Glenn Close o la maldición de Turandot
Lo que sucede en la ópera es ininteligible. A quienes nos gusta y disfrutamos con ella, nos permite experimentar emociones puras que se presentan punto menos que catárticas; una catarsis mediada, eso sí, por cierta distancia: todo es ficción, nada es realidad. Seguramente por ello me asombra haber presenciado, hace unos días, una escena insólita durante la representación de Turandot.
"¡Bruja, bruja!", vociferó un espectador parapetado en el anonimato de su butaca. "¡Fuera, bruja!", seguía insistiendo durante la ovación final, dirigiéndose a la soprano protagonista. Una suerte de hostilidad atávica, le estaba llevando a realizar una transferencia entre el personaje y la intérprete. No increpaba a la cantante, recriminaba a Turandot.
Para quienes no hayan visto la ópera de Giacomo Puccini, el argumento es sencillo. El pueblo de Pekín vive pendiente de la princesa Turandot, hija del emperador. Esta debe contraer matrimonio para prolongar la estirpe real, pero su condición para acceder a este designio es que sus pretendientes superen tres enigmas que ella misma ha formulado. Si el aspirante al trono los acierta, se casará con Turandot; si falla, será decapitado al amanecer. Durante años, la princesa ha conseguido segar cientos de vidas, guarecida en la dificultad de sus acertijos. De ellos se vale para evitar un compromiso que le repugna, pues hace años una desventurada ascendente fue asesinada en plena noche de bodas por un príncipe arribista. Ella no quiere correr la misma suerte.
Así se mantiene hasta que un caballero llamado Calaf desafía a Turandot. Para sorpresa de cortesanos y ministros, Calaf los descifra, lo que empuja a la princesa al más miserable desespero. Pero él no quiere poseer a Turandot sin más, espera que ella le desee ardientemente. Así le ofrece una segunda oportunidad: si la princesa adivina su nombre antes del amanecer, accederá a ser ejecutado; si no lo hace, se casará con ella. Durante esa noche en la que Turandot insta a sus súbditos a no dormir para descubrir su nombre (de ahí el aria Nessun dorma que entona el tenor), la princesa acaba rendida ante Calaf, aunque antes asesina despiadadamente a una mujer para que revele su nombre. Liú, la enamorada y compasiva esclava de Calaf, será víctima de Turandot, algo que empuja al espectador a odiar a la impía princesa. El público se conmueve con Liú y, por consiguiente, aborrece instintivamente a Turandot.
Mientras escuchaba los alaridos del espectador, no pude sino acordarme del acorralamiento que Glenn Close sufrió a causa de protagonizar Atracción fatal (1987). Cuando la actriz accedió a interpretar el papel de Alexandra Forrest, nunca podría haber imaginado que la cinta de Adrian Lyne iba a costarle tan caro. La historia escrita por James Dearden se limitaba a una relación extraconyugal que derivaba en suicido. En su versión original, la publicista, tras haber mantenido un tórrido encuentro con el abogado Dan Gallagher (Michael Douglas), se quitaba la vida cortándose el cuello mientras escuchaba Madama Butterfly (curiosamente, también de Puccini). Sin embargo, en las primeras exhibiciones, ningún espectador quería que Alexandra saliese indemne. No les bastaba con que se suicidase, pretendían que 'pagara' por lo que había hecho. Querían sangre y la querían ya. De este modo, la productora obligó a Glenn Close (que se negaba a cambiar su registro de víctima a psicópata) a volver a rodar el final, esta vez convertida en una trastornada que cuece a una mascota e intenta asesinar a la mujer de Dan (Anne Archer). Hasta que el público no vio a Archer tirotear a Close, no se quedó a gusto.
Desde entonces, dio comienzo la persecución de la actriz. Durante décadas ha sufrido el rechazo de cientos de hombres asustados por su delirio; y de mujeres que le reprochan protagonizar una infidelidad. Su condición de amante la convertía en diana de todas las críticas. También Close se convirtió en bruja y en hereje.
A pesar de sus Globos de Oro, de sus Tony y de sus Emmy, Close es una de las actrices más castigadas de Hollywood, habiendo obtenido seis nominaciones a los Oscar sin alcanzar ningún galardón. A partir de la cinta, como Los miserables para Anne Hathaway o Waterworld para Kevin Costner, se restringieron sus apariciones cinematográficas, debiendo resguardarse en las tablas de Broadway.
Todo ello, que parecía un trauma pasado, un mal sueño que se acabaría con la nueva centuria, llega renovado y palpitante al siglo XXI, con personajes femeninos castigados por un rol que no es del agrado del público. El coto de caza queda nuevamente abierto contra la bruja en la ficción y en la realidad.
No está de más parafrasear al siempre sabio Shakespeare, y recordar que hereje es el que enciende la hoguera y no el que arde en ella.