'Ficcialidad': territorio post-millennial
Ningún hecho de actualidad nos afecta ya, por crudo que sea, porque se parece tanto a la ficción que lo consumimos sin escalofrío alguno
El primer Superman, el de los años 30, era un ser excepcional. Tanto que era imposible ser como él, entre otras cosas porque era de otro planeta. Más o menos en torno a aquellos años aparecieron muchos otros héroes que eran tan perfectos e inalcanzables como los finales de los cuentos de hadas. Y a partir de ahí comenzó un descenso a lo terrenal que tuvo como parada intermedia a los superhéroes de los 90, mucho más humanos y, en algunos casos, equipados con su propio trastorno: desde la personalidad antisocial de Lobezno a la identidad disociada de Hulk, y de la obsesión de Batman por los murciélagos hasta la torpeza social de Spiderman. Y así sucesivamente.
Sin embargo, la ficción aún daría un paso más en su aproximación a la realidad ofreciéndonos a continuación personalidades aún más cercanas, cómicamente vulgares, estereotipos hiperrealistas que, en el rellano de la escalera, vivían las mismas crisis que nosotros y se contaban los mismos chistes para conjurarlas. Por último, la calamidad creciente por la que se precipitó la ficción acabó aterrizando finalmente en la ciénaga de la telerrealidad, donde ya no se sabe qué es verdad y qué es guion. Y así, hemos acabado congregados frente a un vidrio en el que nos vemos reflejados nosotros mismos. Y parece que nos gusta.
Al mismo tiempo, el tratamiento informativo de la realidad sufría un proceso inverso. La actualidad, particularmente los sucesos graves y los acontecimientos preocupantes, siempre habían sido tratados con esmerada asepsia. Sin embargo, aproximadamente en la misma década en que se producía el primer ocaso de los superhéroes, tuvimos ocasión de seguir el primer conflicto armado televisado en directo: la Guerra del Golfo. Y a partir de ahí se evolucionó hacia una tercera fase en la que cualquier hecho de actualidad, incluso si es grave, puede ser bombeado hacia las alcantarillas donde bebe la obsesión por la audiencia. Y, de esta manera, acabar siendo finalmente distorsionado y vulgarizado en riguroso directo por cualquier tertuliano. Una profesión en la que se puede graduar cualquier organismo pluricelular, con tal de que cuente con la sola capacidad de emitir graznidos que parezcan palabras o frases.
De esta manera, la ficción se ha hecho casi realidad y la realidad se ha vuelto casi ficción. Y el problema, el verdadero problema, no es ya que no podamos vernos estimulados por auténticos héroes que realmente ejemplifiquen los grandes valores que nuestra sociedad necesita. Tampoco, siquiera, es que ningún hecho de actualidad nos afecte ya, por crudo que sea, porque se parece tanto a la ficción que lo consumimos sin escalofrío alguno. El verdadero problema está en que, detrás de nosotros, viene una generación fronteriza, que nació en esa brecha alienante entre realidad ficticia y ficción realista.
La ficcialidad, esa esfera mestiza entre realidad y ficción, es el espacio en el que vino al mundo el ciudadano post-millennial. Un territorio en el que todo es verdad y mentira al mismo tiempo, en el que los modelos a los que parecerse tienen sus mismas taras y pocas virtudes, donde la realidad ya no supera a la ficción y en el que cualquier suceso, por trascendente que sea, acaba siendo transfigurado en meme.
En esa esfera las causas sociales no parecen ya tan acuciantes, puesto que compiten en la misma pantalla, a tiro de clic, con series de ficción que muestran individuos que sufren por las mismas o peores causas. Al mismo tiempo, mucha de la ficción se hace aburrida, debido a la falta de distancia con la vida propia, y necesita consumirse compulsivamente, a doble velocidad y embuchándose un capítulo tras otro. Muchos políticos parecen comediantes baratos y las redes sociales estiran esa similitud hasta la mímesis, ante el regocijo de la audiencia. Y por supuesto, cualquier situación ante nuestros ojos y oídos, falsa o real, puede eliminarse a golpe de swipe.
En la ficcialidad no se digiere, se engulle. En la ficcialidad nada es lo que parece aunque todo lo sea. En la ficcialidad siempre se pasa al vídeo siguiente sin apenas vivirlo, sin pálpito alguno del corazón o del órgano donde quiera que habite el juicio crítico. Y todo es comida conceptual basura o molicie. Y lo peor, quizá, es que cualquier intento de hacer explotar la bóveda bajo la que habitan sus aborígenes resultará inútil porque, desde dentro, se verá como una careta más, como un personaje más, como una nariz de clown más en el gigantesco circo del entretenimiento mercantil y vacuo. Solo se podría reventar esa cúpula a base de verdadera verdad. Sin embargo, hace tiempo que ya nadie sabe qué es eso.