Familias que ya iban justas, tocadas y hundidas por la inflación: “Mi capricho más gordo es el café”
El encarecimiento de la compra aprieta, aún más, los bolsillos de los ya vulnerables: “Voy buscando dónde están las manzanas más baratas; de paraguayas y sandía me olvido”.
Leer que la inflación en España ha alcanzado el 10,2% en junio y que es el peor dato registrado en el país en los últimos 37 años es fuerte, pero también abstracto. ¿Qué significa inflación? ¿A qué hace referencia ese porcentaje? Significa que los precios de bienes y servicios han subido, en general, más de un 10% con respecto al año anterior. El mayor incremento está en los carburantes, que suben por encima del 40%, pero en realidad nada se salva: alimentos, bebidas, servicios, literalmente todo está más caro.
Cuando tienes un sueldo fijo decente y un ‘colchoncito’ de ahorros –no hablemos ya si ingresas 100.000 euros al año–, lo notarás a la hora de hacer la compra y echar gasolina, de pagar las facturas, de reservar las vacaciones, o al comprobar cómo ha bajado la cuenta del banco al cabo de un mes. Cuando vives “haciendo números y cábalas” ajustando el último céntimo para ver qué puedes pagar este mes y qué no, una subida generalizada de precios te hace la vida mucho más complicada de lo que ya era.
“Mi capricho más gordo del mundo mundial es el café”
Marisa tiene 60 años y vive en Madrid. Ella es la de las “cábalas”. No recuerda la última vez que compró “un filete de ternera”. Cuenta que, cuando va a hacer la compra, pasa más tiempo desplazándose en busca de ofertas que comprando en sí. “Voy buscando por las tiendas de fruta a ver cuál tiene las manzanas más baratas, porque de paraguayas, melones y sandías me olvido”, dice.
Cuando entra al supermercado, le pasa lo mismo. “Claro que te tienes que dejar cosas”, exclama. “Alguna vez compraba cruasanes para el desayuno, pero he dejado de hacerlo, porque están prohibitivos; y el aceite de oliva, ni lo puedo mirar”, explica Marisa. “Mi capricho más gordo del mundo mundial es el café. Porque todo el día tengo que estar tomando café. Así que compro el que está de oferta, el que no conoce ni su padre, porque es la única manera”.
“No tengo ni para comprarle el pienso al perro”
Marisa cobra el ingreso mínimo vital –dice que este año le ha bajado a 160 euros– y, desde hace poco, también percibe una pensión no contributiva por invalidez de 425 euros. En 2020, cuando arreciaba la pandemia, le extirparon “medio pulmón” por un cáncer. Vive sola con su perro en un piso del barrio de Puerta del Ángel que le presta un familiar, con lo cual no tiene que pagar alquiler, pero sí la cuota de “la comunidad de vecinos, el agua, la luz, el teléfono, el abono de transporte…”, enumera.
“¿Qué te queda para comer? Nada. He estado comiendo de lo que me han ido trayendo mis vecinos. Si hacía patatas mi vecina, me traía patatas; una amiga me traía carne o pescado cuando compraba; otra vecina me daba un paquete de lentejas, de garbanzos, de arroz”, explica. “Te vas quitando una cosa, y otra, y otra… Esta subida ha sido catastrófica”, lamenta. “He cambiado ropa mía por comida, por patatas, por huevos”, reconoce Marisa.
Antes de pasar el cáncer, Marisa hacía manualidades, confeccionaba bolsos y pintaba ropa a mano, que después vendía en mercadillos. La mujer esperaba a recuperarse para retomar esta actividad, pero se dio de bruces con la realidad. “¿Dónde voy? Si no puedo ni mover una mesa”, plantea.
Además de las ayudas puntuales de sus vecinas, Marisa ha recurrido alguna vez a bancos de alimentos, pero reconoce que le cuesta acceder a estos. “Priorizan a las familias, así que como yo vivo sola, me quedo la última”, explica. “No tengo hijos a mi cargo, pero yo sí como. Me dicen: tienes vivienda. Ya, pero no me puedo comer la puerta ni las ventanas. No se dejan comer”, se resigna la mujer. A su perro hay días que le cuece arroz y otros que le pide comida a una amiga que también tiene perros. “No tengo ni para comprarle el pienso”, dice Marisa. “Pero sólo me faltaba darle una patada después de 13 años”.
Marisa tiene dos hijas que ya son mayores y que, por lo que cuenta, también van justas para llegar a fin de mes. “Llegó el día de la madre y me preguntaron: ‘Mamá, ¿qué quieres de regalo?’. Comida, les dije. Llega mi cumpleaños en septiembre. ‘¿Qué quieres?’. Comida”. La mujer cuenta que en Navidad tuvo que pedirle a su hija mayor que le regalara “unas bragas”. “Es penoso”, dice.
