Esto es lo que nadie te cuenta sobre dar a luz a un bebé muerto
Una madrugada de julio me senté frente al portátil para arreglar las cuentas bancarias de nuestra pequeña granja de Iowa (Estados Unidos). Las cigarras cantaban desde las coníferas y el aire acondicionado del dormitorio combatía la humedad que me envolvía. Estaba sofocada y tenía el estómago revuelto.
Tenía ansiedad por nuestra granja, que estaba pasando por dificultades y mi marido y yo la teníamos que mantener con los ingresos de otros trabajos. No lográbamos superar una semana sin tener que luchar. Todavía estaba aprendiendo a gestionar el temperamento de mi marido, ya que yo había crecido sin oír a mis padres soltar un solo taco.
Ahora estaba embarazada de 27 semanas de nuestro primer hijo, lo cual era una progresión natural en nuestro matrimonio de ocho años y el motivo principal por el que nos habíamos mudado al Medio Oeste de Estados Unidos. Sin embargo, siendo sincera, todavía me preguntaba por qué traía a un niño a una relación en la que todavía no confiaba del todo.
Había llegado a estar tan enfadada y contrariada tras varias discusiones (probablemente a causa del dinero, pero más por los insultos que él estaba deseando lanzarme cuando se encontraba fuera de sí) que empecé a buscar clínicas de aborto y servicios disponibles en mi estado, aunque ya era demasiado tarde.
Estaba terminando de introducir los gastos de la granja cuando esa tensión del estómago se mitigó y empezó a resultarme familiar. ¿Eran calambres? Aparté esos pensamientos de mi mente y apagué el ordenador con esa sensación en la cabeza de haberme saltado la fase REM del sueño. Me lavé los dientes, mirando mi larga melena cargada de hormonas frente al espejo. Jamás la había tenido tan larga. Me senté para hacer pis y supe al instante que algo iba mal. Estaba sangrando. No lo suficiente para asustarme, pero bastante como para estar tranquila.
El hombro de Ryan estaba sudoroso y pegajoso cuando se lo agarré para intentar despertarlo.
"Shhhhh", murmuró, aturdido y hecho polvo. "Duerme un poco. Mañana nos ocupamos de eso".
Tenía una larga jornada de trabajo manual al día siguiente y un viaje a urgencias nos costaría el resto de la noche. Además, no era la primera vez que yo me quedaba despierta hasta tarde, preocupada. Es mi naturaleza.
En esta ocasión, en cambio, mi miedo estaba justificado. Una hora después, una enfermera empujaba mi silla de ruedas por un pasillo del hospital local, donde los fluorescentes reflejaban un color verde enfermizo en el suelo y las paredes de color beis. Tomó nota de mis síntomas y me preguntó cómo de avanzado iba el embarazo. Cuando se lo dije, murmuró con cara de circunstancias: "Es demasiado pronto. Demasiado pronto", como si yo no lo supiera.
Mientras el personal médico que había en el turno de noche trataba de recopilar mi exiguo expediente médico, el médico de guardia me esparcía gel por el abdomen con el transductor para hacerme una ecografía. Pasó un minuto. Dejó escapar un suspiro de frustración, acercó más su taburete con ruedas junto a la cama y repitió el proceso con unos movimientos más lentos para examinarlo todo.
Pero yo ya sabía lo que pasaba y creo que Ryan también: el bebé estaba muerto. No quise mirar la pantalla de la ecografía, ni siquiera cuando el médico me señaló la imagen estática y pronunció las palabras.
No había querido pensar en lo poco que se había movido mi hijo durante los últimos días. No tenía experiencia a la que recurrir, al fin y al cabo, y no quería ser la madre primeriza que se presenta en urgencias por un uñero. Antes incluso de haberme hecho a la idea de convertirme en madre, me enfrentaba a una realidad inimaginable: tendría que dar a luz a un bebé muerto.
No es broma. Si tu bebé fallece en el tercer trimestre, cargas con esa imagen durante horas, quizás días, junto con los tejidos en descomposición de tu bebé, hasta que tu armadura de estrógenos cede ante el sistema inmunitario y tu organismo empieza la labor de deshacerse de ese foco de potenciales infecciones formado por una masa coagulada de sangre y huesos.
