Hasta que valga la pena vivir
Yo pensaba que España era el ejemplo más destacable de postdictadura maquillada en pseudodemocracia...
Hablando en la terraza del Bosque Animado de lo que opone y, en realidad, une a los patriotas, nacionalistas e independentistas, mi amiga Alba soltó que los incidentes que dividen y separan a familias y grupos de amigos en Cataluña radican en el etnocentrismo, que hace que nos miremos el ombligo la mayor parte del tiempo. Es ese mismo etnocentrismo que, desde mi punto de vista, explica que en gran parte de España no se hable mucho de Portugal ni se aprenda portugués y que el peso de lo hispanoamericano siga siendo reducido en los estudios hispánicos que se cursan en las universidades españolas. De hecho, hice un grado en Estudios Hispánicos en Francia y puedo decir que allí no ocurría de ese modo, ya que lo hispanoamericano representaba el 50% de los contenidos de literatura, civilización y geografía mientras que se dedicaba el otro 50% a España. Pese a haber visto poco más que la ciudad de Lorca en esa época, por pasar mis vacaciones allí siendo niño y adolescente, me parecía justo y pude aprender de García Márquez, Alejo Carpentier o Julio Cortázar, así como de las revoluciones mexicana y cubana y de las dictaduras militares de Argentina y Chile. Chile, ese país tan remoto que no nos importa mientras estamos sumidos en nuestros conflictos nacionales. Es verdad que en Cataluña la represión de los cuerpos de seguridad del estado está alcanzando un ápice sin precedentes con más de 3.000 detenciones y más de 1.000 personas que han sido heridas por disparos, según datos del Instituto Nacional de Derechos Humanos. Esto… perdonen… ha sido una equivocación. Estoy hablándoles de lo sucedido en Chile en la última semana.
En Ítaca, otro lugar mítico de Murcia donde se codean quienes tienen inquietudes, hace unos pocos días habló una chica originaria de Valdivia (Chile) cuyo nombre cambiaremos a Isabel. No pude asistir al evento, pero insistí en conocerla tras enterarme. Isabel tiene 28 años y tiene formación como pedagoga y en idiomas. Domina el inglés y el chino. Dejó Chile para escapar de una situación de precariedad donde los profesores cobran el equivalente de unos 700 euros al mes. Quienes tienen trabajos que requieren menos estudios, pueden cobrar en torno a los 400 euros. Parte de esas familias viven de endeudamiento colosal, dado que siente la necesidad de entretener cierto estatus social mediante la adquisición de bienes materiales. Isabel, que es hija de la democracia, no siente gran apego por su tierra, pero sí miedo por sus familiares y amigos, así como hartazgo por la inmensa desigualdad y la corrupción omnipresente que se sustenta en la connivencia entre los aparatos ejecutivo y judicial. Cabe añadir a eso el hecho de que lo grueso de la población de Chile no termina de divisar los frutos de la bonanza, ya que el país es supuestamente el más rico de todo Sudamérica. La tasa de riqueza per capita supera la de cualquier país circundante. ¿Cómo explicar, pues, el estallido de un país tan próspero por el aumento del precio del billete de metro en Santiago de Chile a 30 pesos? Simplemente, no es ese el motivo, sino, precisamente, el abismo de desigualdad entre las élites y las clases media y media-baja del país que no cesa de incrementarse desde el regreso a la democracia en el año 1990. ¿Cómo el único aumento del precio del trayecto en metro de la capital puede explicar que estén sucediendo protestas en más ciudades que Santiago? “Pensamos que [las élites] nos metieron el dedo en la boca, y no el dedo, el brazo entero”, dice Isabel. Al igual que el aumento del precio del combustible supuso la gota que colmó el vaso que lanzó a los chalecos amarillos a la calles y rotondas de Francia, sucedió algo parecido en Chile. No obstante, en este caso, el problema venía de casi tres décadas de abusos, desigualdad en el reparto de la riqueza, acceso a servicios sociales y a la educación y oportunidades de ascenso social. Por eso mismo, Isabel tiene muy claro que no tiene futuro en Chile.
El 11 de septiembre de 1973, murió el presidente de la República de Chile, Salvador Allende, tras ser bombardeado el Palacio de la Moneda. El golpe de estado militar que llevaría a la dictadura del general Augusto Pinochet terminaría oficialmente con un plebiscito perdido por el sistema que traería de vuelta la democracia en 1990. Lo que pasa, es que parte de la administración de la época anterior supo reciclarse —¿a lo Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo de Franco y fundador, posteriormente, de Alianza Popular?— y seguir sirviendo a la República. Luego, sus hijos tomaron el relevo. Parte de esas élites que viven de forma opulenta y se reparten la gran mayoría de los beneficios de la resplandeciente economía chilena está absolutamente desconectada del pueblo. Basta con leer las declaraciones de la esposa del actual presidente, que cumple actualmente el segundo año de su segundo mandato, sacadas de un mensaje privado. Califica a los centenares de miles de manifestantes de “alienígenas”. Yo pensaba que España era el ejemplo más destacable de postdictadura maquillada en pseudodemocracia. Ahora sé que Chile se merece ese mismo trofeo. De hecho, no es raro entre las familias adineradas de las élites encontrarse a nostálgicos del general Pinochet a quien profesan cierto culto. Además, no está mal recordar que el general, pese a haber sido procesado por su responsabilidad en numerosos crímenes, pasó tranquilamente los últimos años de su vida rodeado de los suyos.
