Esta activista por los derechos trans empodera a la comunidad LGTBQ en India
Cómo Sintu Bagui pasó de ser explotada en una fábrica a hacer de jueza en su ciudad.
Fotografías de Rahul Dhankani
CALCUTA, India — Sintu Bagui tenía 14 años cuando dejó la escuela y empezó a trabajar en una fábrica de madera contrachapada. Por un dólar al día, transportaba pesadas láminas de madera y hacía tareas de limpieza en turnos brutales de 12 horas. Al final del día, tenía las manos amoratadas y con ampollas, pero era mejor que ir al colegio público al que se suponía que debía asistir.
“Cada vez que iba a la escuela, me moría un poquito”, recuerda Bagui, que se identifica como mujer trans. “No quería usar el baño de los chicos, no quería llevar uniforme de chico, estaba cansada de oír cómo los compañeros y los profesores me hacían bullying por ser un poco chica”.
La madre de Bagui, una trabajadora sexual que vivía en una zona de prostitución, estaba devastada. No había sido fácil inscribir a Bagui en la escuela.
“El colegio pedía la firma de mi padre y tenía que ser él quien me inscribiera”, cuenta Bagui. “Probablemente sospechaban que mi madre era trabajadora sexual y trataban de impedirme entrar. Pero algunos padres de la escuela protestaron y al final me admitieron”.
Así que cuando Bagui dejó la escuela, su madre —agotada por una vida dura de marginación y luchas sin fin— lo pagó de forma violenta con Bagui. La madre de Bagui murió en 2012 cuando Bagui tenía 20 años, incapaz de aceptar la expresión de género de su hijo.
Sólo después de la muerte de su madre Bagui se atrevió a llevar sari y joyas por primera vez.
“Mi madre siempre decía: ‘Sé un hombre, sé un hombre’. Así que nunca me apeteció vestirme como quería con ella delante”, cuenta. Después de la muerte de su madre, la familia de Bagui intentó casarla con una mujer a modo de ‘cura’. “Iba vestida con sari y pulseras, e intentaban buscarme novia”, recuerda Bagui.
En 2018, la Corte Suprema de India por fin acabó con una ley de la era colonial, conocida como Section 377, que criminalizaba el sexo entre homosexuales. Después de una larga lucha, la decisión del tribunal concedía a los ciudadanos LGBTQ los mismos derechos, pero las personas transgénero como Bagui, especialmente de familias de clase trabajadora, siguen sufriendo discriminación, estigma social y agresiones violentas.
Actualmente, con 27 años, Bagui es activista por los derechos trans con Anandam, una organización sin ánimo de lucro que trabaja con las comunidades más marginadas en pueblos y asentamientos donde a las personas LGTBQ les cuesta encontrar grupos de apoyo, organizaciones de la sociedad civil y abogados que luchen por sus derechos.
Bagui prefiere usar las siglas LGBTKH, ya que las palabras indias “kothi” y “hijra” —en lugar de queer— son más cercanas a su experiencia. Bagui sigue viviendo donde se crió, en Gorabagan, el distrito de prostitutas y drogas de una pequeña ciudad llamada Seoraphuli, a una hora en coche desde Calcuta, en el este de India.
“Imagina lo que ocurre en los pueblos, donde no hay un apoyo inmediato cerca y donde la Policía y los residentes son hostiles”, señala Bagui, describiendo lo duro que es para las personas transgénero vivir en sitios pequeños. “La mayoría son pobres y sin educación, y han sido repudiados por sus familias. No han leído de leyes históricas”.
Los recuerdos de su época en la fábrica de madera la siguen traumatizando.
“Era tan joven y estaba tan desesperada que apenas me daba cuenta de cómo me estaban explotando”, admite. “Entonces soportaba que los hombres me agarraran el pecho, me pellizcaran el culo, me tocaran mientras se reían y soltaban bromas”.
Pero siguió con el empleo porque necesitaba dinero. Cuando los años de trabajo sexual hicieron mella en la salud de su madre, hubo momentos en que su familia, de cinco miembros, comía poco más que unas tortitas de verduras fritas y un puñado de arroz inflado al día.
Cuando llevaba un año en la fábrica, encontró trabajo en una papelería cerca de su casa, donde conoció por primera vez a un grupo de personas transgénero. Un día, con el pretexto de hacer una entrevista para otro trabajo, Bagui siguió al grupo hasta una casa destartalada donde vivían varias mujeres trans e intersexuales.
“Por primera vez, sentí que pertenecía a un sitio. La gente iba vestida con ropa de mujer, decían palabrotas, se reían”, cuenta.
Desde aquel día en adelante, Bagui empezó a escaparse del trabajo para ir a esa casa, donde por fin encontró lo que ella llama “una comunidad”. Al mismo tiempo, con ayuda de otra mujer trans de allí, comenzó a dar clases de danza.
“En esos momentos podía respirar”, dice. Sin embargo, su suerte se torció pronto.
Un día, un vecino en el que Bagui confiaba le contó a su madre que la joven se estaba mezclando con “transgénero”. La madre pegó a Bagui, llorando al mismo tiempo que gritaba, hasta que la adolescente no pudo moverse.