“Lo de las colas del hambre no ha pasado. De hecho va a peor”
Rogelio Poveda es el presidente de la Red de Apoyo Mutuo de Aluche (RAMA), que desde que comenzó la pandemia se hizo tristemente célebre por las llamadas “colas del hambre”, interminables filas de personas que acudían a la sede de esta asociación en Aluche (Madrid) –y a otras– a recoger un pack semanal de alimentos.
Poveda explica que, aunque ya no salgan tanto en la tele, “claro que seguimos con el reparto”. “La gente piensa que lo de las colas del hambre ya ha pasado. No ha pasado. De hecho va a peor, llevamos tres meses sumando y sumando gente”. Se refiere a las personas que recurren a esta asociación vecinal en busca de comida. “Habíamos conseguido bajar a 300 [familias]; en los últimos tres meses hemos vuelto a subir a unas 450”, calcula Poveda. Es decir, cada semana la Asociación de Vecinos de Aluche abastece de productos alimentarios a medio millar de unidades familiares, lo que equivale a unas 1.500 personas.
Quienes vuelven son, en general, personas que, tras el bajón laboral de la pandemia, habían conseguido salir adelante, se habían reenganchado en sus trabajos, o habían salido de Madrid. “De por sí iban justos, pero con la subida que ha habido, vuelven y vienen mucho peor”, sostiene Poveda. “Hay gente muy joven que, hablando mal y pronto, las están pasando putas”, dice.
Por lo que observa el presidente de la asociación, las personas que acuden a estas colas cada sábado no están necesariamente desempleadas. “El problema es que tenemos trabajadores pobres, pero muy pobres, que no pueden asumir que las patatas, el arroz y la leche hayan subido. Es gente que trabaja 10 o 12 horas, pero cobra una miseria. No es lo mismo que suban los precios un 10% a gente que tiene un salario normal que esa misma subida cuando alguien cobra 600 o 700 euros”, señala. “Normalmente es gente que trabaja, que incluso recibe algunas ayudas, pero que aun así no les llega”.
A Rogelio Poveda le sorprende mucho, y le duele, lo desconectado que está un amplio sector de la sociedad de lo que le ocurre a otra buena parte de la población, con la que aparentemente convive. Así, comentarios como el del portavoz del Gobierno madrileño, Enrique Ossorio, hace unos meses, que se preguntaba en tono jocoso “dónde estarán” los “tres millones de pobres” en Madrid, resultan particularmente sangrantes.
Ossorio se expresaba así sobre el último informe de Cáritas, según el cual un millón y medio de madrileños –casi una cuarta parte de la población– se encuentran en situación de exclusión social en la Comunidad de Madrid, un 24% más que antes de la pandemia. Atendiendo a un reciente estudio de la ONG Human Rights Watch, la pandemia ha disparado un 48% los productos distribuidos por bancos de alimentos en España.
Rogelio Poveda, profundamente consciente de esta realidad, considera que habría que “cambiar incluso la forma de hablar”. “Ya no podemos decir que hay problemas con el alquiler de la vivienda. Las familias alquilan cuartos, viven cuatro personas en una sola habitación. Hablamos de pobreza extrema”, asegura.
La Red de Apoyo Mutuo de Aluche ha pedido en varias ocasiones al Ayuntamiento de Madrid que se implique más en la ayuda a estas personas. “Hemos dado más de 1.000 toneladas de comida en estos dos años, que es una auténtica pasada. En este tiempo, el Ayuntamiento nos ha dado 7.000 botes de albóndigas, que eso lo damos nosotros en un día”, ilustra Poveda. Al final, la red se nutre “de ayudas de los vecinos o empresas particulares, que nos donan palés o tráilers de comida”. Pero “las ayudas se quedan cortas, y nosotros no podemos llegar a más”, reconoce Poveda. “El Ayuntamiento, que en este caso es un ayuntamiento rico, tiene que abordarlo desde Servicios Sociales con las familias”, pide.
“No puedo ahorrar nada”
María Esther tiene 45 años y vive con su hija, de 8, y su madre, de 88, en Aranjuez. La familia percibe una ayuda del Ayuntamiento de esta localidad, así como de la ONG Cruz Roja. Aparte, sobreviven con un subsidio del SEPE que recibe María Esther desde que se le acabó el paro, con la manutención de la niña y con una ayuda a la dependencia de la madre. La mujer busca trabajo como y donde puede, pero no encuentra ofertas. Antes de la pandemia ya lo tenía difícil, pero desde que llegó la covid, más.
