Eva contra el tiempo y la fratría
"Arrugas, tensión, ojos que brillan. Los años como tesoro que acumula luz" en 'Eva contra Eva'.
En mi libro de conversaciones con Amparo Rubiales (Al amparo del feminismo, editorial Renacimiento) le damos muchas vueltas a un tema que a ella, en cuanto mujer que se resiste a ser invisible como consecuencia de cumplir años, le preocupa especialmente: el maltrato que el paso del tiempo genera en las mujeres.
Cómo la suma de género y edad es otra forma de violencia sistémica que las condena a un lugar subalterno cuando ya parece que no están disponibles –para nosotros, claro– y cuando su fiel cumplimiento de la ley del agrado decae como lo hace su cotización en el mercado.
Mientras que los hombres con el tiempo ganamos prestigio, autoridad y hasta atractivo, las mujeres se las ven y se las desean para seguir estando presentes. Mucho más en mundos como el de la interpretación, tan esclavo de la apariencia y de la imagen que lucha por hacerse rentable en medio de la selva, o no digamos el de la política, en la que tan complicado resulta que las mujeres consoliden largas carreras mientras que los colegas varones acaban convertidos en “abuelos cebolletas” que pelean por conquistar audiencias televisivas e influencias desde su púlpito.
Ellas llegan, cumplen y desaparecen. Son rápidamente sustituidas por otras y así se satisfacen, partidos mediante, las exigencias legales de presencia equilibrada de los dos sexos, dejando claro en todo caso quiénes siguen llevando el timón.
Por todo ello, resulta admirable que una mujer como Amparo Rubiales, superados ya los 70, se haga presente cada día en las redes sociales, opine con más libertad que nunca y no cese en su empeño de persuadir al respetable de que sin feminismo este mundo camina hacia la deriva. Siendo, como a ella le gusta calificarse, “una joven mayor”. Tal vez porque todavía el término vieja, como bien explica Anna Freixas en su último libro, sigue teniendo una tremenda carga peyorativa y ande necesitado de resignificación positiva.
De cómo el género es una variable que también atraviesa el tiempo que amasa las subjetividades masculina y femenina, además de sobre otras muchas cuestiones que tienen que ver con las tensiones de un mundo que siempre ha negado a las mujeres las potencias que nos reconoce a nosotros por simple razón de nacimiento, habla Eva contra Eva, la obra que en los momentos más duros de la pandemia recorrió medio país y que ahora ha recalado en el Madrid de la libertad y las luces de colores.
Solo una mujer con un largo recorrido profesional, en el que ha dado sobradas muestras de talento y compromiso, por más que con frecuencia la hayamos perdido entre bambalinas, podía haber asumido las riendas de Eva contra Eva. Silvia Munt, esa actriz de ojos profundos y calma que es solo un preaviso, y que me temo que también ha sufrido los costes de ser mujer con talento en un mundo de hombres, toma las riendas de una función que, tomando como referencia el clásico cinematográfico de la gran Bette Davis, Eva al desnudo, lo sobrevuela para en un juego sencillo, pero complejo al mismo tiempo: colocarnos como espectadores frente a múltiples espejos.
El de la verdad y el de las mentiras, el del fingimiento y el de las soledades, el de los miedos y el de las apariencias, el de los clichés y el de la selva en el que los más débiles, un adjetivo que se hace sustantivo cuando se conjuga en femenino, llevan siempre las de perder. El eterno bucle sobre el que durante siglos se ha edificado esa contienda de emociones que es el teatro, el cual, pese a su estado alargado de crisis, está más vivo que nunca porque pocas experiencias existen como las que nos ofrece el escenario.
Frente a él, como espectadores, nos quedamos al desnudo. Como si nuestro cuerpo fuera transparente y nuestros ojos un puente que nos traslada al alma del actor y de la actriz que interpretan, que nos seducen y que nos engañan, pero que nos dicen verdades. El dardo suave que rebota en el espejo y nos acuchilla lento, como si en vez de hacernos sufrir el amor nos hiciera una caricia. El espejo en el que nos miramos, a veces muy a nuestro pesar. En el que vemos como nuestra imagen se empequeñece, se deforma, se vuelve transparente como si nos estuvieran haciendo una radiografía. El cuerpo sin máscaras.
Con un texto en ocasiones algo confuso y precipitado de Pau Ribó, en el que pese a la brillantez no faltan lugares comunes, y con una escenografía que juega en diferentes dimensiones del hecho escénico, con distintos tiempos y estados mentales, con la imagen y con la palabra, Eva contra Eva es un ejercicio de malabarismo que gana a medida que avanza su riesgo.
