Grandes soluciones para grandes problemas
La vertiginosa evolución de las ciudades, en paralelo a la Revolución Industrial, llevó parejo una incontrolable cantidad de excretas de caballos.
El transporte en las ciudades siempre ha sido una fuente inagotable de problemas. Durante mucho tiempo el principal medio para desplazarse de un lugar a otro fue la tracción animal, en forma de carruajes, diligencias, carromatos… La vertiginosa evolución de las ciudades, en paralelo a la Revolución Industrial, llevó parejo una incontrolable cantidad de excretas de caballos.
Aunque pueda parecer jocoso, no era un mal menor. Hay que tener presente que un rocín produce entre diez y quince kilos de estiércol al día. Tras un pequeño cálculo es fácil comprender la magnitud del problema al que tuvieron que hacer frente las grandes metrópolis de finales del siglo diecinueve.
Ciudades como Londres, París o Nueva York tenían que buscar una solución para las deyecciones de más de ciento cincuenta mil animales, las cuales generaban unas condiciones de insalubridad terribles, especialmente durante las estaciones lluviosas, ya que se convertían en un fluido pestilente que se filtraba hasta los sótanos de las casas.
De esta forma, las calles se convirtieron en improvisados establos y el acopio de heces, además de generar un efluvio insoportable, era un apetitoso imán para ratas, moscas e insectos.
En sus inicios la solución fue ingeniosa y lucrativa, se vendió el estiércol –como abono– a los agricultores. Sin embargo, la ingente producción no tardó en saturar el mercado y el problema volvió a reaparecer.
A pesar de que los equipos de barrenderos se afanaban por limpiar las calles y despojarlas de los residuos su tarea no era suficiente. Las autoridades neoyorquinas contrataron equipos de operarios destinados específicamente a recoger el estiércol durante la noche, aprovechando que disminuía el tráfico de carruajes.
En 1894 el periódico The Times anunció con letras gruesas: “dentro de cincuenta años, todas las calles de Londres estarán enterradas bajo tres metros de boñigas”.
A todo esto hay que sumar el caos que generaba los carruajes y caballos, así como el ruido. Se calcula que un peatón tenía el doble de posibilidades de ser atropellado en el Nueva York de finales de siglo que de serlo actualmente por un vehículo. En algunos lugares se llegó a prohibir la circulación de los carruajes en los aledaños de los hospitales debido al espantoso ruido que provocaban las ruedas sobre el empedrado.
La situación se hizo insostenible durante los siguientes años y en 1898 el alcalde de Nueva York –E Waring Jr– organizó el primer congreso internacional de planificación urbana. El tema estrella de esta primera cumbre medioambiental de la historia no fue otro que el estiércol de las calles.
La previsión del comité organizador era que la reunión se prolongase durante diez días, pero debido a la falta de ideas, se dio por finalizada al tercero. Las únicas medidas que germinaron y que acabaron implementándose fueron: mejorar el alcantarillado, instaurar batallones de limpieza –los llamados White Wings–, construir escalinatas para acceder a los edificios y trazar las primeras líneas de tranvías. Es cierto que, en aquella época, los tranvías estaban tirados por caballos, pero el número de pasajeros que podían viajar superaba con creces al de los carruajes.
En ese escenario inhóspito surgió una solución novedosa, aparecieron los primeros automóviles en las grandes ciudades del mundo. En muy poco tiempo los carros de motor sustituyeron a los caballos y, consecuentemente, el estiércol dejó de ser una amenaza.
La contaminación del aire, la inseguridad de los peatones, los accidentes, los atascos y el consumo de combustible llegaron mucho tiempo después. Pero, como diría Kipling, eso es otra historia.