Estuve 10 días en coma y tuve que reaprenderlo todo. Ahora soy profesora y escritora
Estar en coma no es como lo pintan en Hollywood. En las películas solo muestran lo superficial.
En 2015, me caí de un árbol desde 7 u 8 metros de altura.
No lo sé con exactitud porque en los informes médicos la cifra baila, aunque para mí es importante. La persona con la que había trepado el árbol me dijo que ya estábamos cerca de la copa de una secuoya cuando me giré hacia ella y le dije: “Tengo que bajar. Ahora”. Empecé a bajar hasta que me perdió de vista y, poco después, dice que oyó dos golpes contra las ramas seguidos de un golpe sordo.
Antes de caerme de la secuoya, bebía alcohol todos los días. De hecho, llevaba desde los 14 años bebiendo alcohol con frecuencia. Calificar lo mío como “un problema con el alcohol” sería quedarme muy corta.
En la Universidad, aprobaba justa o suspendía porque se me olvidaba hacer un trabajo (o porque simplemente no me apetecía hacerlo). Una vez, un profesor me puso un sobresaliente en un trabajo y me dijo una frase similar a la que le dedica el doctor Octavius a Peter Parker en Spider-Man 2: “Tus trabajos son brillantes cuando los entregas. Imagínate si te lo tomaras en serio”.
En mi mente, lo traduje a: “Imagínate si no estuvieras deprimida ni fueses una borracha y si fueses mejor persona”.
En vez de ser mejor persona, me dedicaba a emborracharme y a trepar a los árboles. Normalmente, no trepaba a las secuoyas cuando estaba borracha, pero tenía buena tolerancia al alcohol y un par de jarras no me iban a impedir trepar. Fue la amiga con la que estaba ese día la que me dijo que solo me había tomado dos. No lo confirmo ni lo desmiento porque no recuerdo nada de la caída ni de ese día.
Estuve en coma durante 10 días después de mi caída. En el hospital me estuvieron controlando en todo momento las constantes vitales, pero a mi familia no le daban muchas esperanzas porque lo más probable era que no despertara.
Estar en coma no es como lo pintan en Hollywood. En las películas solo se centran en dos cosas: la inconsciencia (para el resto del mundo, has muerto) y la inutilidad de las personas cuando despiertan. Cada día que pasas sin moverte, tus músculos se atrofian. Las cuerdas vocales se paralizan por la intubación y no puedes tragar sin aspirar, con lo que dejas pasar comida o líquido a los pulmones y te arriesgas a sufrir neumonía.
Aparte de estas dificultades habituales tras un coma, yo sufría un traumatismo cerebral grave que me afectaba en todo el cuerpo. Debí de aterrizar de espaldas, porque la mayor parte de los daños estaban localizados en el lóbulo occipital, la parte trasera del cerebro, la que controla la visión. Por ello, sufría diplopia (visión doble) y me tuvieron que operar un músculo ocular, aunque eso no fue hasta pasados nueve meses.
Dado que mi accidente fue un traumatismo craneal cerrado (no se me abrió la cabeza), mi cerebro rebotó dentro de mi cráneo por múltiples superficies y me provocó una lesión axonal difusa.
En mi caso, fueron los síntomas los que señalaron qué zonas del cerebro habían quedado dañadas. Mis problemas de equilibrio (ataxia), mi falta de habilidades motoras finas (habilidades cotidianas que se realizan con músculos pequeños), y mi poca fuerza de agarre indicaban que mi cerebelo también estaba dañado. Al principio, mi cuerpo también tenía problemas para regular la temperatura, lo que indicaba daños en el tronco encefálico. Mis ataques de risa y mi incapacidad para recordar nada durante más de unos segundos señalaban daños en el lóbulo frontal.
Una trabajadora social quiso saber más sobre mi alcoholismo. Le pidió a mi madre que me enseñara una foto mía en coma, conectada a máquinas para seguir viviendo. Cuando vi la foto, me eché a reír. La trabajadora social se giró hacia mi madre y le dijo: “Es por sus lesiones cerebrales”. Se volvió a girar hacia mí y me dijo: “Has estado a punto de morir por el alcohol. ¿No te importa?”. Como no podía dejar de reírme, mi madre le dijo a la trabajadora social: “Esta siempre ha sido así”.
Para algunos profesionales, es complicado determinar qué partes de tu conducta son patológicas y cuales son debidas a lesiones. A algunos familiares también les cuesta no ser desdeñosos cuando los has decepcionado.
Además, tuve que reaprenderlo todo. Mi logopeda me enseñó a tragar y algunas técnicas memorísticas. Mi terapeuta ocupacional me explicó el funcionamiento básico de una cocina, me enseñó a ducharme en lugares peligrosos (es decir, la ducha) y me enseñó estrategias para recordar si había realizado una tarea ya o no: ¿Me había echado champú? ¿Cuántas veces? ¿Cuánto tiempo llevaba batiendo estos huevos? Mi fisioterapeuta me ayudó a fortalecer el cuerpo para recuperar el equilibrio y me enseñó a mover correctamente los brazos para parecer una persona y no un robot.
Pero reaprenderlo todo fue aún más difícil teniendo en cuenta mis problemas de memoria a corto plazo, que no volvió hasta un par de semanas después de despertar del coma. Al parecer, ya llevaba un tiempo haciendo todas estas terapias cuando por fin tuve un recuerdo de ellas. Tardé unos cuantos días más en aprenderme el nombre de mis terapeutas y en manejarme bien en silla de ruedas por el hospital en la Unidad de Lesiones Cerebrales.
