Fuera de carta
Hay ocasiones, tan felices como escasas en que la improvisación ha conseguido destellos de oro en el empedrado del guion.
Circulaba un chiste por el Hollywood de los años de oro (Ford, Wilder, Huston, Hawks…) acerca de una chica tan despistada que pensó que podría triunfar en el cine acostándose con un guionista.
Los escritores, de siempre, han sido los invitados pobres al banquete de las películas. Su trabajo ha sido ninguneado, retorcido o, con suerte, corregido por quien pasara por allí. Nadie se atreve a enmendar la plana al director de fotografía, al diseñador de producción o al encargado del almuerzo (yo, que he hecho algunos cameos, deduje, antes del postre, que el catering venía de Treblinka); pero tanto el productor como los actores o los electricistas se sienten cualificados para alterar las líneas mecanografiadas.
Es más, aún hay quien piensa que los diálogos los improvisan los actores…
Que Rafael Azcona, Ben Hecht, Nunally Johnson, Pedro Beltrán, William Goldmann, Ennio Flaiano o Rudy Wurlitzer no tengan altar propio en la catedral politeísta del cine dice mucho de nuestra ingratitud. Sin ellos, sin los millares de guionistas que creyeron vender los derechos de autor cuando en realidad vendían su alma, no seríamos sino huérfanos desvalidos ante una pantalla en blanco.
“En un café con leche, ¿podría usted decir dónde acaba el café y donde empieza la leche?”, espetó Cesare Zavattini al periodista que le preguntó cuánto había de guion y cuánto de dirección en las películas que él escribía y que dirigía Vittorio de Sica.
Ni siquiera Faulkner se libró de los memorandos de los productores ejecutivos que le afeaban su escritura, y a punto estuvo de pegar fuego a su obra (ocioso recordar que fue bombero).
Sin embargo, hay ocasiones, tan felices como escasas (aunque, probablemente sean muchas más de las que sospechamos), en que la improvisación ha conseguido destellos de oro en el empedrado del guion.
A veces, una corvina sobrenatural, encontrada entre las escamas de hielo y las ramas de helecho, o un manojo de verdolaga rescatado del bazar lujurioso del frutero, me llevan a improvisar un plato o a tramar una ensalada que no había previsto. Para ellos se excavó esa gruta del tesoro que recibe el nombre de “fuera de carta” y en la que los comensales se adentran con la misma excitación con que yo les guío, tan feliz como inseguro.
La misma excitación que debió de sentir Roy Scheider cuando, tras ver al tiburón, comprendió que tan sólo podía farfullar “Va a necesitar un barco más grande”, y lo soltó ante la cámara sin encomendarse ni a Dios ni a Spielberg (la frase en cuestión ha sido declarada patrimonio cultural americano por la Biblioteca del Congreso).
Rutger Hauer improvisó el monólogo con el que moría y que hizo de Blade Runner un fragmento inolvidable de nuestra (por aquel entonces) inabarcable vida. Y no entiendo cómo un hombre con semejante sensibilidad pudo hundir su carrera a fuerza de no acertar en la elección de papeles. Al otro lado de las nubes, no sabemos si hará de malo o de bueno.
A David Webb Peoples, guionista de tal pesadilla de clones y de la agónica Sin perdón, no le molestó el añadido. Suya será para siempre la gloria de haber dibujado un dios engreído que puede fabricar la vida, pero que se resiente cuando se enfrenta a un reto de ajedrez inesperado.
Peoples también sufrió la intromisión en su trabajo cuando Monica Lewinsky destrozó con un par de fellatios mediocres (si no, por qué coño se iba a manchar el suéter) el trabajo de Clinton, con el que el escritor colaboraba en la redacción de discursos, uno de los pocos presidentes intelectuales y honrados que los americanos han podido disfrutar.
Kubrick no se molestó en seguir el guion de La chaqueta metálica (esa escabechina que, para mi gusto, ha mejorado con el tiempo. Todo lo contrario que 2001, en la que hasta el hueso que tiran a los alto se ha enranciado como un codillo) para las escenas de la brutal instrucción que reciben los reclutas (no tan distinta, si lo sabremos los de mi quinta, de la que aplicaban los chusqueros). Se limitó a gritar ¡Acción! y a dejar que E. Lee Ermey engarzara su interminable retahíla de tacos, insultos, imágenes escabrosas y barbaridades ideológicas que, de haber figurado por escrito, habrían pergeñado un tocho más gordo que Las mil y una noches.
Marcialidad con la que consiguió aquellos desfiles a cara de perro y los labios fruncidos de puro acojonamiento que mostraban los soldaditos. Cuando se puso firme de por muerte, le despedí con una lápida.
Ya sé que merecía unas salvas, pero no era tiempo de castañas.
Fue Harrison Ford quien intuyó que Han Solo no podía condescender a un melindroso “y yo a ti” cuando la princesa Leia le confesara que le quería. “Lo sé”, fue la lacónica respuesta que salió de su boca aventurera y cínica.
Más tarde se encargaría el director de destrozar al personaje, convirtiendo, mediante un leguleyo truco de ordenador, un disparo a sangre fría en defensa propia, y al mercenario en un boy-scout (En una famosa y cuántica serie de televisión se decía: “Me da más miedo que el cartel: George Lucas, versión del director”).
Joe Pesci se elevó hasta el delirio sacándose del bolsillo las razones por las que su personaje en Uno de los nuestros era divertido. Y Jack Nicholson saltó la barrera del terror al gritar “¡Aquí está Johnny!” entre las astillas de una puerta reventada a hachazos.
A veces, no son palabras lo que surge del azar, sino gestos inesperados, concisos y definitivos como un puñetazo en la mesa.
Anthony Hopkins remataba su receta de hígado de funcionario del censo con habas frunciendo los labios y salivando ruidosamente. Quiere la leyenda que fuera una broma maliciada por el actor para cargarse la toma, pero que Jonathan Demme la incluyó en el montaje sin dudarlo.
Lo único que no le perdono es que maridara el foie con chianti, y no con un sauternes.
Me viene a la memoria (y que me perdone el maestro Alcántara, que decía que un artículo sólo ha de desarrollar una idea, consejo que desoigo como si me lo diera mi médico) la historia del hombre que, en pos de la herencia, mató a su gemelo, gastrónomo a jornada completa y lo suplantó en su vida pública para esconder el crimen. El detective, cotejando las facturas de los restaurantes, lo desenmascaró al ver como, en el último, elogiaba una botella de Petrus del 84, vino de sabor aún más deleznable que el corcho que lo encierra y que nunca hubiera aceptado el experto cadáver.
Tampoco estaba escrita la bendición de prueba (de sotana) que Nino Manfredi, convertido en maniquí de ropa talar, dibujaba en al aire para comprobar la sisa. Uno de los mejores gags de la historia pasada de nuestro cine y aún del porvenir.
Pero si he de escoger un momento no escrito, me quedo con la despedida de Wayne en Centauros del desierto. Quieto ante la puerta que va a cerrarse dejándolo fuera de la vida, se limita a cruzar el brazo derecho sobre el torso para agarrar el izquierdo. Ese gesto era propio de su amigo Harry Carey, cuyo hijo contemplaba el rodaje al otro lado de la cámara. A nadie le pasó inadvertido aquel homenaje.
Raro es el día en que no agradezco a Wayne su pincelada mínima e intensa. Como tantas otras que saben bailar en nuestra memoria y que los guionistas, estoy seguro, perdonan de corazón. De alguna manera, entienden que los guiones son suyos, pero que las películas, como el acervo de las recetas, no pertenecen a nadie y, por ende, a todos.