Es imposible engañar al destino… o casi
Esquilo, Cloto, Laquesis, Átropos y el Ginkgo biloba parecen personajes sacados de una obra de Shakespeare.
Los griegos llamaron al destino Ananké, la intrigante madre de las Moiras, a la que consideraban una fuerza superior no solo a los humanos, sino también a los dioses. Todos sin excepción estaban sometidos a los designios del destino, de la fatalidad. Ananké, la diosa de lo inevitable, estaba estrechamente unida a Cronos, el dios del tiempo, de forma que juntos marcaban lo ineludible.
Los griegos consideraban que las Moiras o Parcas eran las divinidades que hilaban nuestras vidas, las encargadas de hacer cumplir los designios supremos. Eran tres divinidades y vivían en el reino de Hades.
Sus nombres eran Cloto, Láquesis y Átropos. La primera sostenía una rueca con hilos de diferentes materiales (las personas ricas y felices tenían hilos de seda y oro, mientras que las desdichadas de lana y cáñamo); la segunda daba vueltas al huso, atando y enrollando los hilos (repartiendo la suerte) y, por último, la mayor, cortaba los hilos a placer, sin previo aviso, acabando con la vida de los seres humanos.
La tortuga que cumplió el vaticinio del oráculo
Contra el destino es imposible luchar. Al menos eso debió pensar Esquilo, uno de los principales dramaturgos griegos —junto a Sófocles y Eurípides—, cuando el oráculo le vaticinó que moriría aplastado por el derrumbe de una casa.
Él, el autor de Los siete contra Tebas y de Los persas, que había combatido con arrojo y valor en las batallas de Maratón y Salamina, no estaba dispuesto a morir de una forma tan poco memorable.
Sin pensarlo dos veces trató de engañar al destino, puso varios orgyia —equivalente a diez pies— de por medio y se fue a vivir a las afueras de la ciudad, al raso, en donde, de una forma más reposada, se podría dedicar a su gran pasión, la escritura.
Sin embargo, lo que parecía fácil de evitar fue ineludible. Esquilo no pudo imaginar ni en sus peores pesadillas que un águila confundiría su reluciente calva con una piedra y que sobre ella dejaría caer una tortuga. Fue precisamente eso, el traumatismo craneoencefálico con la “casa” de un quelónido lo que acabó con su vida. De esta forma, el destino se cumplió.
El árbol que escapó a su destino
El 6 de agosto de 1945 la ciudad de Hiroshima se convirtió en un infierno. En el momento de la explosión nuclear la temperatura fue cuarenta veces superior a la del sol y una radiación aproximada de 240 Gy asoló la ciudad. Los edificios fueron destruidos y unas 140.000 personas fallecieron.
En aquel escenario apocalíptico, con un aire negro e irrespirable, cadáveres esparcidos como rocas, seres humanos que deambulaban como fantasmas con sus ropas carbonizadas y en donde barrios enteros sucumbieron al paso de las llamas, hubo un único superviviente, un árbol de Ginkgo biloba.
El Ginkgo biloba es considerado el árbol sagrado en China y Japón, al que se le conoce como el portador de esperanza y el de los cuarenta escudos. Para ellos es una representación de la fortaleza que existe en la unión y el equilibrio entre los opuestos y complementarios (Yin y Yang).
Puede ser considerado un fósil vivo, un título que pocas especies le pueden disputar, posiblemente tan solo el cangrejo herradura y el nautilus. Su origen se remonta al periodo Pérmico —hace unos 270 millones de años— y se habría extinguido de no haber sido considerado un árbol mitológico digno de ser conservado en los templos budistas.
Estos árboles son elegantes, dúctiles y sus hojas se muestran como delicados lóbulos verdes, a modo de abanicos, y los científicos estiman que pueden llegar a vivir mil quinientos años. En otras palabras, están programados genéticamente para sobrevivir al destino.