Hacia el final de mi estancia hospitalaria, contraje una infección por Clostridium difficile. Es una infección muy contagiosa que requiere de un tratamiento bastante agresivo con antibióticos que también acaba con las bacterias beneficiosas encargadas, entre otras cosas, de blindar el intestino. Teniendo en cuenta que ya llevaba un tiempo tomando antibióticos mientras tenía un tornillo insertado en el cráneo para aliviar la presión interna, era cuestión de tiempo que contrajera esta infección. Aunque al final remitió, mi salud intestinal cayó en picado y mis digestiones se complicaron. Acabé perdiendo aún más peso del que había perdido estando en coma.
Durante todo este periodo, me dio tiempo a resignarme. Mis médicos registraron que ya hacía comentarios desenfadados (”¿Puedo freírme unos huevos? Me gustan los huevos”), pero mi diario, escrito con una caligrafía casi ilegible, muestran una versión distinta de la realidad. El 5 de septiembre de 2015, escribí: “No sé qué pensar de mi futuro. ¿Qué es la vida si no la puedes recordar?”.
Un mes y medio después, me dieron el alta, pero mi rehabilitación aún quedaba lejos. Tenía que andar con una muleta e ir cinco días por semana a un programa de rehabilitación para personas con lesiones cerebrales. Esa terapia comenzó donde había dejado la otra: seguí aprendiendo a escribir a mano y haciendo ejercicios oculares, fortaleciendo mi musculatura, corrigiendo mi forma de andar, resolviendo rompecabezas y planificando mi vida para mejorar mi función cerebral ejecutiva, cortesía del lóbulo frontal.
Después de dos meses y medio, ya solo tenía que asistir tres días por semana. Empecé a caminar sin muletas y sin el cinturón con arnés que tenía que ponerme antes para que el fisio me sostuviera si me caía. Después de cuatro meses, dieron por concluida mi rehabilitación y terminé la carrera mientras esperaba mi cirugía ocular. Hasta entonces, tenía que cerrar un ojo para leer cualquier cosa, también en clase.
Durante el verano de 2016, un año después de mi accidente, me dijeron que ya no iba a mejorar más. La asunción tácita que encerraba esta afirmación era que, a partir de ese momento, solo podía ir a peor. Según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, el 52% de las personas que sufren una lesión cerebral traumática empeoran gravemente o mueren durante los cinco años subsiguientes al accidente. Los médicos me decían que iba por buen camino (empecé a trabajar como asistente de producción en una editorial académica y me desplazaba de casa al trabajo de forma autónoma), pero todo el mundo sospechaba que en algún momento empezaría mi cuesta abajo.
El problema real de todo esto era que, desde fuera, se me veía en perfecto estado. No se puede conocer el estado real de una persona con lesiones cerebrales solo a través de su aspecto, ni mucho menos las dificultades por las que está pasando. Mi propia madre pensó que era buena idea llevarme a ver ballenas en barco pocas semanas después de que me dieran el alta.
Casi nueve años después de mi caída, mis dificultades persisten. Aunque tengo suerte de rendir en mi vida a este nivel, he quedado permanentemente descapacitada. Mi cuerpo no obedece muy bien las órdenes de mi cerebro. Mi función cognitiva ahora se queda corta en problemas matemáticos simples y tengo poca memoria de trabajo. De hecho, mi cuarto está repleto de pizarras y recordatorios.
Mi memoria a largo plazo sigue intacta: recuerdo mi infancia y a mi familia, pero a veces me cuesta reconocer lugares o personas y situarlas en su contexto. A veces me quedo sin habla (afasia) y no me queda otra que rendirme o ponerme a hacer otras cosas.
Hay días y días. A veces sufro dolores fantasma en mis extremidades y no puedo pasar mucho rato escribiendo a mano. A veces la gente se irrita cuando les pido que escriban algo por mí o si no me veo capaz de subir las escaleras. A veces me miran mal en los bares si pido que me pongan tapón en mi vaso porque no soy capaz de llevarlo sin derramarlo. La gente mayor me pide el asiento cuando voy en metro y yo me siento demasiado avergonzada y cansada como para explicar que no puedo, de modo que me pongo en pie, me agarro a los barrotes y llego a mi destino temblando de cansancio.
Sigo siendo alcohólica. Siempre lo seré, pero mi coma sirvió como periodo de desintoxicación y mi discapacidad me impidió ir a los bares a tomar algo durante un tiempo. Desde entonces, he tenido alguna recaída, pero no me paso de una bebida porque mi ataxia me ha provisto de un tambaleo permanente. Por suerte, cuando les explico a los desconocidos que tengo lesiones cerebrales, alzan una ceja y ya no me invitan a nada. Sé que si le vuelvo a dar a la bebida, me matará. Ahora, en vez de beber, hago algo más productivo: voy a terapia y escribo historias.
Visto en perspectiva, mis problemas actuales son minucias: mantengo la depresión a raya con medicamentos y estoy sobria. Imparto clases en una universidad que respeta mi punto de vista y mis limitaciones, mis alumnos me entienden y son pacientes y la mayoría de mis compañeros, igual. Ahora soy más feliz que antes de caerme del árbol.
No soy una persona sentimental, no creo que las cosas pasen por un “motivo superior”, pero soy una firme defensora de la física, creo en la gravedad y comprendo el peso de mis acciones. Lamento el sufrimiento que causé con mi accidente, pero no lamento que sucediera.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.