¿Está bien modificar genéticamente embriones humanos?
¿Podría esta práctica abrir una brecha en nuestra especie?
Por Iñigo De Miguel Beriain, investigador distinguido Facultad de Derecho. Ikerbasque Research Professor, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea:
El pasado mes de noviembre de 2018, un investigador chino, He Jiankui, anunció el nacimiento de los primeros seres humanos modificados genéticamente en su estado embrionario; dos gemelas, Lulu y Nana. La forma profundamente contraria a la ética en que transcurrió su experimento generó una condena firme desde todos los ámbitos.
Esto no debería hacernos olvidar que la posibilidad de modificar genes, humanos o de otros seres vivos, es un logro enorme. Si conseguimos controlar las disfunciones que aún muestra la técnica de edición genética CRISPR, el ser humano podrá intervenir en la gestación de los seres vivos, desarrollar nuevos tratamientos y mejorar la precisión de los fármacos.
El lector pensará que no todo puede ser tan fácil. Que todo logro humano suele tener algún lado oscuro y siempre hay razones por las que renunciar a tanto optimismo. Si piensa así, habrá acertado. Los pocos años transcurridos han mostrado que tenemos motivos para ser cautos.
En primer lugar, aún hay muchas cosas a mejorar para garantizar el uso seguro de la técnica. Más allá de eso los obstáculos científicos, con toda su importancia, palidecen ante la entidad de los retos éticos, sociales y jurídicos a los que tenemos que enfrentarnos. Esta tarea no admite demoras, porque el despropósito de He ha hecho saltar muchos de los antiguos consensos éticos acerca de la imposibilidad de alterar el genoma de nuestros descendientes. Ya hay varias iniciativas para propiciar estas prácticas.
¿No es inmoral avanzar hacia este futuro sin plantear un debate público bien informado al respecto? En mi opinión, sin duda, sí. No veo razonable que decisiones de este calado se dejen en manos de un ámbito que no sea el de la sociedad en su conjunto. Claro que para eso es necesario mejorar muchísimo en la transmisión de la información disponible, de manera que todos podamos entender lo que está en juego. Este texto intenta contribuir a esta tarea. Con tal fin, nada mejor que formular cuatro preguntas básicas, con cuatro respuestas que, al menos, aclararán por qué no hay soluciones mágicas al debate.
Por fortuna, no. Hay un consenso general en que lo que plantea problemas específicos son las intervenciones dirigidas a modificar el genoma de nuestros descendientes. No así las que sólo causen alteraciones en el genoma del sujeto sobre el que se practiquen porque, para bien o para mal, estos cambios desaparecerán con él.
El escenario se vuelve complejo si pensamos en modificaciones que se transmitan a las generaciones futuras. Muchos consideran que esto plantearía graves problemas, al dotar a los progenitores de un poder casi ilimitado para decidir cómo va a ser su descendencia, lo que les resulta moralmente inadmisible.
Yo estoy en desacuerdo con este argumento. En mi opinión, esta objeción ignora que ese poder ya existe. No ejercitarlo no lo hará desaparecer, ni nos eximirá de responsabilidad, porque no actuar puede ser tan monstruoso como hacerlo. Así, por ejemplo, no cambiar un gen que causará la enfermedad de Tay-Sachs resulta casi tan moralmente censurable como introducir una modificación que conduzca a ese mismo resultado.
La cuestión, a mi juicio, en suma, no es si actuar o no, si alterar el genoma de nuestros descendientes o no, sino cuándo y bajo qué circunstancias hacerlo. Acción u omisión pueden ser igualmente culpables.
Aquí el debate es intenso. Muchas voces instan a trazar diferencias entre el uso terapéutico y su aplicación para fines de mejora (por no usar el término eugenésicos, de connotaciones tenebrosas). El problema de esta recomendación es que no es sencillo trazar una línea nítida entre ambos conceptos.
