Mi novio es un migrante sin papeles y vivimos en un terror constante
De repente, un coche nos dio las largas y nos dimos cuenta de que nos estaban parando. Javier entró en pánico, me miró y me dijo: “No tengo papeles”.
Nota del editor: el siguiente artículo se publica de forma anónima; el nombre del autor y los demás nombres se han cambiado para protegerles de posibles repercusiones del gobierno federal de Estados Unidos. La sección HuffPost Personal, de la edición estadounidense del HuffPost, ha hecho en este caso una excepción en su política sobre el anonimato porque cree que es una historia importante para ayudar a los lectores a entender las consecuencias de la política migratoria estadounidense en esta época.
Conocí a mi novio, Javier, hace tres años. Lo vi al otro lado del bar donde estábamos los dos, y supe que tenía que presentarme. Era tan guapo que incluso en la oscuridad de la sala mal iluminada, sus profundos ojos negros taladraban los míos mientras tratábamos de comunicarnos.
Enseguida descubrí que Javier no hablaba inglés muy bien. Con gestos y el poco inglés que entendía, comprendí que se había mudado hacía sólo seis meses desde México a mi pequeña ciudad del Medio Oeste. Básicamente, hablaba español y estaba haciendo lo posible por aprender un idioma nuevo en un país que le era completamente extraño. Yo sabía algo de español por las clases del instituto, pero no lo había usado en mucho tiempo. Nunca había conocido a alguien de México hasta que lo conocí a él.
Javier dormía en una tienda de campaña en el salón de un apartamento que compartía con otros cuatro chicos mexicanos. Todos eran cocineros en el restaurante mexicano local. Trabajaba casi 12 horas al día, siete días a la semana. No había tenido un día libre en los últimos seis meses, lo cual significaba que había trabajado todos y cada uno de los días desde que se mudó a Estados Unidos.
Conocer a alguien siempre emociona y da miedo, pero no poder comunicarte todo lo bien o todo lo normal que querrías lo hace mucho más intenso. Enseguida te das cuenta de que cada palabra tiene más significado, cada caricia tiene más efecto. Le di a Javier mi número y me fui del bar preguntándome si volveríamos a hablar. Nuestro entendimiento parecía demasiado pequeño o demasiado difícil, pero no podía sacudirme la sensación de que había conocido a alguien que estaba destinado a formar parte de mi vida. Por supuesto, al día siguiente me llamó y me preguntó si quería tener una cita. No había podido dejar de pensar en él desde el momento en el que lo conocí, así que, claro está, dije que sí al instante.
El siguiente viernes por la noche, Javier me recogió para nuestra cita. Estaba tan nerviosa. Había estado practicando español por internet, haciendo tests, tratando de refrescar mi memoria con el poco español que aprendí de adolescente. Nuestro plan era ir al restaurante mexicano donde trabajaba, y me prometió que nos lo pasaríamos bien. Después me enteré de que tuvo que pagar 50 dólares a un amigo para que cubriera su turno y así él poder librar y quedar conmigo.
Aunque sólo nos conocíamos de unas horas, de camino al restaurante sentí su intensidad en cada palabra que decía y en cada mirada que me lanzaba, y me di cuenta de que me estaba empezando a gustar.
De repente, un coche nos dio las largas y nos dimos cuenta de que nos estaban parando. Javier entró en pánico, me miró y me dijo, en español: “No tengo papeles”.
“¿A qué te refieres?”, le pregunté confusa y asustada.
Con lágrimas en los ojos, me cogió la mano y me dijo, de nuevo en español: “Soy ilegal”.
Me dejó estupefacta.
Mientras el policía se acercaba al coche, vi cómo las gotas de sudor se formaban en la cara de Javier. Se le aceleró la respiración y me apretó, aún más, la mano. Al parecer, una de las luces traseras de nuestro coche no funcionaba. Pronto me enteré de que ni siquiera era su coche, que lo había tomado prestado de un amigo para impresionarme. Tampoco tenía carnet de conducir ni seguro.