Le pregunté a Isabel si estaba al tanto de la comunidad chilena exiliada de Estocolmo que tuvo que huir en 1973 y no tuvo como más remedio que agarrar la mano tendida del socialista Olof Palme, primer ministro de Suecia, en aquel entonces. Durante varios viajes a dicho país, tuve la oportunidad de coincidir con hijos de esa diáspora de intelectuales que tuvieron que despedirse de su tierra en el dolor. Me pregunto en estos días de revuelo, inestabilidad y violencia desatada lo que pensarán aquellos chilenos de Suecia. Me pregunto también si van a tener que huir más chilenos ahora, en 2019, en la época de las redes sociales.
La DINA —que no les engañen las apariencias ni las siglas que suenan como nombres femeninos— creada tras la llegada de los militares al poder, persiguió, reprimió, torturó, violó y asesinó impunemente a miles de chilenas y chilenos con modus operandi que recuerda al de la Gestapo nazi o de la Brigada Político-Social de la España franquista. “¿Qué diferencia hay entre los métodos de la DINA y los de la policía y el ejército chilenos actuales?”, le pregunté a Isabel. “Ninguna”, respondió. Y es que los smartphones y las redes sociales, que no existían en 1973, brindan testimonios a quienes, inquietos, recurren a medios otros que los oficialistas nada parciales. Así pues, circulan vídeos y fotos de manifestantes ahorcados, golpeados o calcinados entre otros tipos de maltratos. Sí, todo eso está ocurriendo en 2019 en el estado democrático y rico chileno. Está ocurriendo bajo el amparo del estado de emergencia y del toque de queda decretados por un ejecutivo tan excéntricamente alienado que se salta sin apenas ocultarlo numerosas convenciones internacionales aparte de los derechos humanos. ¿Esperpento, distopia a lo 1984 de Orwell? ¿Qué término emplear para referirse a los acontecimientos recientes de Chile? Postdictadura es el que me viene en mente. Con una máscara de república democrática en la que la justicia y la policía están corruptas y los medios de comunicación de gran alcance están al servicio de las élites, el Chile de 2019 no deja de ser un estado autoritario donde los pudientes se ceban riéndose de los millones que sustentan su pirámide. Según me cuenta Isabel, en las galerías subterráneas del metro, personas presentes en manifestaciones están siendo torturadas y violadas en lo que ella considera auténticos “centros de tortura”. Algunas mujeres se atreven a publicar estados en las redes sociales acerca de los maltratos sufridos. Menores de edad han sido asesinados y otras personas han sido ahorcadas o crucificadas.
El presidente chileno actual, Sebastián Piñera, es un magnate que ha construido un imperio el cual ha llegado a abarcar, entre otras muchas cosas, negocios bancarios y el canal Chilevisión. Un Berlusconi chileno —podríamos pensar—, lo que no anima a que uno sea optimista sabiendo dónde fue a parar la imparcialidad en Italia en el tratamiento de las noticias por la televisión de los años 2000. El dirigente chileno acaba de mover ficha sacando a ocho de los ministros que conforman su gabinete entre quienes figuraban Andrés Chadwick, encargado de Interior. Chadwick lleva gran parte de responsabilidad en la gestión de las protestas y saqueos sucedidos en varias ciudades chilenas durante la última semana. Durante la dictadura, ocupó cargos relevantes y se le asocia con un alto criminal nazi condenado por pederastia, Paul Schäfer, quien había escogido Chile como refugio para su jubilación del Tercer Reich. Se le ha visto en los últimos días llevar el asunto de las protestas de manera muy cínica. Tal vez podamos achacarlo nuevamente al estado de desconexión constante entre las élites y las clases media y baja en Chile. El presidente Piñera ha pedido perdón y se ha dado por concluido el toque de queda. Todas esas medidas, que no son sino una diversión, no parecen haber acallado el grito de las calles.
Mientras tanto, del otro lado del charco, no veo yo ninguna gran democracia poderosa y con influencia en la ONU condenar de forma tajante las acciones del Gobierno chileno ni plantearse algún tipo de intervención. A lo mejor, dicho Gobierno es un socio demasiado generoso para con nosotros o, simplemente, no podemos saquear sus reservas de minerales o petróleo. En otras palabras, no es ni Kuwait ni Costa de Marfil. Tampoco es que mucha gente de a pie aquí se sienta concernida, tal vez, por la correlación entre la distancia y la empatía. De hecho, esto último indigna a Isabel, y me dio la sensación de que se encontraba en un estado constante de alucinación debido a la indiferencia de la gente que constituye su entorno murciano, pues Chile es su país natal y su familia se encuentra allí. “¿Qué puedo hacer yo?”, le pregunté. Me contestó que sería útil conseguir que se diesen a conocer los acontecimientos para que lo que transcurre en Chile no caiga en oídos sordos. Difundamos pues.
Aquí España. Hola, Chile, les copiamos. ¡Hasta que valga la pena vivir! Corto.