“Se nos han presentado una serie de circunstancias que han ido deteriorando mucho nuestra economía y la calidad de vida que teníamos hace unos años”, cuenta María Esther. “Antes vivíamos en Alicante, allí se paralizó todo el tema de turismo, servicios y hostelería, que es lo que más movía esa zona; por eso decidimos volvernos acá a Aranjuez”, explica.
María Esther nació en Venezuela, pero lleva en España desde hace 15 años. Su padre era español, así que ella también tiene la nacionalidad. La mujer cuenta que “este primer semestre del año ha sido bastante difícil por el incremento de todo: la comida, el tema energético…”, enumera. “Afortunadamente, el alquiler no nos lo han subido todavía”, dice.
Aparte de las ayudas, María Esther tira de “alguna cosa que me ofrecen de limpieza, así bajo cuerda”. “Con una cosa y con otra hemos ido saliendo, pero no está siendo fácil”, reconoce. A la mujer le angustia pensar en “el tema del ahorro”. “Pero es que no puedo ahorrar nada”, asegura. “Y esto se extrapola a la comida”.
“Antes teníamos una pequeña reserva de productos, y ahora simplemente compramos lo que vamos a consumir esa semana”, describe María Esther. “A lo mejor tenía dos o tres kilos de arroz, ahora sólo tengo el que estoy gastando. No tenemos nada guardado. Con la fruta, lo mismo: compro las justas y las necesarias para aguantar la semana. Y por supuesto voy comparando precios”, añade. “Aunque sea céntimo a céntimo, el ahorro se hace”, apunta.
Vacaciones, “¿eso qué es?”
Según un estudio de la plataforma Appinio que recoge Europa Press, el 40% de los españoles se ha visto obligado a posponer este año sus planes de vacaciones por el encarecimiento de los precios, el 57% acortará la duración de sus vacaciones y un 30% ha optado por cancelarlas debido a la inflación.
María Esther no ha tenido que cancelarlas porque directamente no llegó a planear nada. “No nos vamos de vacaciones porque no se puede”, zanja la mujer. A la familia le tocará sobrellevar el calor del sur de Madrid a duras penas. “Tenemos aire acondicionado, pero no lo usamos, no nos lo podemos permitir”, reconoce.
Marisa tampoco se irá este año de vacaciones –“¿eso qué es?”, bromea–, y ya van diez seguidos. “La última vez que me fui de vacaciones fue cuando cumplí los 50, y fueron dos días”, abunda. En Madrid, tirará “de abanico”, como estos días de ola de calor. “La luz está imposible”, así que ni ventilador ni aire acondicionado.
“A veces dices: me tomaría un refresco”, cuenta Marisa. “Pero, ¿quién coñes puede comprarse un refresco? Latas ni me lo planteo, y las botellas valen 1,35. Con ese precio me da para comprar cuatro manzanas, o un chorizo para echarlo a las lentejas, que te da más”, resuelve. Algunas tardes, la mujer va como voluntaria a una asociación de su barrio a enseñar manualidades a personas con discapacidad intelectual. “Mientras estoy allí, si es invierno hay calefacción y si es verano hay aire acondicionado. No gasto en mi casa, estoy con gente, nos tomamos un té con galletas”, explica.
“Por mucho que estires el chicle, ya no da más de sí”
Cualquier ahorro es bueno para Marisa. Sin embargo, “por mucho que estires el chicle, ya no da más de sí”, lamenta. “Por dios, que lo quiero es vivir. Sé que hay gente que está mucho peor que yo, pero eso no es un consuelo”, dice.
María Esther, por su parte, está muy agradecida a Cruz Roja, que la ayuda y asesora en el día a día. Pero no puede evitar sentir desazón. “Lo que quieres es vivir dignamente, satisfacer tus necesidades por tus propios méritos, conseguir un trabajo. Muchas de las personas que estamos en mi situación no queremos cosas inalcanzables, queremos tener una oportunidad laboral e ir sorteando las cosas”, afirma. “Sé que no es tan fácil, y que los sueldos en general tampoco te cubren todas las necesidades, pero creo que hay que enfocarse en salir de donde estamos”, reflexiona. “Entiendo que da vergüenza y coraje pedir, pero es mejor no pasar el trago amargo tan solo. Son momentos de mucha dificultad y de mucha tristeza”, admite la mujer.
Antes de entrar al quirófano por su cáncer de pulmón, Marisa confiesa que llegó a pensar: “Si me quedo en la sala de operación, me ahorro un problema”. “Pero salí. Así que me puedo dar con un canto en los dientes postizos”, celebra, con tono amargo. La dentadura “de quita y pon” la pudo conseguir “rebajada y a comodísimos plazos” en un dentista del barrio. “Menos mal que me ha quedado el buen humor”, comenta Marisa.