Ese gran dilema del sexo
la virginidad , curiosamente, solo la femenina , siempre ha sido motivo de debate moral y religioso.
Hace unos días, en medio de una conversación entre amigos, surgió un comentario que dejó al grupo reunido sumido en poco menos que un silencio asombrado. Uno de los contertulios insistía en que la virginidad es “indispensable” para la sana convivencia del hombre y la mujer. Todos lo contemplamos sin saber cómo responder. Sobre todo a las mujeres, por supuesto.
- La virginidad es un valor necesario — insistió el chico, al parecer no muy consciente de la reacción que estaba causando su argumento — eso asegura pureza, inocencia, buenas intenciones en la pareja. Hay estudios que aseguran que llegar castos al matrimonio hace las parejas más duraderas.
Silencio.
- ¿Cuál estudio? — pregunté sin poder contenerme. El chico se encogió de hombros.
- Uno que leí por allí
- ¿Sobre la virginidad?
- Sobre el matrimonio.
- ¿Están relacionadas ambas cosas?
- Deberían.
Ya es bastante extraño escuchar a un adulto de esta generación insistiendo en ideas semejantes, pero más desconcertante aún es lo que parece englobar la intención. Porque cuando le pregunté si aún era virgen, me dedico un gesto entre burlón e irritado.
- No, yo no. Yo soy hombre.
- O sea, las mujeres debemos ser vírgenes… ¿Hasta cuándo?
- Hasta que encuentren a la persona correcta.
- ¿Tu perdiste tu virginidad por un concepto moral?
- Es otra cosa, soy hombre.
A estas alturas del debate, la mitad de los reunidos nos escuchaban entre risas, supongo que tan asombrados como yo por la idea que un hombre de esta época parecía bastante decidido a decidir la virginidad, el sexo y el placer con ideas tan arcaicas como desconocidas para la mayoría de los presentes. Finalmente, el contertulio decidió que era suficiente de enseñanza moral y decidió cambiar de tema. Pero yo continué sintiéndome confusa, decididamente irritada por la idea que parecía sugerirse más allá del planteamiento machista del argumento. La sexualidad de la mujer siempre será vista como una apreciación moral a la que la mujer parece estar sometida.
Una idea desconcertante por donde se le mire. Por supuesto, la virginidad — curiosamente, solo la femenina — siempre ha sido motivo de debate moral y religioso. Tal pareciera que el erotismo de la mujer debe complacer una especie de precepto secular, donde la vagina se personifica, se le atribuye un concepto cultural casi excesivamente pesado que aplasta el derecho de la mujer a disfrutar de su sexualidad. Desconcierta, además, que este concepto de “La Virgen moral” existe y se conserva en el dilema cultural de qué puede o no expresar la mujer a través de su derecho al placer, de ese instinto primigenio del sexo por el sexo que, según parece, el sexo femenino tiene negado disfrutar.
Varios días después, recibí un comentario bastante desconcertante en mi página web. El interlocutor, que al parecer se sentía muy escandalizado por la serie de desnudos artísticos que incluye mi webpage, me escribió una larga perorata, tratando de hacerme entender por qué mostrar el cuerpo desnudo es “pecado”. Para terminar, y supongo que en plan aleccionador, incluyó la siguiente frase:“Quiero creer que te haces desnudos porque tienes un enorme afán de exhibicionismo y no porque eres puta”.
Puta. El insulto tradicional. La palabra que durante cientos de años ha querido abarcar un crisol de ideas distintas sobre la mujer, la sexualidad femenina y su derecho a ejercerla como mejor le plazca. Puta, la desobediente, la que no acepta la moralidad ajena, la que se libera, la que se rebela, la que no acepta. Leyendo el mensaje, me pregunté de dónde provenía ese viejo temor al erotismo como forma de expresión, a la idea de la mujer como fecunda, poderosa y voraz.
Históricamente, la virginidad y la sexualidad femenina siempre ha provocado cierto recelo. Las diosas de las antiguas Grecia y Roma personificadas como vírgenes no siempre exigieron una castidad similar a sus fieles. Aunque el aspecto de virgen guerrera de Atenea era venerado en el Partenón ateniense, mientras que el cercano Erecteion era el templo consagrado a una faceta más cálida y doméstica de la misma diosa. La estatua de Gea, la diosa madre, se alzaba muy cerca del altar de Atenea. Se rumoreaba que, en algunas regiones griegas, las sacerdotisas de Atenea practicaban celebraciones orgiásticas cubiertas por máscaras de gorgonas. Artemisa también presidía las actividades orgiásticas. En un sentido amplio, las sacerdotisas de la diosa imitaban su naturaleza de prostituta sagrada más que su aspecto virginal. Una notable excepción: la diosa romana Vesta, equivalente a la griega Hestia. Ambas eran la encarnación del fuego y, por tanto, informes, por lo que no las representan con iconos antropomórficos. Quizá esta particularidad explica parcialmente las razones por las que Vesta es menos conocida que otras diosas con las que comparte la condición de una de las doce grandes divinidades romanas.
A través de la historia, a la mujer se le disputó incluso el privilegio de decidir a quién llevaba a la cama por primera vez. Desde el derecho de pernada — esa oprobiosa noción medieval donde el señor feudal podía desvirgar a la esposa de su vasallo — hasta la imposición del matrimonio, la mujer se convirtió en víctima de su primera vez. La metáfora parece evidente: La Eva sobreviviente en todas las mujeres, sufriendo el castigo bíblico por haber desobedecido al dios iracundo del Antiguo Testamento, ese dios portentoso que condenó su curiosidad — y quizás lujuria — y la obligó a ser siempre inocente y aterrada bajo el falo masculino. La serpiente que castiga y el Adán que reivindica su torpeza en el lecho nupcial.
Suele decirse que, en lo tocante a la liberación sexual, los últimos treinta años han sido mucho más revolucionarios que toda la evolución sucedida durante cinco siglos. Aún así, queda un largo trecho que recorrer, desde esa noción del sexo como pecado primigenio y la mujer como principal perpetradora. Y es que quizás, la virginidad, con toda su carga simbólica, esa percepción de lo orgiástico como celebración de la libertad y el deseo como pecador, devuelvan a Eva no sólo su lugar en el paraíso sino además, reivindiquen su triunfo sobre la simbología que la condenó a la mortalidad, a esa pequeña muerte que heredó al resto de la humanidad. Una mirada hacia la historia personal que celebre la identidad. Ya lo decía Oscar Wilde, el librepensador por excelencia y quizás reflejo de su tiempo: “Me gustan las mujeres con mucho pasado y los hombres con mucho futuro.”