Todos entendemos que alterar un gen que causa una enfermedad monogénica es terapia, y que pretender que nuestros retoños tengan los ojos de color azul es mejora, pero hay muchos grises entre estos blancos y negros. Supongamos que un embrión tuviera altas probabilidades de desarrollar un cáncer a lo largo de su vida como persona. Modificar los genes implicados para que su expresión sea más saludable, ¿es terapia o mejora? Difícil de dilucidar.
Imaginemos ahora que el experimento de He respondiera realmente a lo que él declaraba. Es decir, que mejorara la resistencia al VIH o, más aún, que fuera la única o la mejor forma de lograr esto. ¿Sería terapia o mejora? ¿A que las respuestas ya no son tan sencillas?
A esto hay que añadir que hay autores que consideran que, aunque pudiéramos trazar esta diferencia, seguiría sin estar tan claro por qué una intervención que busca mejorar nuestra descendencia es un mal moral. Para ser sinceros, suena extraño decir que mejorar está mal.
La cuestión aquí, me temo, es la de determinar qué es una mejora y qué no lo es. Optimizar un sistema inmune probablemente lo sea. Pero, ¿hacer que nuestra descendencia mida 1,90 metros también? ¿De verdad que su vida será necesariamente mejor por eso?
Más allá de eso, habría que tener presente que en el momento en que empezásemos a tomar decisiones sobre bienes que no son absolutos (la salud), sino comparativos (la inteligencia) tendríamos que preguntarnos si no estaríamos invadiendo en exceso la autonomía de nuestros hijos y los de los demás. Porque si conseguimos que nuestros retoños sean superdotados, estaremos al mismo tiempo transformando a los niños normales en personas poco inteligentes.
Como se ve, la discusión es compleja.
La respuesta a esta pregunta es, inevitablemente, sí. La cuestión es que el uso de CRISPR en un contexto reproductivo puede contribuir a tener una descendencia más sana. No solo impide el nacimiento de niños afectados de enfermedades monogénicas graves -algo que ya se hace mediante diagnóstico genético preimplantatorio-, sino que incrementa la probabilidad de que no se desarrollen ciertas patologías, o de que se afronten con éxito.
El problema es que una intervención de este tipo sería mucho más factible en las primeras fases de la existencia, fuera del cuerpo de una gestante. Dicho de otro modo: modificar genes en embriones solo será posible, al menos durante un tiempo, con fecundación in vitro. De ser así, tendríamos que plantearnos el dilema moral de si no deberíamos utilizar esta tecnología para reproducirnos por defecto. Así parece indicarlo un principio general, de contundencia poco discutible, que señala que tenemos la obligación de traer a este mundo a nuestros hijos en las mejores condiciones posibles. Pero, ¿es esto legítimo y factible?
Algunos de quienes se oponen a la modificación genética de la descendencia arguyen que su aplicación podría escindir al ser humano en dos grandes grupos: humanos mejorados y no mejorados.
Esto es posible. Es muy probable que hubiera quienes, por motivos ideológicos o de otro tipo, se negaran a renunciar al método tradicional de reproducción. También se seguirían produciendo concepciones no deseadas. El hecho de que solo se puedan aplicar estas técnicas mediante fecundación in vitro, y el elevado coste que esto implica, significaría que muchos no podrían permitirse estas modificaciones. Y eso por no hablar, claro, de la diferencia entre unos países o, más aún, continentes, frente a otros.
¿Tendría esta brecha un efecto trascendental en nuestro futuro? Esto ya es mucho más difícil de aventurar. De lo que no hay duda es de que la accesibilidad de las técnicas y la desigualdad subyacente a su carencia es uno de los factores que más obran en favor de una demora en su aplicación, salvo en casos muy específicos. Este retraso debería prolongarse hasta que se pueda paliar esta disfunción o, al menos, hasta que nos aseguremos de que las desigualdades producidas no irán más allá de lo soportable.