Con hondura pero sin renunciar al humor, ese que tanto se agradece que aparezca en ligeros apuntes que despiertan al que escucha del estado de ensoñación. Un ejercicio de este tipo no sería posible sin las manos de una directora que bien podría haber sido bailarina, pero tampoco sin unas actrices y unos actores capaces de meterse en el juego haciéndonos creer que, lo mismo que todo es mentira, también todo puede ser verdad.
En el reparto de competencias, y con una cierta concesión a los clichés, esos que están de moda en las series que consumimos ávidos, Manuel Morán, Javier Albalá, Ana Goya y la joven Mel Salvatierra, que, como su personaje, promete funciones futuras, cumplen con su rol, no siempre agradecido, de ser piezas que posibilitan que ruede la principal. Y la principal no es otra que Ana Belén.
La actriz en horas bajas, la que ya solo ha quedado para hacer Medeas y grandes monólogos clásicos, la que ve como su relación con un hombre más joven hace aguas, la que en el fondo no está sino muerta de miedo, tiene y transmite mucha verdad porque, claro, hay mucho de la propia Ana en el personaje que interpreta.
Y no porque ella sea una actriz en decadencia, olvidada o maltratada por un jovenzuelo con ínfulas de creador, sino porque ella es también mujer en un mundo en el que somos nosotros los que seguimos teniendo la última palabra, y con frecuencia también la primera. En el que nos seguimos valiendo de ellas, las mujeres, como esas idénticas, según la terminología de Celia Amorós, que habitan la Tierra para ajustarse al papel que nosotros escribimos.
Los hombres, sí, los genios, los directores, los intérpretes maduros, los capitanes de navíos y los directores de academias, los críticos y los censores, los Ulises de toda la vida y los dioses. Los que gozamos de plena legitimidad para la ambición y la aventura. Telémaco que manda callar a su madre. Una cuestión de poder. Del “hágase en mí según tu palabra” de la Biblia a la cultura pornificada que nos habita. Y entre medias, ellas como eternas rivales, en otro de esos mitos patriarcales que con tanto tino desmontó Carmen Alborch.
Ese personaje, que se mueve entre la potencia de quien lleva muchos escenarios bajo la suela de los zapatos y la fragilidad que lo convierte en una especie de animalillo asustado, se mueve en el filo de una navaja que solo una actriz con la sabiduría, y la ironía, de Ana Belén puede salvar sin que caiga por el desfiladero de los estereotipos.
Lo más maravilloso de su interpretación, incluso más que sus desgarradoras peticiones de ayuda o su punzante sentido del humor, son sus silencios, sus manos nerviosas, su rostro callado ante el espejo, su estar sin estar en los rincones, su perfil de ser interrogante. Ese estar sin estar que durante décadas, y como confirma en esta función, la han ido convirtiendo en una polilla que nos deslumbra. La vulnerable luminosidad que habita en su esqueleto de diosa de Lavapiés. Arrugas, tensión, ojos que brillan. Los años como tesoro que acumula luz. El tiempo que pasa por los espectadores que la miran como si fuera posible atar cabos entre la niña de la calle del Oso y la señora que sigue estudiando todos los días.
Y, por supuesto, esa rebelión con la que nos sacude y que, con la blancura de una diosa que se resiste a ser la callada virgen, nos enseña que su verdadero enemigo no es la joven Eva, ni siquiera ella misma (aunque también), sino un mundo hecho a imagen y semejanza de los directores de la función.
Contra ellos va el disparo de Eva, el acelerón de su coche, la amargura que reposa por segundos en las botellas. El puñetazo en la mesa de Eva, la mayor, la estrella, la inmensa, Ana en su dominio del escenario en el que nos vemos desnudos, va contra los responsables de su miedo, de su fragilidad, de su armadura deshecha y reconstruida, de su malestar que la tiene durante días en cama.
(Ay, el mal que al fin tiene nombre) Los que, en un pacto no escrito, disfrutan y además le sacan rendimiento a todas esas partidas en las que enfrentan a Eva contra Eva. La forma más continuada, y con frecuencia imperceptible para quienes viven de espaldas al espejo, de violencia que los hombres solemos ejercer sobre las mujeres. La que las niega, la que no las escucha, la que se resiste a reconocerlas como equivalentes. Tal vez, porque como afirmara rotundo Josep Vicent Marqués, la gran paradoja de los hombres heterosexuales es que no les gustan las mujeres en cuanto personas.