Esto es lo que aprendí al adelgazar en contra de mi voluntad
Antes de enfermar, la salud era algo que daba por hecho. Era vegana. Solo comía comida orgánica. Evitaba los aditivos y los conservantes y bebía ocho vasos de agua al día. Comía principalmente materias primas sin procesar con casi nada de sal ni azúcar. Todos los consejos que leía u oía sobre lo que había y no había que hacer los aplicaba a un estilo de vida muy rígido que consistía en mantener un "organismo limpio".
Debería haber valorado que nunca me dolió el cuerpo y que rara vez enfermaba o tenía que ir al médico. Estar sana era como tener electricidad; era un lujo que pensaba que nunca me faltaría. Sinceramente, no podía ni imaginar la pesadilla que me esperaba.
Ya llevo más de dos años enferma. Antes de que me diagnosticaran correctamente, oí de todo: pancreatitis, esclerosis múltiple, artritis reumatoide, diabetes... Incluso se mencionó el cáncer como posibilidad. He sufrido fatiga aguda, dolor de garganta recurrente, fiebre leve, dolores en el cuerpo, escalofríos, náuseas, intolerancias alimentarias, distrés gastrointestinal, sarpullidos, brotes de granos, menstruaciones irregulares, un síndrome premenstrual brutal y ansiedad. Tareas tan simples como limpiar, hacer la colada, fregar los vajillos o a veces incluso vestirme me han resultado extenuantes.
Finalmente, di positivo en el virus de Epstein-Barr (mononucleosis). Al principio me alivió oír un diagnóstico tan inofensivo en apariencia, pero dos años después, parece que me la ha jugado bien.
La mononucleosis crónica o síndrome por VEB crónico está relacionado con el cáncer y con una serie de otras enfermedades autoinmunes. Algunas personas contraen el VEB en su versión más leve y se libran en un periodo de dos a cuatro semanas. Yo soy una de las desafortunadas que ha contraído una de las cepas más fuertes. Es poco frecuente y no hay medicamentos para tratar el VEB crónico.
Los médicos me han dado los mismos consejos que me habrían dado si tuviera la gripe: descansa, evita el estrés, come sano, bebe mucho líquido y "escucha a tu cuerpo". Me avisaron de que podría llevar meses, quizás incluso años, que el virus abandonara mi sistema y que mi organismo se recuperara. Tengo días buenos, en los que soy una bola de energía, y días malos, en los que lo único que quiero hacer es descansar.
Creo que entenderlo es irrelevante a estas alturas. Quizás nunca llegue a entender por qué. Lo importante es recuperarme física y mentalmente.
Los primeros síntomas que noté cuando enfermé fueron en mi sistema digestivo. Desarrollé el síndrome del intestino irritable (SII) y sobrecrecimiento bacteriano intestinal a causa del virus. Casi cualquier cosa que comía me provocaba una acumulación de gases incapacitante en el intestino grueso, además de vómitos, diarrea y estreñimiento. Me costaba encontrar algún alimento que pudiera tolerar.
En poco tiempo, pasé de un peso sano de 50 kilos (152 cm) a 40. Me avergüenza decir que al principio, mi primer impulso fue alegrarme por la pérdida de peso. Estaba segura de que al final la pérdida se detendría en un punto en el que podría ponerme a comer galletas para recuperar de nuevo mi peso. Un pensamiento muy inocente del que pronto me arrepentí.
Pero cuando la báscula siguió marcando cada vez menos peso, cuando empecé a estar demasiado delgada para llevar mi ropa y tuve que empezar a comprar ropa en la sección infantil, empecé a asustarme. Estaba peligrosamente por debajo del peso recomendado y me daba miedo mirarme al espejo. La ropa se me caía del cuerpo, los ojos y las mejillas se me habían hundido y las piernas empezaron a tener forma de arco. Anteriormente solía salir a correr a diario; ahora dormía de 10 a 14 horas diarias y me despertaba solamente para ir de la cama al sofá.