Esas experiencias la mantuvieron con los pies en la tierra cuando después empezó a trabajar como activista.
″¿Qué ocurre cuando alguien como yo, en una ciudad pequeña o en un pueblo en el campo, se ve atrapado por estas normas sociales? ¿A quién acude? No hay casi nada ni nadie a donde puedan ir”, lamenta.
Cuando Bagui tenía 18 años, empezó a colaborar como trabajadora social con un sindicato por el bienestar de las trabajadoras sexuales en Calcuta. “Había vivido lo suficiente como para saber cómo funciona el mundo”, asegura. Trabajaba sobre el terreno, concienciando a los MSM (hombres que practican sexo con hombres) sobre la necesidad de usar condones, sobre la amenaza del VIH y los lugares a los que acudir para hacerse análisis.
“La opresión a la que se enfrenta la gente que vive en los márgenes es terrible. He visto el tipo de abuso al que mi madre se enfrentó”, cuenta. “Las mujeres trans que son trabajadoras sexuales sufren el doble de torturas, la gente se niega a pagar, se niega a usar protección, las violan, las pegan”.
En 2014, la Corte Suprema reconoció formalmente a los transgénero como “tercer género”. La sentencia tiene repercusiones importantes sobre los derechos civiles y de herencia, y obliga a los Gobiernos estatales a reservar empleos públicos para la comunidad. Todavía muy pocas personas entienden la sentencia o sus implicaciones, así que Bagui está desglosando la decisión del tribunal en términos más simples y traduciéndola al idioma bengalí para hacerla más accessible.
“El siguiente paso será distribuir las traducciones y explicar a la gente la importancia de esta sentencia”, explica Bagui. “Así, si alguien intenta acosarles, pueden recurrir al documento y denunciar la violación de sus derechos”.
En 2018, estudiantes de la Universidad de Pensilvania viajaron a Bengala Occidental para hacer una película sobre la comunidad trans. Bagui trabajó con otras cuatro personas trans para la película y ayudó con la dirección. El estreno de la película también llevó a Bagui a un tour de 40 días por universidades estadounidenses.
“Me di cuenta de que el tipo de abuso al que se enfrenta la comunidad trans es el mismo en todo el mundo. Conocí a mujeres trans que abandonaron a su familia después de sufrir abuso y violencia en las calles, gente que sufrió abusos de su familia o su pareja, escuché historias de mujeres atacadas y asesinadas”, explica. Sin embargo, algo que le hizo reafirmarse fue la presencia de baños para el tercer género en muchos espacios públicos de Estados Unidos.
“Necesitamos esto en India. Si no, aquí nos echan fuera y nos insultan, ya sea en baños de hombres o de mujeres”, asegura. A Bagui se la sigue identificando como hombre en su pasaporte y evitaba actualizarlo para evitar también discusiones con jueces.
“He ayudado a otras personas a conseguir declaraciones juradas, y a veces resulta desesperante. Una vez un juez en una corte local de Calcuta pregunto cómo podía declarar él que una persona era transgénero. ‘¿Qué pasa si mañana vuelves a convertirte en hombre?’, preguntó. Es muy molesto”, recalca.
Como consecuencia, Bagui tuvo que usar los baños de hombres en el aeropuerto de Heathrow, durante su escala en Londres. “Traté de parecer lo más masculina posible. Me puse una camiseta y unos pantalones anchos y no me hice las cejas en una semana”, explica. Pero una agente de seguridad la paró cerca del baño al fijarse en sus restos de esmalte de uñas y en su ‘bolso de mujer’. “Ni siquiera sabía dónde mandarme”, recuerda Bagui, señalando que las mujeres con las que trabaja en India se enfrentan a estas mismas humillaciones cada día.
A principios de este año, Bagui fue seleccionada como jueza en un Lok Adalat en Seoraphuli, su ciudad natal. Un Lok Adalat es una especie de jurado popular local organizado de forma ocasional por las autoridades legales de los distritos en India para llegar a un acuerdo amistoso en fases previas al litigio. Los Lok Adalats normalmente suelen estar compuestos por exjueces, un funcionario del Gobierno y un trabajador social. Bagui fue la segunda persona transgénero en Bengala Occidental en ser seleccionada para supervisar el proceso judicial.
“Es importante tener esta visibilidad para concienciar sobre los problemas de la comunidad”, apunta Bagui.
Aunque hace hincapié en la necesidad de que la comunidad trabaje unida, el actual régimen político, que se ha ocupado de polarizar a la gente en base a la religión, es una amenaza, sostiene.
“No hay polarización religiosa entre las trabajadoras sexuales y las personas trans. Ambos grupos son descartados por personas de todas las religiones y por eso nos aliamos entre nosotros”, dice. No obstante, un sector transgénero se ha aliado abiertamente con grupos hindúes de extrema derecha, creando fisuras en una comunidad que, quitando eso, está unida.
“Entre nosotros, los musulmanes hacen namaz [rezos islámicos] y participan en Pujas [un ritual religioso hindú] y los hindúes celebran el fin del Ramadán y hacen Pujas. Me da miedo que esto se vea amenazado ahora”.
Traducción del inglés de Marina Velasco Serrano