en épocas remotas
y menos políticas.