Pero no me di cuenta de la gravedad de la situación hasta que me encontré de casualidad con una antigua jefa en una acera muy concurrida de Nueva York. Me miró a la cara y no me reconoció. La detuve y, cuando por fin recordó quién era, me cogió del codo con delicadeza, como si estuviera tocando a un pajarillo.
Me había puesto el vestido más recatado para intentar cubrir los huesos que sobresalían de mi pecho, pero aun así se me quedó mirando, paralizada, y me preguntó por mi salud. Su expresión permaneció en mi mente mucho tiempo después del "adiós" y del "cuídate". Era la primera vez que me había visto a mí misma a través de los ojos de otra persona.
Perder peso suele ser una decisión que se toma por diversos motivos, pero perder peso contra tu voluntad es algo que no le desearía a nadie. Tengo amigos que han bromeado diciendo que ojalá pudieran contraer un virus que les hiciera perder unos cuantos kilos. Esas bromas me cabrean porque sé que no lo desearían si pudieran sentir lo que sentí yo, si pudieran sentir el miedo, la incertidumbre y la pérdida de autoestima que se sufre cuando pierdes peso de forma involuntaria.
Nuestro peso corporal es más que nuestro físico, es la masa que nos cubre y nos protege. Al haber perdido eso por completo, me sentía desnuda y vulnerable. Estaba asustada.
Dicho esto, debo decir que en un momento dado yo no fui muy distinta de los amigos que hacían esos chistes. Sin enfermedad por medio, mantener el peso puede parecer una batalla constante: tener que elegir entre las patatas fritas de bolsa en una fiesta y las verduras, o entre ir al gimnasio y ver una película. La idea de perder peso sin tener que esforzarte parece la solución fácil. El problema real es que la sociedad en la que estamos te presiona tanto para estar delgado que incluso estar enfermo parece un alivio.
Actualmente, vuelvo a tener un peso sano de 57 kilos. El sobrecrecimiento bacteriano intestinal está controlado y el SII está desvaneciéndose. Conforme mi cuerpo combate poco a poco el virus, cada vez puedo volver a probar más alimentos.
Ahora, cuando el cuerpo me pide carbohidratos, dulces o salados, no me lo pienso dos veces y le doy lo que me pide. Opto por la comida orgánica, local y vegana, a poder ser, pero ya no tacho ningún alimento por ser demasiado "poco sano". Sé lo que es perder de repente la posibilidad de disfrutar de un bol de helado, perder el privilegio de la decisión. Ahora disfruto de lo que puedo tolerar en lugar de ponerme restricciones a mí misma.
A día de hoy mi cuerpo es musculoso y está más completo gracias a que hago pesas en lugar de cardio, pero aún me sigue resultando un poco demasiado fatigoso. Noto que cada día estoy más fuerte y me encanta.
Hace poco me encontré con una vieja amiga. La última vez que nos habíamos visto, yo estaba en mi peor momento. Con lo directa que es, no dudó en comentar mi nuevo aspecto y mis nuevas curvas. Yo mantuve la compostura. Aunque hubiera dejado caer que estaba gorda, estoy tan feliz que simplemente me reí y bromeé: "¿Me estás diciendo que estoy gorda?".
Esta experiencia me obligó a cambiar mi forma de pensar y las decisiones que tomaba. No sé cómo hacer suficiente hincapié en lo importante que es apreciar la salud y el cuerpo en el que vivimos. ¡Y lo importante que es darle su recompensa!
Si pudiera darle un consejo a mi yo de hace dos años, le diría: "Deja de trabajar tanto, céntrate en las cosas que te gustan y las personas a las que quieres y en el hecho de que tienes salud suficiente para disfrutar de todo eso".
Pero también: "¡Cómete esa galleta! ¡Cómetelas todas!".
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.