El agente regañó a Javier delante de mí e hice lo posible por traducir lo que él decía. Por suerte —y por increíble que parezca—, dejó que nos fuéramos con una advertencia. Debió compadecerse de nosotros, no dejaba de parpadear mientras nos miraba y trataba de comunicar lo que le estaba diciendo a Javier. Yo no me podía creer que nos dejara irnos sin más, y quería salir de ahí lo más rápido posible antes de que cambiara de opinión. Mientras nos íbamos (ahora iba yo al volante, ya que tenía un carnet válido), le pregunté: “¿Esto te pasa mucho? Debes vivir constantemente con pánico”.
“Así es”, contestó.
Tres años más tarde. Javier y yo acabamos de tener una preciosa niña y no podemos estar más felices. Sin embargo, su incierta situación legal ha afectado todos los momentos y los detalles de nuestras vidas en los últimos 36 meses.
Desde que somos pareja, noto que siempre estoy vigilante, y cada vez que me despierto (e incluso cuando sueño) me siento petrificada por el miedo de que descubran a Javier. Cada mañana me levanto aterrorizada por él, por lo que se pueda encontrar ese día, y me voy a la cama dando gracias a Dios por que haya vuelto a casa conmigo y con nuestra hija.
Estar con Javier me ha costado más de lo que puedo explicar. He perdido el respeto de la gente que quiero por su situación legal. He perdido amistades simplemente porque no tiene documentos. Gente a la que en su momento consideré amigos han llegado a amenazar con “que lo deporten” después de haberse tomado alguna copa de más. La relación con mi padre se ha visto fuertemente deteriorada porque tiene dudas de las intenciones de Javier y está continuamente cuestionando sus motivos. Debemos ocultar gran parte de nuestras vidas —y nuestra vida juntos— por miedo a lo que pueda ocurrir si alguien que no debe se entera de lo de Javier. De hecho, en este artículo se han omitido nuestros nombres reales y cualquier rasgo identificativo para protegernos. No podemos compartir fotos de nuestra familia —ni siquiera una foto de nuestra bonita hija— porque el riesgo de lo que nos pueda ocurrir es demasiado grande.
Sabemos que nunca estamos realmente a salvo. Sabemos que siempre tenemos que estar alerta. Nos hemos visto obligados a crear un plan de emergencia en caso de que alguien de la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE) se presente en nuestra puerta. Tenemos en el armario una mochila con lo básico y con doscientos dólares para poder huir en cosa de minutos si es necesario. Sabemos de otras personas que han sido descubiertas, que ahora se enfrentan a órdenes de detención y que han sido separadas de sus familias. Hace poco, un conocido nuestro fue detenido por la ICE y enviado a un centro de detención. Su hija intentó suicidarse esa misma noche. No puedo dejar de pensar en si Javier será el siguiente.
Me enteré de que estaba embarazada uno de los días más fríos del año. En vez de alegrarme, lloré lágrimas de miedo ardiente. ¿Cómo podíamos traer un niño a este mundo sabiendo que su padre podía ser deportado en cualquier momento? Cuando se lo conté a Javier, él no cabía en sí de alegría, pero sé que deseaba haber obtenido las mismas seguridades y oportunidades que tendría su hija al nacer.
Si deportaran a Javier, no sólo destruirían su vida, sino la vida de las personas que lo necesitan y dependen de él: su hija pequeña, que acaba de aprender a sonreír, y su familia en México, incluidas una hermana que tiene síndrome de Down, su abuela, que ha empezado a mostrar signos de demencia, y su otra hija. Todas dependen de su apoyo —económico y emocional— y, para él, merece la pena correr el riesgo de estar en este país.
Con el dinero que manda a México, su hija ha podido ir a las mejores escuelas. Su hermana ya no tiene que vivir en un centro, sino que puede quedarse en casa con su madre, que la cuida. Aunque puede que su vida no sea tan fácil o divertida, y el estrés y el miedo con los que convive —y convivimos mi hija y yo— son aplastantes, por decir algo, Javier considera que no puede dejar pasar la oportunidad de dar una vida mejor a su familia.