Estuve 24 horas tomando pitocina para ayudarme a empujar a mi bebé al mundo. Acepté muchas dosis de analgésicos, incluidos narcóticos, que no había considerado ni planeado tomar. No me van los medicamentos (rara es la ocasión en la que me tomo un ibuprofeno para el dolor de cabeza), pero en el universo alternativo que era mi sala de parto, con una rosa blanca de papel de duelo pegada a la puerta, parecía la práctica rutinaria. Empezó a resultarme imposible no sentirme defectuosa viendo cómo gestionaban mi riesgo de hemorragia con tanto cuidado como si fuera una fuga de combustible de un caza derribado.
Así pues, pareció que el momento del nacimiento de mi hijo tenía lugar completamente fuera del orden establecido. Las contracciones no fueron en aumento. No me masajearon la espalda. No apreté los dientes, no hubo quejidos y no separé las rodillas. Me desperté sobresaltada del sueño inducido por los medicamentos directamente en la fase final del trabajo de parto, recostada sobre mi lado izquierdo y agarrada a la barandilla de la cama.
Al chillar en busca de ayuda, mi marido salió corriendo al pasillo para pedir que me dieran más medicamentos. Cuando llegaron, mi bebé ya había nacido en medio de un fluido escalofriante. Una vez más, no quise mirar.
El personal médico cogió a mi hijo y me limpió tan bien como si estuviera preparándome para una operación. Intentaron no forzarnos en el trágico silencio que hubo después, pero necesitaban respuestas a otra serie de preguntas. Más preguntas que no había previsto: ¿Quería bañar a mi hijo por primera y última vez? ¿Queríamos alguna foto cogiéndolo en brazos?
Fuera de ese ambiente estéril y aséptico, son preguntas que tienen sentido, pero allí dentro parecen tan enormes como decidir si el bebé vive o muere. Y es cierto: en esos momentos estás decidiendo qué recordarás de un bebé en una breve vida en la que no habrá hecho nada más.
Mi consejo es que lo hagáis.
Yo dije que no al baño, supongo que porque no estaba segura de querer extender sus extremidades o girarle la cabeza para descubrir el cuerpo de bebé que empezaba bajo el mentón sin un poco de información. He tenido que deshacerme de terneros muertos tras el parto y es una sensación punzante mover algo que, bajo otras circunstancias mínimamente diferentes, estaría correteando. Dijimos que sí a sostenerlo en brazos y hacernos fotos con él. A día de hoy, sigo viendo en el rostro diminuto y no demasiado blanquecino aún de mi hijo los rasgos de las cejas de mi marido y cómo su nariz y sus pómulos habrían sido redondeados y alegres, como los míos.
A veces, aunque ya no muy a menudo, analizo esas fotos para tratar de descubrir qué sucedió. Recuerdo que por entonces hice lo posible por no pasar nada por alto. Autoricé la autopsia. Envolví y les di a los médicos cada pequeño trozo de mi reluciente placenta con la esperanza de que pudieran descubrir por qué no llegó a buen puerto. Ninguna prueba resolvió nada.
Las complicaciones que me pudieran haber surgido no fueron más graves que las de los demás embarazos, la clase de complicaciones a las que los bebés sobreviven con normalidad. Solo hay una cosa que sé con certeza, algo que llevo más de una década aprendiendo: puede que nunca llegues a saber por qué tu cuerpo dejó de mantener vivo a tu bebé o por qué tu bebé, de algún modo, dejó de recibir el sustento de tu cuerpo.
De modo que saldrás de la cama tras días o semanas de tener los pechos chorreando leche o sangre residual y volverás a la rutina de la vida. Estarás marcada como una mujer que perdió a su bebé, aunque las personas de tu entorno pasen página y se olviden. Literalmente, siempre serás una madre que tuvo un bebé a su cuidado y fracasó a la hora de proporcionarle un lugar en el mundo.
Los enfermeros que me atendieron la noche del nacimiento de mi hijo sabían que esta culpa me encontraría.
"Sigues siendo joven", me susurraron. "Aún estás a tiempo".
Uno tras otro, en los pequeños ratos inconexos que rellenaban esas largas horas, venían a contarme historias de su propia vida, todas ellas para sugerir que aún podría dar a luz a un hijo vivo. Todo eso era cierto, pero también lo es esto: mi hijo murió y jamás sabré qué podría haber hecho para salvarlo.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.