Esta es la razón por la que sigo escondiendo mi verdadero pelo con 27 años
Llevo algunas extensiones. Lo que significa que parte del pelo que tengo en la cabeza es mío y otra parte viene de alguna mujer de la India.
A excepción de mi familia, puedo contar con los dedos de una mano las personas que me han visto sin extensiones. Llevo usándolas desde el instituto y no empecé a admitirlo hasta hace unos años. Me preocupaba que la gente pensara que yo era un fraude, o que eso revelara mis inseguridades más profundas. Soy una mujer de 27 años, medio negra y medio blanca. Cuando me quito las extensiones y no me aliso el pelo, se me queda rizado y encrespado.
Tengo una relación complicada con mi pelo, por decir algo. Nunca me ha gustado ni lo he aceptado. Aunque crecí en la heterogénea Área de la Bahía de San Francisco, mi círculo interno no incluía mucha gente que se parecía a mí. Fui a un colegio católico durante 13 años y era la única estudiante afroamericana de mi clase hasta que llegué al instituto. Aunque no me trataban de forma diferente por mi raza, me hacían sentir inferior en algunos ámbitos. El más grande: la vanidad.
Desde infantil hasta primaria, estaba rodeada, sobre todo, de chicas blancas con un pelo precioso y liso. Siempre tuve envidia de cómo se movía su pelo cuando caminaban o giraban la cabeza. Incluso la Barbie negra tenía el pelo liso.
Según iba creciendo, mi pelo se recogía peor. Mi madre, que es blanca, finalmente tuvo que llamar a la abuela de mi padre para que le enseñara cómo controlarlo y darle estilo. Pasé muchísimas mañanas haciendo muecas de dolor en el baño antes de ir al colegio mientras mi madre intentaba desenredarme el pelo.
Mi inseguridad con mi pelo se desarrolló por primera vez en infantil. Un día en el recreo, algunas niñas de mi clase pensaron que era divertido peinarse el pelo. Me uní y dejé que me desataran las coletas trenzadas y me hicieran un nuevo peinado. Era la primera vez que me peinaba en el colegio. Recuerdo que mis amigas se rieron mientras pasaban sus manos por mi pelo a afro. Creo que nunca habían tocado un pelo como el mío. En ese momento, no lo pensé dos veces y me solté el pelo.
Cuando volvimos a clase ese día, la profesora empezó a darnos ejercicios para nuestra próxima tarea. Mientras caminaba por mi fila de pupitres, vio mi pelo. Parecía preocupada mientras se dirigía hacia mí.
"¿Te ha dicho tu madre que puedes llevar el pelo suelto?", preguntó. Pensando que podría estar en problemas, negué con la cabeza. "Ah", respondió. "Pues voy a buscar una diadema y te lo arreglamos".
Arreglarlo. Ni que hubiera algo mal. Me humillaron. A ninguna de las otras niñas le dijeron que se lo arreglaran. Agaché la cabeza en el pupitre e hice lo posible por aguantar las lágrimas. Era la primera vez que mi pelo desencadenaba una respuesta negativa. No entendía por qué las otras niñas podían peinarse como quisieran, pero yo no.
Echando la vista atrás, creo que mi profesora pensó que me estaba ayudando. Esa mañana fui al colegio con unas coletas trenzadas que mi madre se había pasado la mañana haciéndome. A lo mejor pensó que el pelo me quedaba bien ese día y le preocupaba que pudiera meterme en problemas si lo estropeaba. De todos modos, mi mente de 7 años no veía la diferencia entre una opinión y la preocupación legítima. Esa reacción negativa se me quedó grabada a fuego durante 20 años.
Cuando por fin pude trenzarme todo el pelo un curso después, estaba eufórica. Era la primera vez que me sentía segura sobre mi apariencia. Luego, un año después, las trenzas me apretaban demasiado, lo que hizo que se me cayeran mechones de pelo. El único recurso fue afeitarme la cabeza. Esa experiencia destruyó muchísimo mi autoestima.
Cuando llegué al instituto, empecé a alisarme y peinarme mi propio pelo. Y pocos años después, probé con las extensiones. Entonces aprendí que me quedaba más natural mezclar mi pelo con el de otra persona.
No obstante, aunque me sentía mejor con mi apariencia según iba creciendo, a veces mi inseguridad afloraba. En la universidad, fui a un parque de atracciones con unos amigos. Después de subir a la montaña rusa, decidieron ir a una atracción de agua. Como quería que se lo pasaran bien, acepté de mala gana. En la atracción, una ola grande me mojó la cabeza. En pocos minutos, mi verdadero pelo empezó a rizarse y se veía sobre las extensiones. Mis amigos se estuvieron riendo de eso el resto del día. Vale, todo iba de buenas y ninguno de ellos sabía la inseguridad que yo tenía sobre ello. Aun así, yo estaba muy incómoda. Compré un sombrero de 30 dólares, que nunca volví a usar, solo para taparme.
Podría decir "a la mierda lo que piensa la gente, llevaré el pelo como quiera", pero esa decisión puede tener sus riesgos en un entorno de trabajo. En 2016, el Perception Institute publicó un estudio que confirmaba que existe un prejuicio sobre el pelo de las mujeres negras en el lugar de trabajo y que llevarlo de forma natural puede ser una desventaja laboral. Los investigadores también señalaron que las mujeres negras tienen mayor tasa de ansiedad, debido a su pelo, que las mujeres blancas. Sin duda, yo encajo en esta categoría.
Nunca me plantearía ir a una entrevista de trabajo con mi pelo al natural. Si lo hiciera, estoy segura de que las posibilidades de contratarme disminuirían considerablemente. Si me despertara una mañana y decidiera desenredarme el pelo e ir al trabajo, no les parecería profesional a los que me rodean. Independientemente de lo conscientes o tolerantes que sean mis compañeros, personalmente pienso que, a la larga, me perjudicaría profesionalmente. Solo puedo suponer que otras mujeres negras sienten lo mismo. Que yo recuerde, nunca he trabajado con una mujer negra que llevara su pelo natural.
Nunca sé qué responder cuando la gente dice algo bonito sobre mi pelo. Solía responder: "¡Gracias, me lo compré en rebajas!". Pero la gente se queda con miradas perplejas y, normalmente, me hacen un montón de preguntas que no quiero responder. Así que ahora les doy las gracias y cambio de tema.
Ojalá pudiera decir que la cosa ha cambiado mucho desde mi infancia. Por mucho que quiera creer que ya he superado la inseguridad con la que crecí, todavía me queda un largo camino. Me aliso el pelo y llevo extensiones porque me encanta cómo me queda y así mi pelo es más fácil de manejar. Sin embargo, aunque las extensiones no sean mi elección preferida, sigo estando obligada a alisarlas o peinarlas de manera que sean más aceptables socialmente.
A veces, salgo de casa y corro a la tienda justo después de lavarme el pelo y antes de que me dé tiempo a peinarme. Me llevó un tiempo reunir el coraje para hacer eso, y todavía lo considero una victoria. Pero si veo a alguien que conozco, necesito mucha fuerza interior para no meterme en un pasillo diferente. La idea de que otra persona vea mi pelo natural es aterradora.
Mi inseguridad sobre mi pelo está mejorando, pero es un trabajo progresivo. Estoy dando pequeños pasos para salir de mi zona de confort y dejar que la gente vea mi pelo real. Pero hasta que llegue el día en que me sienta cómoda, siempre tendré envidia de las mujeres de color que, valientemente, llevan al descubierto sus mechones naturales.
Este artículofue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Lucía Manchón Mora