Cuando la gente me pregunta por qué no estamos casados (lo cual hacen todo el tiempo), mi respuesta suele ser: “Nos casaríamos si pudiéramos”. Por desgracia, esto no es tan fácil. Actualmente estamos trabajando con un abogado de inmigración, pero el caso de Javier es complicado y tener un abogado es caro. Como Javier entró al país sin papeles, tendría que volver a entrar a Estados Unidos con documentación para poder casarnos. Sin embargo, si el gobierno descubre que ha vivido aquí sin papeles, podría prohibirle pisar el país durante 10 años antes de poder entrar legalmente. Eso significaría que estaría obligado a vivir en México durante al menos una década sin mí y sin su hija. Eso también supondría perder los ingresos que tiene actualmente, que es más o menos el triple de lo que ganaría trabajando fuera de Estados Unidos.
Así que hacer las cosas ‘bien’ podría acabar saliendo mal. Algunos días queremos casarnos. Otros días queremos dejar las cosas como están. Es una batalla constante tener que sopesar todos y cada uno de los riesgos a los que nos enfrentamos —intensificados ahora que tenemos una hija— y tratar de decidir cuál es el mejor camino a seguir. Independientemente de lo que hagamos, hay una cosa que sigue siendo igual: el estrés y la incertidumbre con los que luchamos están haciendo mella en nuestra relación. Si soy del todo sincera, hay días en los que simplemente quiero huir de mi vida, pero no lo voy a hacer, y sé que Javier tampoco. Aunque no sabemos qué nos deparará el futuro, y aunque respondemos todas las llamadas con aprensión y abrimos la puerta con escalofríos, merece la pena.
Lo que he aprendido en los últimos tres años es que el amor no necesita “papeles” para que lo validen. El amor no necesita un número de la Seguridad Social para ser real. El amor que siento por Javier es profundo y visceral, y cada día que pasa y que lo veo interactuar con nuestra hija, lo quiero más. Ella nos da mucha esperanza y nos llena de amor, un amor que nos une y nos hace más fuertes. También es un amor que asusta a algunas personas —muchos dicen que no debería ni existir— y, en parte, es el miedo a ese amor lo que hace la reforma migratoria tan difícil de lograr y tan ligada a las emociones.
Cuando pienso en las próximas elecciones, espero que el estado en el que vivimos cambie de dirigentes y se apruebe, de una vez, la reforma migratoria. Espero que Javier y yo podamos encontrar una solución a la pesadilla que vivimos cada día y que nuestro abogado encuentre la forma de obtener una green card para Javier sin tener que pasarse 10 años fuera de Estados Unidos. Espero que no nos vayamos a la quiebra mientras lo intentamos. Espero que nuestra relación se mantenga fuerte pese a todos los obstáculos a los que nos enfrentamos. Espero que ninguno tire la toalla y abandone. Espero que mi familia por fin empiece a aceptar a Javier por quien es, en vez de castigarlo por lo que es: indocumentado.
He aprendido un dicho en español, “la lucha sigue”, que para nosotros tiene un significado especialmente personal y conmovedor. Todos los días luchamos, y no sólo por la justicia, la libertad y la equidad, sino también por el entendimiento, la bondad y el respeto, así como por las oportunidades de dar lo que recibimos. Javier sigue luchando por una vida mejor para su familia y nuestra hija, y yo sigo luchando por él y por nuestra vida juntos como familia. Todo el mundo merece estar a salvo, sentirse seguro y sentir que pertenece a un lugar, independientemente de su estatus migratorio.
“Sarah” es una escritora freelance que vive en la región del Medio Oeste de Estados Unidos. Tiene una hija de 4 meses y un gato de 10 kilos con un programa de ejercicio. Le gusta disfrutar de una copa de chardonnay y de la paz y la tranquilidad.
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ EEUU y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano