He visto 'La isla de las tentaciones' y tengo algo que contar
Lo vi y lo sobreviví. Y, hasta cierto punto, lo disfruté.
Llevo sufriendo desde hace meses una campaña, no sé si de desprestigio o de encumbramiento, por parte de la periodista Mariola Cubells. En sus últimos textos me ha pintado, entre otras cosas, como un lector de Proust desasosegado ante el rearme nuclear de Corea del Norte y receloso de las pulsiones populistas en entornos socioeconómicos iliberales. Lo dicho: ignoro si es mofa o que promueve erróneamente mi candidatura para la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
No escondo mi lado más insoportable: mi última compra ha sido los dos tomos de entrevistas a escritores publicadas en The Paris Review. 2.800 páginas para las que se necesitan mucho tiempo y, no nos engañemos, toneladas de paciencia. Pero lo que no dice Cubells es que en enero salté de emoción viendo la tercera temporada de Cobra Kai, que entre mis joyas cinematográficas personales está La mujer explosiva y que disfruté con la novela La chica del tren. Le encajará mucho más, claro, saber que uno de los días imborrables de mi pendatísima juventud fue la tarde en la que vi con infinito placer El árbol, el alcalde y la mediateca, la película de Eric Rohmer de 110 minutos. Cualquiera que haya visto algo de Rohmer sabe que 110 minutos de sus películas equivalen a siete horas de una producción de Hollywood.
Ni Proust ni La mujer explosiva. En el punto medio está la virtud. Además no trabajo en Claves de Razón Práctica, sino en El HuffPost, medio para el que se requiere el mismo conocimiento del golpe de Estado en Myanmar que del último capítulo del culebrón Pantoja. En realidad no es una elasticidad mental que exija mi trabajo, sino la vida.
Erigirse en defensor de la causa del justo medio no implica cumplirla a rajatabla. Han tenido que pasar tres ediciones para que, por fin, haya visto una gala de La Isla de las tentaciones, un programa que, si no lo comentas, no eres nadie. Bien, el caso es que lo vi y lo sobreviví. Y, hasta cierto punto, lo disfruté. Pero una y no más.
Llegué virgen: ni sabía las reglas de las villas ni mucho menos qué implicaban cosas como el sonido de una sirena que descompone a los participantes. Por suerte no se requiere de un manual de instrucciones para entenderlo. El caso es que empecé y me dio la una de la mañana sin despegar los ojos de la pantalla. La isla de las tentaciones engancha, entretiene y se disfruta. Tiene el mismo efecto que ejerce fumarse un cigarro después de un vuelo de ocho horas. Cuando lo estás fumando no hay nada que se agradezca y disfrute más. Cuando tiras la colilla, sin embargo, te sientes un hombre débil necesitado de química para lograr la paz interior. La isla de las tentaciones es el tabaco de los que no fuman.
El caso es que las galas son de lo más absurdo: parejas separadas cuyo único reto consiste en no caer en la tentación de la infidelidad o tal vez, y aquí puede que perdiera el hilo del argumento, todo vaya de caer en esa infidelidad haciendo que se note lo máximo posible. La gala tiene un ritmo trepidante y una estructura hecha con tiralíneas. Todo está perfectamente calculado para evitar que el espectador tenga la tentación —esta sí, grave— de cambiar de canal o apagar la tele.
La isla de las tentaciones narcotiza y ayuda a evadirse de la puñetera realidad que nos ha tocado en suerte. Entretiene, que es a lo que debe aspirar un programa de… entretenimiento. Se disfruta sin que tan siquiera a uno le llegue a asaltar la mala conciencia de plantearse qué hace un jueves a la una de la mañana esperando la reacción de un concursante tras ver a su pareja acostándose con otro. Es el cotilleo elevado a la enésima potencia y un muestrario de relaciones que, más que entretener, preocupan por normalizar comportamientos tóxicos y nada ejemplares.
El problema del reality no surge mientras se ve, sino cuando termina. Es entonces cuando a uno le asalta el vacío existencial de preguntarse por qué ha dedicado tantas horas a un programa que no deja huella (al menos positiva), que se consume bien pero que pasa sin pena ni gloria. Aporta entretenimiento —que en la situación actual no es poco— y nada más. Y uno piensa que todos estos líos de faldas ya los ha vivido, aunque mucho mejor contados, en las historias de Fortunata y Jacinta o Madame Bovary. Vivencias que, estas sí, han quedado marcadas en el recuerdo y no desaparecerán.
El término medio, el equilibrio, picar de todos los lados sin necesidad de saciarse: ver La isla de las tentaciones y conocer a Fortunata y Jacinta es compatible. E incluso sano para la salud mental. Espero que defender esta tesis no reste puntos a mi entrada en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas que reclama con tanto afán mi compañera Mariola Cubells. Periodista que, todo sea dicho, disfruta con lo más petardo de la televisión y al día siguiente te sugiere un poemario checo de 1765.